lunes, 27 de agosto de 2012

LA CLASE MEDIA EN EL PUNTO DE MIRA


Fue en Inglaterra, a lo largo del siglo XVII, cuando se sentaron las bases que hicieron posible la aparición de la clase media. Las distintas revoluciones liberales, que ocurrieron entonces, provocaron necesariamente el debilitamiento definitivo de la monarquía inglesa. De manera simultánea, la aristocracia fue perdiendo fuelle y poder, circunstancia que aprovechó íntegramente la burguesía para hacerse con importantes cuotas de poder.  Esta continuada pérdida de influencia por parte de la aristocracia, propició la aparición de un nuevo escenario, que supo aprovechar muy bien  la burguesía para hacerse con las tierras que se vendían.

Este proceso social continuó desarrollándose durante el siglo XVIII, intensificándose paulatinamente a medida que se aceleraba la embrionaria industrialización del país. Los cambios socioeconómicos producidos precipitaron formalmente la Revolución Industrial, apareciendo entonces la clase media inglesa. Esta nueva clase media, integrada inicialmente por la vieja burguesía terrateniente, se desmarcó de la vieja aristocracia y comenzó a valorar debidamente el esfuerzo personal de cada uno, el trabajo y la sobriedad, lo que se tradujo inevitablemente en una mejora constante de su nivel de vida.

Aunque algo más tarde, se repitió en Francia un proceso muy similar. A pesar de su enorme arraigo, la clase feudal no aguantó los embates de la Revolución Francesa de 1789 y desapareció por completo del panorama social. La excesiva rigidez  de la monarquía gala y su falta de adaptabilidad a los cambios sociales influyó notablemente en el fracaso del feudalismo francés. Después de un primer momento de desconcierto y de anarquía absoluta, la clase burguesa comienza a llenar poco a poco los espacios que va dejando el feudalismo. Una vez desaparecida la fiebre revolucionaria,  la nueva clase burguesa se afianza definitivamente en la sociedad francesa y termina constituyéndose en clase dominante.

A comienzos del siglo XIX, y en vista de los buenos resultados que estaba dando ya en Inglaterra y en Francia, la Revolución Industrial comienza a extenderse paulatinamente por el resto de Europa. Y como es natural, a medida que se iban implantando mejoras progresivas en la naciente industria, aumentaban simultáneamente y al mismo ritmo los beneficios obtenidos y, por lo tanto, el nivel de vida de los afectados. Estas mejoras económicas y sociales son determinantes para que se inicie también el desarrollo de la clase media. Hasta ahora, en toda  Europa, incluidas Inglaterra y Francia, esta clase media o burguesa estaba integrada exclusivamente por ricos terratenientes que invirtieron en la industria y por personas dedicadas a profesiones liberales u oficios no manuales.

Pero es a principios del siglo XX cuando la clase media se remoza, al engrosar sus listas con una amplia capa de trabajadores cualificados. Este rejuvenecimiento de la clase media fue posible por la implantación en la industria de los métodos de trabajo ideados por F. Winslow Taylor. Esto es: se comenzó a racionalizar el trabajo, subdividiendo sistemáticamente las distintas tareas en otras mucho más simples. Con la aplicación decidida de la producción en línea, la estandarización de los productos y la automatización de las cadenas de montaje, se mejoró el rendimiento de la mano de obra y, en consecuencia, se abarataron los costes de producción. Esto dio lugar a una mayor ganancia por parte de las empresas y éstas, por lo tanto, comenzaron a proporcionar a los obreros unos salarios bastante más generosos, en consonancia siempre con la producción obtenida.

Estas mejoras salariales dieron pie a una nueva situación económica que favoreció enormemente el enriquecimiento progresivo de la población y una mejora considerable de sus condiciones de vida. Esto es lo que abrió el camino para que la clase media integrara a estos nuevos miembros procedentes del mundo laboral. A pesar de ser tan denostada hoy por los políticos actuales,  esta clase media contribuyó claramente a la creación de riqueza, mejorando significativamente la situación económica de toda la sociedad y, por supuesto, a la ampliación y sostenibilidad del estado de bienestar.

