viernes, 29 de enero de 2021

PEDRO SÁNCHEZ Y EL BARQUERO DEL INFIERNO

 

 

Hay que reconocer que Caronte (Χάρων), es el personaje más enigmático que podemos encontrar en la mitología helénica. Para empezar, se vestía con harapos, tenía una barba blanca y enmarañada, que contribuía a darle un aspecto francamente descuidado y sombrío. Y por si todo esto fuera poco, era el barquero del inframundo. Se dedicaba a transportar en su barca las almas o sombras errantes de los difuntos recientes, al otro lado del rio Aqueronte, para que entraran en los dominios de  Hades (ᾍδης), que es el dios del inframundo, donde morarán ya por toda la eternidad.

Para realizar esa labor, los que acababan de morir tenían que tener un óbolo para pagar el viaje. Los que no podían hacer ese dispendio, estaban condenados a vagar cien años por las riveras del Aqueronte. Una vez completado ese plazo, Caronte ya acedía a llevarlos totalmente gratis a la otra orilla del rio, para que siguieran su camino hacia su destino final y definitivo en el inframundo.

Y mira por dónde, a Caronte le ha salido hoy día un duro competidor en el Gobierno socialcomunista, que dirige deplorablemente un personaje tan insólito como Pedro Sánchez. Parece ser que a Sánchez no le molesta que mueran tantas personas. Es más, da a entender que su hýbris, su enorme desmesura, le lleva a pensar que esa multiplicación de fallecimientos es extremadamente útil para hacer un reseteo de todo lo viejo que nos rodea, para que renazca el nuevo mundo, que predican incansablemente todos los partidarios del nuevo orden mundial.

El mismo Pedro Sánchez ha anunciado reiteradamente que, gracias a sus desvelos, estamos a punto de entrar en una ‘nueva normalidad’. Y ese hecho se producirá en España el próximo 21 de junio, cuando termine el actual estado de alarma. Y cuando disfrutemos de lleno de esa ‘nueva normalidad’, ya no necesitaremos mirar atrás, porque a partir de ese momento, habrá desaparecido todo lo que había atrás, que merecía la pena mirar.

Es sabido que Caronte cobraba un óbolo por desarrollar satisfactoriamente su trabajo funerario, motivo por el cual, en la Antigua Grecia, los que disponían de recursos suficientes, enterraban a sus deudos con una moneda debajo de la lengua. Creían que así evitaban  que el espíritu del difunto vagabundeara durante tantos años por la rivera del rio Aqueronte.

Si nos atenemos a los datos suministrados oportunamente por el Instituto Nacional de la Seguridad Social (INSS), nos encontramos con que, a lo largo del año 2020, han “causado baja” en sus listas, un 14,6% más de pensionistas que en 2019. Y esto  nos lleva a pensar, en contra de lo que afirma el Gobierno, que durante el año que acaba de finalizar, causaron baja, como beneficiarios de esos servicios sociales, unos 70.000 jubilados.

Y el ahorro de esas 70.000 pensiones anuales, repercute favorablemente en  las arcas del Estado. Y a ese importe, habría que sumarle  lo que se lleva Hacienda por el injusto impuesto de Sucesiones, que no es ningún moco de pavo. De esta manera tan simple, el Gobierno se encuentra con una cantidad de dinero, que el presidente Sánchez fundirá alegremente, subvencionando a toda esa chusma carpetovetónica de gais, lesbianas  y feministas excéntricas y desequilibras. Y también, cómo no, a sociedades y ONG, que dirigen ocasionalmente familiares o amiguetes particulares.

Podíamos pensar que Pedro Sánchez tardó demasiado tiempo en reaccionar contra la pandemia por una cuestión estrictamente pecuniaria, ya que así se expandía el virus y seguía ocasionando víctimas. Y ya es sabido, que  la muerte de personas mayores lleva siempre aparejado un ahorro considerable de pensiones. Pero es más posible que, si no actuó antes para acabar con las consecuencias funestas del Covid-19, no fue por perversidad o malevolencia. Fue más bien, creo yo, por incapacidad personal y hasta por imprevisión.

