sábado, 25 de abril de 2020

ASÍ NO VAMOS A NINGUNA PARTE





Es algo lamentable, pero estamos desgraciadamente en manos de unos personajes fatídicos, que piensan que están por encima del bien y del mal y, sin embargo, son unos impresentables y unos sinvergüenzas redomados. Es el caso del endiosado Pedro Sánchez y de su fatal costalero, el esbirro Pablo Iglesias Turrión.

Por lo visto, Pedro Sánchez entró en La Moncloa pensando que ser presidente del Gobierno, más que comportar problemas complicados, proporcionaba cantidad de honores y enormes satisfacciones. Y se prestó, sin más, a gozar de todos esos bienes públicos, que el Estado ponía, gratis et amore, a su servicio. Además de residir en un fastuoso palacio, como el mismo ha presumido en Vanity Fair, también podía veranear en parajes singulares del erario público y disponer, cómo no,  de un Falcon, para realizar toda clase de viajes, tanto oficiales como privados.

Y todo porque el presidente de traca que padecemos, tiene una personalidad narcisista, sumamente tóxica. Por culpa de ese trastorno patológico, se cree único y muy superior a los demás y, por lo tanto, merecedor del aplauso y los parabienes de todo el mundo. Su arrogancia y prepotencia le lleva a vivir fuera de la realidad y a recurrir constantemente a las personas que le rodean, a sus lacayos y escuderos, para ascender y sobresalir y, por supuesto, para recibir sus halagos y sus elogios. 

Es francamente difícil encontrar a alguien que sea tan caradura como Pedro Sánchez. Como si fuera un jugador experimentado de póquer, utiliza el farol y la fanfarronada con toda soltura, más que nada, para impresionar y deslumbrar a la audiencia. Y aunque es un falsario totalmente imprevisible, utiliza sus comparecencias para auto complacerse a sí mismo y para darse autobombo. En realidad, no sabe hacer otra cosa. El trastorno psicológico de su personalidad narcisista, le mantiene incapacitado hasta para hacer política y, como es lógico, se dedica exclusivamente a presidir  y figurar.

Para Gobernar, hay que tomar decisiones que suelen ser comprometidas y se corre el riesgo de equivocarse. Y para quien busca aumentar su propia importancia, eso es inadmisible porque deteriora claramente su carisma y sufre un enorme desprestigio. Por eso busca acólitos o maleteros, más o menos dóciles, que afronten ese problema y carguen con las consecuencias si sale mal. Y si por casualidad aciertan, el que preside siempre está en disposición de apropiarse los honores y los parabienes.