Pero los políticos de hoy día parece que se han confabulado para acabar con esa clase media a la que tanto debe la sociedad actual. Fue José Luis Rodríguez Zapatero, el peor presidente de nuestra historia el que inició esa guerra incruenta contra la clase media. Contra todo pronóstico, la continuó Mariano Rajoy que, si no cambia, terminará por hacer bueno a Zapatero. Tanto uno como el otro, con la implicación directa de las huestes de ambos, dan muestras evidentes de que se han conjurado solemnemente para obligar a la clase media a pagar ella sola los desastres de esta crisis económica, agravada innecesariamente por los despilfarros absurdos y la desastrosa gestión del Gobierno de Zapatero.

Todos esperábamos que, con Mariano Rajoy al frente del Gobierno, revertiría esta complicada situación que nos empobrece y que comenzaríamos a converger nuevamente con Europa. Pero, de momento, todo sigue igual y no hay síntomas de que intente poner freno a tanto desaguisado. Continúa nuestro desmantelamiento industrial a ritmo de vértigo, mandando al paro a gentes que producen riqueza y, sin embargo, se da por bueno el gigantismo burocrático que padecemos, con esa descabellada inflación de funcionarios y trabajadores públicos, contratados muchos de ellos a dedo.

Sigue prácticamente intacto todo el enorme entramado de entidades del más variado pelaje, creadas en el entorno de las distintas administraciones públicas. Ahí están intactas, por ejemplo, multitud de organismos autónomos, fundaciones, todo tipo de empresas públicas y otras instituciones inútiles que utilizan descaradamente los  partidos políticos para dar cobijo a sus amigos, allegados y familiares. Y este es precisamente el sumidero por donde se van, sin control alguno, cantidades ingentes del dinero de nuestros impuestos.

Y está muy claro que son los políticos los que nos han llevado prácticamente a la quiebra y nos mantienen en ella. Los de la clase media no han tenido nada que ver con los monstruosidades que provocaron tan dramática situación. Lo que sí hizo la clase media, sin que se lo tenga nadie en cuenta, es contribuir positivamente al desarrollo económico de España y al enriquecimiento de los españoles mejorando sustancialmente su nivel de vida. Fueron los integrantes de esa clase media, y no los políticos,  los que de verdad universalizaron el Estado de bienestar y contribuyeron positivamente a una estabilidad social prolongada.

Pero esto no es óbice para que el Gobierno de Mariano Rajoy se obstine  en que sea la clase media exclusivamente la que solucione el problema exigiéndoles sacrificios desmedidos y enormes privaciones.  Ni que buscaran intencionadamente su desaparición, al condenar a sus integrantes a la más estricta pobreza. A los verdaderos culpables, a los políticos, ni se les toca. Conservan íntegramente todas sus prebendas y se procura que no pierdan ninguno de sus privilegios y mamandurrias. Las cargas y los esfuerzos impuestos injustamente a la clase media resultan baldíos porque se empeñan en conservar intacta  una estructura administrativa mastodóntica que no podemos mantener.

El Gobierno podrá decir lo que quiera pero, si de verdad quiere cerrar esta etapa de angustiosa penuria y escasez, no le queda más remedio que reducir y simplificar drásticamente la estructura del Estado Autonómico, eliminar el Senado y acabar cuanto antes con tanto pesebre como ha habilitado la casta política. . El resultado inmediato no se haría esperar: además de eliminar un gasto insoportable que hipoteca nuestro futuro, recuperaríamos inmediatamente la credibilidad que no tenemos entre nuestros socios europeos.

Barrillos de Las Arrimadas, 20 de agosto de 2012

José Luis Valladares Fernández

viernes, 17 de agosto de 2012

TOMÁS GÓMEZ O LA INSENSATEZ DE UN POLÍTICO


Está visto que, tal como reza el dicho popular, unos nacen con estrella y otros nacen estrellados. Y para desgracia de los que llegan ya estrellados a este mundo, son demasiados los que, por su buena estrella, se las arreglan estupendamente para vivir, como han hecho siempre, a costa de los que no han sido tocados por la suerte. Y hasta se jactan miserablemente de no haber dado nunca un palo al agua y de su habilidad innata para procurarse rentas que han sudado otros. Tienen la poca vergüenza de hasta hacer ostentación de su enriquecimiento obsceno y de su encumbramiento desmesurado a costa de una sociedad torpe, que trabaja sin descanso para malvivir y contribuir obligatoriamente a la buena vida de tanto espabilado.

