Es algo lamentable, pero estamos desgraciadamente en
manos de unos personajes fatídicos, que piensan que están por encima del bien y
del mal y, sin embargo, son unos impresentables y unos sinvergüenzas redomados.
Es el caso del endiosado Pedro Sánchez y de su fatal costalero, el esbirro
Pablo Iglesias Turrión.
Por lo visto, Pedro Sánchez entró en La Moncloa
pensando que ser presidente del Gobierno, más que comportar problemas
complicados, proporcionaba cantidad de honores y enormes satisfacciones. Y se
prestó, sin más, a gozar de todos esos bienes públicos, que el Estado ponía, gratis et amore, a su servicio. Además
de residir en un fastuoso palacio, como el mismo ha presumido en Vanity
Fair, también podía veranear en parajes singulares del erario público y
disponer, cómo no, de un Falcon, para
realizar toda clase de viajes, tanto oficiales como privados.
Y todo porque el presidente de traca que padecemos,
tiene una personalidad narcisista, sumamente tóxica. Por culpa de ese trastorno
patológico, se cree único y muy superior a los demás y, por lo tanto, merecedor
del aplauso y los parabienes de todo el mundo. Su arrogancia y prepotencia le
lleva a vivir fuera de la realidad y a recurrir constantemente a las personas
que le rodean, a sus lacayos y escuderos, para ascender y sobresalir y, por
supuesto, para recibir sus halagos y sus elogios.
Es francamente difícil encontrar a alguien que sea tan
caradura como Pedro Sánchez. Como si fuera un jugador experimentado de póquer,
utiliza el farol y la fanfarronada con toda soltura, más que nada, para
impresionar y deslumbrar a la audiencia. Y aunque es un falsario totalmente
imprevisible, utiliza sus comparecencias para auto complacerse a sí mismo y
para darse autobombo. En realidad, no sabe hacer otra cosa. El trastorno
psicológico de su personalidad narcisista, le mantiene incapacitado hasta para
hacer política y, como es lógico, se dedica exclusivamente a presidir y figurar.
Para Gobernar, hay que tomar decisiones que suelen ser
comprometidas y se corre el riesgo de equivocarse. Y para quien busca aumentar
su propia importancia, eso es inadmisible porque deteriora claramente su
carisma y sufre un enorme desprestigio. Por eso busca acólitos o maleteros, más
o menos dóciles, que afronten ese problema y carguen con las consecuencias si
sale mal. Y si por casualidad aciertan, el que preside siempre está en
disposición de apropiarse los honores y los parabienes.