lunes, 16 de diciembre de 2013

EL MITO DE RAFAEL CASANOVA

Está visto que no hay quien gane en  contumacia a los nuevos prohombres de la supuesta nación catalana, para quienes Cataluña, a pesar de ser una realidad política contrapuesta a España, ha sido invariablemente aplastada, primero por los castellanos y después por los españoles. Para los catalanes que reescriben desvergonzadamente la historia, borrando unos hechos e inventándose otros muchos, Cataluña ha sido siempre una nación mártir, a la que han expoliado desconsideradamente para apoderarse de sus gestas, de su pasado extremadamente glorioso y fecundo.

Tal como pontifica esta nueva ola de la intelectualidad catalana, la vieja Castilla y la misma España usurparon a la  vieja nación catalana la extraordinaria hazaña del descubrimiento de América. Y  lo hacen dando el nombre de Cristóbal Colón al navegante barcelonés Joan Colom Bertrán, asignándole un origen genovés y que, por supuesto, fue la Corona de Castilla la que patrocinó tan maravillosa aventura. Se cambió la ruta seguida por el Almirante y, como es lógico, el puerto de salida. Colón partiría en  busca del Nuevo Mundo del puerto de Palos de Moguer en vez de  Pals de l’Empordà.

El Quijote que conocemos es una mala traducción del original, escrito en catalán por  Joan Miquel Servet, que ocultaba celosamente su identidad haciéndose llamar Miguel de Cervantes para que nadie le relacionara con su padre Miguel Servet, que había sido condenado a la hoguera por hereje. El original del Quijote desapareció prácticamente por decreto para que no hiciera sombra a las letras castellanas. Hasta Santa Teresa de Jesús, según nos cuentan, sería Teresa de Cardona y Enríquez, una aristócrata catalana, que fue abadesa del monasterio de Pedralbes, y no la andariega monja abulense, fundadora infatigable de conventos, que en el mundo se llamaba Teresa de Cepeda y Ahumada.  También serían catalanes, entre otros muchos, el Gran Capitán y el cardenal Cisneros.

Los que rigen actualmente los destinos de Cataluña son felices afirmando que Cataluña es uno de los reinos más antiguos y que fue el Reino de Aragón el que, en 1137, pasó a formar parte de  la casa de Barcelona, y no al revés. Afirman sin ambages  que la casa de Barcelona poseía tres coronas, la corona de  Mallorca, la de Sicilia y, por supuesto, la corona de Aragón. Solamente así se explica que las armas del nuevo reino fueran las catalanas, y no las antiguas armas aragonesas, lo que prueba claramente, según dicen, la catalanidad del Estado formado al anexionarse Aragón a la casa de Barcelona.

Fue precisamente en 1714, según versión interesada de los separatistas catalanes, cuando España acabó con la independencia  de la pujante nación catalana. Barcelona, que llevaba sitiada desde el 25 de julio de 1713, se rinde por fin el 11 de septiembre de 1714 a las tropas de Felipe V y sus aliados franceses. La coronela y el ejército movilizado por la Generalitat de Cataluña, que defendieron bravamente la ciudad durante algún tiempo, poco pudieron hacer ante el empuje y el coraje de las fuerzas borbónicas.

domingo, 8 de diciembre de 2013

AHOGADOS POR LA DEUDA PÚBLICA


Los ciudadanos de siempre, los que menos podemos y menos culpa tenemos de la situación actual, llevamos ya demasiado tiempo sacrificándonos y renunciando a muchas cosas para colaborar positivamente en la recuperación económica de España. Y es muy posible que, al final, todos esos esfuerzos resulten completamente inútiles por la actitud incomprensible del Gobierno, que ni baja los impuestos, ni liberaliza la economía y, sobre todo,  no quiere simplificar adecuadamente nuestra mastodóntica Administración Pública.

Para comenzar a producir  riqueza de manera sostenida y crear empleo, tenemos que empezar a reducir drásticamente nuestro enorme gasto público, rebajar de manera significativa los impuestos y, cómo no, liberalizar convenientemente la economía. Tenemos un sector público francamente insostenible. En 2007, por ejemplo, el gasto público alcanzó la enorme cifra de 413.000 millones de euros. Menos mal que, de aquella, la burbuja inmobiliaria cubría satisfactoriamente estos y otros muchos gastos.

Con la llegada de la crisis, se desploma la actividad económica y, en consecuencia, disminuye la recaudación y, sin embargo,  aumenta desproporcionadamente el gasto público. En el año 2012, ya en plena crisis y sin poder contar con el colchón de la burbuja inmobiliaria, ese gasto alcanzó los 494.000 millones de euros, 81.000 millones más que en 2007. Al llegar la crisis, tanto el sector privado, como las familias, procuraron adaptar sus gastos a las circunstancias económicas para no desequilibrar sus balances, algo que no quiso hacer el sector público.