Y uno de estos vividores es indudablemente Tomás Gómez. Sus andanzas le retratan perfectamente y nos demuestra que es un ejemplar clásico de la casta política. Al igual que otros muchos políticos, carece de la más elemental experiencia en el sector privado por que siempre ha vivido del cuento. No sabe lo que es trabajar  para ganarse el pan con el sudor de su frente. Estamos, como ha escrito alguien, ante un señorito de “pan pringao” que, siendo prácticamente un imberbe,  se aficionó a la moqueta, al coche oficial y a comer la sopa boba a costa de los demás.

Cuando llegó el momento de restaurar la democracia, los políticos que se hicieron cargo de la situación, eran todos de auténtica valía, los mejores del momento. Y se  hicieron naturalmente a base de trabajo y de mucho esfuerzo personal, demostrando su valía en la empresa privada. Hicieron su trabajo como mejor supieron y, una vez estabilizada la situación democrática, comenzaron a ser sustituidos mayoritariamente por políticos de la nueva ola. De ahí que, sin mayores problemas, fueran volviendo poco a poco al sector privado de donde procedían, pasando la administración de la cosa pública a manos de advenedizos que, como es el caso de Tomás Gómez,  han hecho de la política su habitual modus vivendi.

El exclusivo mérito de la mayor parte de esta nueva ralea de políticos se reduce a su entrada prematura en las Juventudes del partido, o que en su familia hay ya algún miembro destacado formando parte de esa casta política. Para desgracia nuestra, hay ya muchos de estos vividores  rigiendo nuestros destinos, y todos ellos aspiran fervientemente alcanzar esa meta lo antes posible. Los que sean incapaces de volar tan alto, pasarán a desempeñar un cargo público dentro de nuestra administración, contribuyendo a conformar un aparato del Estado mastodóntico y muy poco operativo.

 Como saben  perfectamente que no dan la talla para trabajar en el sector privado, se aferran desesperadamente a la política para mantener su estatus privilegiado, aunque de esto se derive una perdida notable de calidad de vida de los administrados. Les importa un bledo que se hunda el país en la miseria si, a costa de eso, mantienen intactos sus innumerables privilegios y siguen cobrando ininterrumpidamente esos sueldos de escándalo. Y por si esto fuera poco, nadie les exigirá cuentas por su mala gestión en el desempeño de responsabilidades públicas. Todo un despropósito.

Y este es precisamente el caso de Tomás Gómez, el presunto “Invictus” en su lucha con Esperanza Aguirre por la presidencia de la Comunidad de Madrid, aunque midió muy mal sus posibilidades. Tomás Gómez  inició su carrera política en las Juventudes Socialistas de Parla, Juventudes de las que llegó a ser Secretario General. Más tarde fue Secretario General de la Agrupación Socialista de Parla. Posteriormente, en Julio de 2007, tras la dimisión de Rafael Simancas, fue elegido Secretario General de los socialistas madrileños, siendo reelegido en septiembre de 2008 y recientemente en marzo de 2012.

En las elecciones municipales de 1999 se hace con la alcaldía de Parla. Volvió a ganar en las elecciones de 2003, esta vez con mayoría absoluta, y repitió triunfo cuatro años más tarde, volviendo a revalidar nuevamente su mayoría absoluta. Su gestión como alcalde no pudo ser más catastrófica. El desastre económico provocado por Tomás Gómez fue de tal envergadura, que convirtió a esa ciudad dormitorio en paradigma de la ruina de las demás arcas públicas españolas. Ahí están, para corroborarlo, las quejas de su sucesor en la alcaldía, el también socialista José María Fraile: “En los últimos cuatro años hemos perdido el 25% de nuestros ingresos. En estos momentos no hay liquidez… La ventanilla del crédito está cerrada”.

En noviembre de 2008, Tomás Gómez renuncia a la alcaldía de Parla para preparar con tiempo el asalto a la presidencia de la Comunidad madrileña. No quiere dejar cabos sueltos que puedan frustrar esta oportunidad. Afronta las elecciones autonómicas de mayo de 2011 con toda la ilusión, pero fracasó estrepitosamente. Un duro golpe, sin duda, para quien se cree “Invictus” y, por supuesto, muy superior a sus contendientes ocasionales. Su desmedido orgullo le ciega y no le deja ver que él es muy poca cosa para enfrentarse a Esperanza Aguirre. Su presunción le llevó a pensar que los ciudadanos madrileños se equivocaron al decidirse mayoritariamente  por Esperanza Aguirre.