Es verdad que, aparte de la incapacidad  y la imprevisión,  hubo otros intereses políticos inconfesables, que maniataban peligrosamente al Gobierno. Tanto el presidente Sánchez, como los responsables del ministerio de Sanidad, conocían perfectamente lo peligroso que era autorizar la improcedente manifestación madrileña del 8 de marzo. Podía producirse un contagio masivo con el temible coronavirus. Pero por exigencias del feminismo español, había que celebrar por todo lo alto, pasara lo que pasara, el Día Internacional de la Mujer.

Hay un hecho incontrovertible que indica que esto es así. Unos días antes del dichoso 8 de marzo, el ministro de Sanidad, Salvador Illa, y el impertinente director del Centro de Coordinación de Alertas Sanitarias, Fernando Simón, prohibieron tajantemente a la Iglesia Evangélica, que celebrara uno de sus congresos rutinarios en la capital de España. Y todo, según dijeron, por culpa de la “grave crisis sanitaria que atravesaba España”. Y terminaron alegando que “se trataba de una pandemia a escala internacional”.

Y llegó, cómo no, lo que tenía que llegar, la propagación descontrolada del coronavirus. Y no sé, si por negligencia e incuria manifiesta, o por ahorrar unos dineros, o por ambas cosas a la vez, tardaron demasiado en generalizar las pruebas de PCR. Así que, en muy poco tiempo, batimos todos los records en contagiados por el temible coronavirus, y terminamos con las UCI completamente saturadas con enfermos muy graves.

Con la instauración de la mentira como política de Gobierno, Pedro Sánchez ralentizó la actuación de los organismos, que debían abastecer de medios a la sanidad española para luchar eficientemente contra el Covid-19. Y durante bastante tiempo, a muchos de los contagiados que ingresaban  en las UCI, se les dejaba morir irremediablemente, porque no había respiradores artificiales suficientes, para aplicar a todos  los que eran incapaces de respirar por sí mismos. Y cuando llegamos a tener los respiradores que se necesitaban, ya encabezábamos también la estadística mundial de difuntos por Covid-19.

Se trata, por supuesto, de una cifra de muertos realmente escandalosa, que Pedro Sánchez y el charlatán del moño trataron de dulcificar, aunque sin éxito. Así que, sin empacho alguno y con alevosía y premeditación, trataron de camuflar un buen número de finados. Y sin el menor recato, decidieron que, durante todo el año 2020, solo habían muerto en España 50.837 personas por culpa del coronavirus.

Se olvida Pedro Sánchez que tenemos otras fuentes, bastante más fiables que las auspiciadas por el Gobierno, entre las que están el Instituto Nacional de Estadística (INE)  y el Instituto de Salud Carlos III. Y según estas fuentes, que conocen sobradamente otros datos estadísticos afines, el virus habría provocado aproximadamente, durante todo ese tiempo, unas 80.000 defunciones.

Hay un hecho, que no podemos obviar. Cuando comenzaron a disminuir circunstancialmente los fallecimientos que venía ocasionando la pandemia, el presidente Sánchez se lanzó a legalizar  inmediatamente la eutanasia. Con esa legalización, el derecho a morir pasó a ser una ‘prestación’ más de nuestro Sistema Nacional de Salud.

Y sin poner pega alguna, el Congreso dio luz verde a esa supuesta muerte digna, aunque eludiendo intencionadamente el pertinente debate social, que nunca debe faltar. Tampoco tuvo en cuenta el dictamen del Comité  de Bioética, que rechazó por unanimidad que la eutanasia pudiera transformarse, por arte de birlibirloque, en un derecho subjetivo inalienable.

 Se da la circunstancia que, a finales de febrero del año que acaba de finalizar, El intrépido Sánchez, prometió a Jordi Sabaté Pons, en un Twitter esperanzador, que se iba a ocupar personalmente de mejorar la atención sanitaria de los enfermos de Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA) con estas palabras: “… Me comprometo a seguir trabajando, desde el Gobierno y @sanidadgob, para mejorar el diagnóstico, el tratamiento y la vida de los enfermos y de sus familias. Debemos escucharos”.

Y podía haber mejorado la calidad de vida de los enfermos de  ELA, poniendo simplemente a su disposición los consabidos cuidados paliativos, mientras aparece algún otro remedio eficaz contra esa grave enfermedad. Por lo que se ve, prefiere ayudarles, ofreciéndoles directamente, ahí es nada, la dichosa eutanasia.