Es evidente que las administraciones públicas en general, a pesar de la crisis, continuaron gastando como si no bhubiera pasado nada.  De ahí que, a finales de 2012, nuestro déficit real se disparara hasta el 10,6% del PIB, al contabilizar los dineros del rescate bancario. Es normal que, con un agujero fiscal tan elevado, se ponga en cuestión nuestra solvencia, además de entorpecer el necesario crecimiento económico y de perder buena parte de nuestra ya escasa competitividad. Y esta situación se agrava aún más por el excesivo encorsetamiento  de nuestra economía y de la desmedida presión fiscal que soportamos
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Mientras no reduzcamos considerablemente semejante déficit, la deuda pública continuará creciendo de manera alocada hasta límites cada vez más insostenibles. Durante los 6 años que llevamos de crisis, dicha deuda creció 543.858 millones de euros, pasando de un aceptable 40% del PIB a más de un 92%. Durante el primer trimestre de este año, la deuda pública aumento nada menos que 39.438 millones de euros, alcanzando un total de 923.311 millones, lo que representa un 87,8% del PIB.  Y cerramos el segundo trimestre, con una deuda de 942.758 millones de euros, equivalente nada menos que al 92,2% del PIB.

lunes, 2 de diciembre de 2013

FACHAS CARPETOVETÓNICOS

El fascismo aparece por primera vez en Italia, un 23 de marzo de 1919, de la mano de Benito Mussolini, con la creación de los “Fascio di Combattimento”. Desde un principio, el primitivo Fascio de Combate se enfrentó decididamente a las demás fuerzas políticas italianas. Se distinguía precisamente por su acendrado ultranacionalismo, su desprecio hacia la burguesía liberal y, sobre todo, por su oposición frontal a cualquier forma de marxismo. De este grupo, de marcado carácter violento y paramilitar, surgiría posteriormente, en 1921, el famoso Partido Nacional Fascista.

El ex socialista Mussolini supo aprovechar, mejor que nadie, el descontento social que se extendió por toda Italia, al terminar la Primera Guerra Mundial. La Triple Entente, integrada por Francia, Gran Bretaña y el Imperio Ruso, había buscado afanosamente la colaboración directa de Italia en la guerra contra las denominadas Potencias Centrales, que formaban el Imperio Alemán, el austro-húngaro y el otomano. Y para asegurar esa contribución, Francia y Gran Bretaña habían ofrecido a Italia, si luchaba a su lado, todas las zonas austro-húngaras habitadas por italianos y gran parte de la costa dálmata.

Los italianos aceptaron encantados la oferta y, para ampliar sus territorios, se implicaron directamente en la contienda. Se gano la guerra, pero el coste en vidas humanas para ellos fue excesivamente alto, unos seiscientos mil muertos y aproximadamente un millón de heridos. Por si todo esto fuera poco, el conflicto bélico debilitó considerablemente a este país, al resultar destruida por los combates una buena parte de la industria establecida en el norte del país, lo que dio lugar a una situación económica extremadamente difícil.  Quebraron cantidad de empresas, la lira perdió más del 80% de su valor, comenzó a generalizarse la corrupción y la deuda del Estado superaba ya, a principios de 1919, la friolera de los 83.000 millones de liras.

Comenzó a crecer el paro, se multiplicaron enormemente los problemas económicos, sociales y políticos y el hambre comenzó a hacer estragos entre la población más desfavorecida. Por si fuera esto poco, los italianos sufrieron una enorme decepción, ya que, al finalizar la guerra, sus antiguos aliados no cumplieron íntegramente su solemne promesa y no les dieron nada más que los territorios de Trento y Trieste. Este decepcionante hecho, unido a las espantosas dificultades económicas, encrespó los ánimos de los excombatientes y causó una tremenda agitación en los sectores más radicalizados de la clase obrera, que desconfiaba seriamente del sistema parlamentario liberal y que quería implantar la revolución bolchevique, que acababa de imponerse en Rusia.

Es entonces cuando entra en escena el ex socialista y ex combatiente  Benito Mussolini y, con sus “Fascio di Combattimento”, aprovecha magistralmente la oportunidad brindada por aquella situación explosiva, para hacerse con el poder. Y lo hará, exaltando el más genuino espíritu patriótico. En un principio, él mismo contribuyó intencionadamente a encrespar y desestabilizar aún más el ambiente, para presentarse después como la única esperanza del país para evitar el amenazador caos social y económico que se avecinaba.