A pesar de semejante revés, sigue creyéndose importante y necesario y espera que el pueblo madrileño se arrepienta y repare el fallo imperdonable en las próximas elecciones autonómicas. Como todos los miembros destacados de la casta política, tiene cosas de peón caminero. En un arranque de generosidad, Tomás Gómez confiesa categóricamente que “si tuviera una relación laboral iría a la huelga”.  Y lo dice una persona que no ha trabajado nunca y que no tiene ni la más remota idea de lo que es trabajar por cuenta ajena.

También tiene ocurrencias muy peregrinas y demuestra palpablemente que es invencible, pero en despropósitos e insensateces. Se atrevió a proponer que jamás “puedan ocupar responsabilidades públicas” las personas que, de alguna manera, estén relacionadas con el Opus Dei. Querer excluir de los puestos de responsabilidad, nada menos que por ley, a destacados miembros del Opus Dei por el hecho de ser católicos, indica sobradamente que el líder de los socialistas madrileños es un consumado racista de corte cultural e intelectual. A quien de verdad habría que excluir de esas responsabilidades públicas por ley, o simplemente por decencia política, es a los ineptos entre los que, posiblemente, deberíamos incluir al propio Tomás Gómez. Y entonces Zapatero nunca habría llegado a donde llegó y nos hubiéramos ahorrado felizmente la desastrosa debacle económica en que nos metió.

Para Tomás Gómez, el Opus Dei es una auténtica secta o seudosecta que influye peligrosamente en el Gobierno de Mariano Rajoy, dándole un tinte marcadamente integrista. Y es que, para el Secretario General de los socialistas madrileños y para los demás integrantes de la infausta casta política, nadie es tan competente como ellos para regir los destinos de los españoles a su antojo. De ahí que, cuando tienen oportunidad para ello, dicten leyes y más leyes para controlar a los ciudadanos y convertirlos, cómo no, en paganos de sus lujos y de sus caprichos y desmanes. Los políticos de la casta, sean del color que sean, hacen lo posible y lo imposible por blindarse herméticamente en sus posiciones. Acostumbrados a llevárselo crudo, no quieren competidores en sus dominios para así perpetuarse indefinidamente en sus puestos. No se dan cuenta que terminan ofendiendo y oliendo muy mal. Es precisamente esto lo que llevó al famoso escritor de origen irlandés George Bernard Shaw a decir: "los políticos y los pañales se han de cambiar muy a menudo,...y por los mismos motivos".

El famoso escritor Pío Baroja dice que hay siete clases de españoles. Están “los que no saben”. Vienen después “los que no quieren saber”. Les siguen “los que odian el saber”. A continuación, y por este orden, tenemos a “los que sufren por no saber”, a “los que aparentan que saben” y “los que triunfan sin saber”. Y por fin tenemos a “los que viven gracias a que los demás no saben”. Según Pío Baroja, estos últimos se llaman a sí mismos “políticos” y tratan frecuentemente de pasar por intelectuales. Son, claro está, los de la casta, los que se han habituado a vivir extraordinariamente bien del cuento y del sudor ajeno.

Barrillos de Las Arrimadas, 6 de agosto de 2012

José Luis Valladares Fernández

miércoles, 8 de agosto de 2012

DONDE DIJE DIGO, DIGO...


Éramos muchos los que seguíamos de cerca, y con gran entusiasmo, las intervenciones de Mariano Rajoy cuando era jefe de la oposición. Despertaron especial interés las realizadas en vísperas de las elecciones generales del 20 de noviembre de 2011 y cuanto dijo en su enfrentamiento dialéctico con Alfredo Pérez Rubalcaba, en el debate electoral televisado. Sus afirmaciones eran especialmente contundentes y esperanzadoras. Coincidían además perfectamente con las directrices que ha marcado siempre la derecha tradicional española y con lo que esperaban todos aquellos que se han vacunado a tiempo contra el zapaterismo.