Está visto,  que Pedro Sánchez tiene cierta querencia por las defunciones. Por lo tanto, aunque no le guste, vamos a tener que darle el pomposo título de sepulturero mayor del reino.

 

Gijón, 13 de enero de 2021

 

José Luis Valladares Fernández


sábado, 16 de enero de 2021

POR PRESUMIR QUE NO QUEDE

 

 

En el terrible atentado del 11 de marzo de 2004, que despanzurró cuatro trenes de la red de Cercanías de Madrid, hubo más de 190 muertos y más de 2.000 heridos, muchos de ellos sumamente graves. Y ni los medios de comunicación de titularidad pública, ni los que administra directamente la izquierda española encontraron obstáculos para publicar aquellas deprimentes escenas. Y todos los españoles pudimos ver imágenes en directo de las 43 víctimas mortales del luctuoso accidente del Metro de Valencia, que se produjo el 3 de julio de 2006.

Pasó exactamente lo mismo con las retransmisiones sobre el tren Alvia, que descarriló, por exceso de velocidad, el 24 de julio de 2013, en las afueras de Santiago. Y volvió a repetirse la misma historia en otro siniestro importante, que tuvo lugar el 3 de octubre de ese mismo año. Tanto la televisión pública, como las otras televisiones, que siguen ciegamente las consignas del Gobierno de turno, mostraron sin dificultad alguna, la impactante vista de casi 300 féretros, con los restos de los inmigrantes que murieron ahogados en el mar, cuando intentaban llegar a la isla de Lampedusa.

Y por lo que parece, tampoco han tenido problemas esos mismos medios televisivos en proporcionarnos imágenes de salas italianas, completamente repletas de ataúdes con víctimas del Covid-19. Y muy ufanos publican fotografías de las fosas comunes a las que tienen que recurrir necesariamente en Nueva York y en Brasil, por el número tan elevado de muertes que allí se producen, por culpa del coronavirus. En España, sin embargo, no tenemos semejantes problemas, ya que en algo tiene que notarse la supuesta maestría y destreza del ñiquiñaque que dirige nuestros destinos. Y cuando los tenemos, procuramos ocultarlos con todo cuidado.

Y sin ir más lejos, también tenemos nosotros imágenes espeluznantes, como es el caso de las habitaciones convertidas en morgues, repletas de bolsas con cadáveres, porque los empleados de las funerarias no daban abasto a retirar a todos los que morían diariamente en los hospitales y en las residencias de ancianos. Pero ni los medios públicos, ni los afines al Gobierno dejaron constancia de esas deprimentes informaciones. Tampoco mostraron jamás las impactantes imágenes de los 800 féretros, que llenaban  el Palacio de Hielo de Madrid, mientras esperaban el momento oportuno de su inhumación, o de ser entregados a sus familiares.

Hay que tener en cuenta, que Pedro Sánchez no ha dicho una verdad en su vida. Pero le gusta presumir y suele pavonearse  de su planta y de su excelsa figura. Así que, al llegar a la presidencia del Gobierno, institucionalizó la mentira y, como no podía ser menos, institucionalizó también el engreimiento y la jactancia. Quería darse el gustazo de satisfacer sus viejos sueños, vanagloriándose  hasta de lo que hace rematadamente mal.

Y como esos medios de comunicación viven opíparamente a costa de las subvenciones  y de los subsidios gubernamentales, aceptan sin discusión alguna, hasta las chuscadas más absurdas de semejante personaje. Y mira por dónde, ahora se le ha ocurrido hacernos ver que, gracias a sus desvelos y servicios, los españoles somos unos privilegiados, y vamos muy por delante de los demás países, cuando la realidad es muy distinta. Con semejante aventurero al frente del Gobierno, estamos condenados desgraciadamente a caminar en el furgón de cola.

Y presume a todo trapo, faltaría más, de la admirable gestión que está haciendo de la pandemia que padecemos. Y se esfuerza por aparentar que, en España, gracias a sus ímprobos esfuerzos, estamos haciendo más PCR y más test rápidos que en  ningún otro país. Y como gestionamos correctamente esa terrible epidemia, reducimos significativamente los contagios y, como es lógico, las defunciones por culpa del Covid-19.