Es evidente que las promesas electorales de Mariano Rajoy entusiasmaron gratamente a los ciudadanos con derecho a voto. De ahí esa magnífica mayoría absoluta obtenida en las elecciones, la mayor de toda nuestra historia democrática. El desastre electoral del PSOE estaba más que cantado, aunque nadie esperaba que éste fuera tan contundente. Los despropósitos cometidos por José Luis Rodríguez Zapatero, al frente del Gobierno, fueron de tal envergadura y tan sectarios que, hasta votantes tradicionales de izquierdas, optaron esta vez por dar su voto al Partido Popular.

Los ciudadanos con derecho  a voto tenían, es cierto, la opción del antaño todopoderoso ex vicepresidente del Gobierno, Alfredo Pérez Rubalcaba. Pero Rubalcaba, elegido a dedo para sustituir a Zapatero, decepcionó en sus mítines preelectorales, demostrando ampliamente su enorme falta de carisma. Hasta le falló la fama de hábil enredador que le atribuían sus adeptos, no sé si por miedo o por servilismo. Su discurso, retrógrado y arcaico, carecía de gancho y no ilusionaba a su audiencia. Como dijo en Mérida el 16 de julio de 2011, quería desarrollar un proyecto político en el que se reconocieran los socialistas de hace 100 años, de modo que, si levantaran la cabeza, exclamaran inmediatamente: “¡Estos son los míos”. Es un hecho que Rubalcaba ha sido uno de los máximos responsables de los enormes desaguisados cometidos por el Gobierno anterior y esto pesaba mucho en los ambientes sociales.

Tampoco Mariano Rajoy es un líder carismático que entusiasme fácilmente a la muchedumbre que le escucha. Pero los ciudadanos eran conscientes de que, para dar carpetazo a la ya prolongada crisis económica, era menester cambiar radicalmente de política. Y era de esperar que las medidas propuestas por Mariano Rajoy, que coinciden exactamente con las aplicadas por José María Aznar en 1996, den tan buenos resultados como entonces. Se trata básicamente de bajar impuestos y, ante todo,  no gastar nunca más de lo que se recaude.

Llegaron las elecciones y la gente acudió a las urnas, aprobando masiva e ilusionadamente el programa electoral del Partido Popular. Una vez consumada la humillante derrota de los socialistas, comenzó a crecer la euforia y se pedía insistentemente el adelanto inmediato del traspaso de poderes. Los plazos previstos para el cambio de Gobierno se hacían excesivamente largos. Era tan grave la situación económica, que no se quería perder tiempo en formalidades absurdas.

Llegó por fin la investidura formal de Mariano Rajoy y, poco tiempo después, aparece la desilusión. Desde el primer momento, el nuevo presidente  comienza a dar muestras evidentes de indecisión, mostrándose sumamente remiso para poner en marcha las medidas que llevaba en su propio programa electoral. Todo eran dilaciones, hasta que un día se descorcha inesperadamente con el increíble anuncio de una subida temporal del IRPF. Buscaba afanosamente una manera fácil y rápida de recaudar dinero a costa, como siempre, de los que menos tienen. Un auténtico hachazo al salario de las familias y a los que, a base de privaciones, han conseguido juntar unos pocos ahorros.

Es cierto que el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero provocó este desastre económico y lo ocultó intencionadamente utilizando contabilidades amañadas y propalando desvergonzadamente medias verdades y, cómo no, auténticas mentiras. Según Elena Salgado,  al final de la legislatura, el déficit público estaría en el 6% acordado. Las cuentas demostrarían posteriormente que había un desfase de más de 2 puntos, y Mariano Rajoy aprovecha esta circunstancia para disimular el impacto del incumplimiento flagrante de una de sus promesas estrellas: no subir los impuestos. Dice que fue engañado y que, al constatar la cruda realidad, no le quedó más remedio que romper su compromiso anterior. Y está muy claro que solamente un ingenuo podía dar crédito a lo que dijeran o dejaran de decir Zapatero y sus ministros. Y Mariano Rajoy no es precisamente un ingenuo. Era público y notorio que estábamos ante una auténtica catástrofe económica con un Gobierno endeudado  hasta las cejas y sin un ochavo en la caja “para atender los servicios públicos”.

Es entonces cuando el nuevo Gobierno hace el fabuloso descubrimiento de que, para ahorrar dinero no hace falta reducir gastos. Esto también se logra, al parecer, aplicando recortes y subiendo impuestos. De ahí que se apresten a ahorrar 11.254 millones de euros, recortando 7.267 millones en Sanidad y otros 3.987 millones en Educación. Aunque los gastos corrientes sean extremadamente desmesurados, se les hace frente con más recortes y con nuevas cargas fiscales. Pero como las Comunidades Autonómicas son un pozo sin fondo, todos estos supuestos “ahorros”  resultan inútiles y no dan ni para hacer boca.

Como no se quiere cambiar el rumbo y se empeñan en mantener a ultranza el despropósito de tan gigantesco Estado, todo el dinero que se pueda recaudar es poco. De ahí ese nuevo ajuste, el más duro de la democracia que, ante todo, perjudicará de manera desproporcionada a los más desfavorecidos, a los que tienen que hacer malabarismos para llegar a final de mes. Resulta paradójico e irritante  que, en circunstancias tan críticas, nos diga Montoro que el proyecto del Partido Popular se basa en reducir impuestos. La realidad es muy diferente. Y con esta subida del IVA  y la inoportuna supresión de la paga extra de Navidad a los funcionarios, el Gobierno ha causado  un enorme roto a los que menos culpa tienen.

De nada nos vale esta confesión sincera de Mariano Rajoy: "Estoy haciendo lo que no me gusta, pero han cambiado las circunstancias y tengo que adaptarme a ellas. Hago lo único que se puede hacer para salir de esta postración". Estamos ante un ajuste extremadamente duro, tanto por el lado de los gastos como por el de los ingresos. Lo que consiguen con esto es multiplicar escandalosamente  el número de pobres circunstanciales, obligando a muchos ciudadanos a dejar sus posiciones actuales más o menos desahogadas para pasar a integrar el grupo de los menesterosos. Es demencial que, con unos  ingresos muy por debajo de la media europea, estemos entre los que tienen que soportar más impuestos a la renta y al ahorro. Y ahora, para nuestra desgracia, también al consumo.  Desde el 1 de septiembre, nuestros tipos de IVA superaran incluso a los de Alemania y Francia.

Y todos estos esfuerzos extraordinarios que se nos imponen tan caprichosamente, van a resultar perfectamente inútiles al soslayar voluntariamente el auténtico problema, que no es otro que el modelo de Estado. El Estado autonómico, además de ineficiente, es extremadamente caro y, por lo tanto inviable. Aguantamos el tipo, mientras los enjuagues de la burbuja inmobiliaria proporcionaban dinero fácil para cubrir los gastos faraónicos de los barones autonómicos y sus secuaces. Y el bolsillo de los contribuyentes, que ha sido sistemáticamente esquilmado por los poderes públicos, ya no da más de sí. De seguir así, nuestro porvenir no es nada halagüeño, ya que únicamente se nos ofrece una recesión continuada y sin precedentes.

Si Mariano Rajoy, al asumir la presidencia del Gobierno, convoca un referéndum para decidir sobre nuestro absurdo sistema autonómico, hubiera solucionado el problema y, a estas alturas, desde la tribuna del Parlamento, podría repetir aquella frase famosa “Veni, vidi, vici”, utilizada por Julio Cesar para comunicar al Senado romano su victoria en el Ponto y su dominio completo de Oriente. Pero le sobraron complejos y le faltó arrojo para abordar este problema. Y en consecuencia, seguimos ahí con esos dichosos 17 reinos de taifas y con toda la enorme parafernalia de virreyes, diputados autonómicos y demás congéneres, llevándonos directamente a la ruina más absoluta.

Durante sus dos interminables legislaturas, José Luis Rodríguez Zapatero, al igual que el  mítico Dédalo, construyó un inmenso laberinto donde confinó a toda la clase media, condenándola a vagar perdida por sus innumerables pasillos, sin más alternativas que ser devorada por el Minotauro de la crisis económica. Llegó el 20 de noviembre de 2011 y, a la vista de los resultados, todos pensábamos que el calvario de los más modestos tenía ya los días contados, que Mariano Rajoy vencería definitivamente a la bestia de la crisis. Pero todo fue un lamentable espejismo. Tenemos que seguir esperando hasta que, por fin,  aparezca Teseo, se enfrente decididamente a la bestia y la venza. Y al final, nos saque de tan terrible laberinto comenzando a ahorrar como hay que ahorrar: eliminando gastos absurdos y no imponiendo nuevas cargas y más recortes a quienes ya no dan más de sí.

Barrillos de Las Arrimadas, 4 de agosto

José Luis Valladares Fernández