Claro que, para dar el camelo, y seguir aparentando que competimos estadísticamente con cualquier otro país, tenemos que ocultar una buena cantidad de los fallecimientos que se producen por culpa del coronavirus. Y eso, al atrevido Pedro Sánchez se le da muy bien. Así que, con la bendición de la prensa amiga y de sus más fieles lacayos, se mantuvo en sus trece y  afirmó complacidamente que, a lo largo del año 2020, solo habían muerto en España 50.837 personas, por ese maldito coronavirus.

Se trata, claro está, de un dato radicalmente falso, que no se lo cree ni el propio presidente del Gobierno, ni por supuesto, ninguno de sus compañeros de viaje. Es totalmente imposible que haya alguien, que gane a Pedro Sánchez a mentir. A su lado, el mismo Paul Joseph Goebbels no era nada más que una simple hermanita de la caridad o, como mucho, un simple aprendiz de brujo. Si nos atenemos a lo que dicen otras fuentes, bastante más fiables que las auspiciadas por el Gobierno, entre las que están el Instituto Nacional de Estadística (INE)  y el Instituto de Salud Carlos III, el virus habría provocado en torno a los 80.000 muertos.

Y si nos hacemos caso de los datos que ofrece el Instituto Nacional de la Seguridad Social (INSS), contamos con otro dato muy significativo, que no tiene nada que ver con lo que se dice desde el Gobierno. Según esta información, tenemos que admitir que, en el año 2020, causaron baja como beneficiarios aproximadamente unos 70.000 jubilados más que a lo largo de todo el año 2019. Y el informe de pensiones del INSS puntualiza más detalladamente ese mismo dato, reflejando que, de enero a noviembre de 2020 han "causado baja", en la Seguridad Social, un 14,6% más de pensionistas que en el año anterior.

De todos modos, hay que recordar al oportunista Pedro Sánchez, que gobierna en comandita con el intrigante Pablo Iglesias, que su mala gestión no se limita exclusivamente a la pandemia. Se extiende también a otras áreas, como la economía, al Estado de bienestar y está haciendo añicos hasta la reputación que teníamos ante los demás foros mundiales. Está visto que pulveriza y hunde, sin remedio, todo lo que toca.

Es realmente evidente que, con la llegada de Pedro Sánchez a La Moncloa, comenzamos a perder peso en las diversas organizaciones internacionales. Queda fuera de toda duda, que España ocupa una posición estratégica de primer orden en el Mediterráneo, para controlar la entrada del yihadismo en Europa. Y sin embargo, en  la última cumbre de la Alianza Atlántica (OTAN), no se contó con ningún responsable español. Y eso que fue convocada precisamente para debatir temas tan importantes y básicos, como el terrorismo de los suníes y las mafias de la inmigración subsahariana.

Llama poderosamente la atención que España ocupe el séptimo lugar como contribuyente económico de la OTAN, y no haya ni rastro de españoles en el comité técnico, que se encarga de configurar la estructura militar de esa organización. Y de hecho, en el Informe OTAN 2030, que elaboró dicho comité, que yo sepa, tampoco existe la más mínima referencia a España. Y esto es algo incomprensible, porque en ese informe se estudia detenidamente la manera de controlar las entradas de inmigrantes en Europa y, como no podía ser menos, el modo de combatir la yihad sunita.

Y lo que son las cosas, hasta el mismo Pedro Sánchez está sufriendo las consecuencias de que España haya perdido gancho y peso internacional. Nada más conocerse la victoria de Joe Biden en las elecciones de Estados Unidos, el presidente Sánchez, que vio el cielo abierto y una ocasión de oro para conseguir una foto histórica del momento, escribió inmediatamente en las redes sociales su efusiva felicitación: “el pueblo americano ha elegido a su 46 Presidente. Felicidades Joe Biden y Kamala Harris. Os deseamos suerte. Estamos preparados para cooperar con los EEUU y hacer frente juntos a los grandes retos globales”.

Y exultante de alegría, sin esperar a más, encarga a la ministra de Exteriores, Arancha González Laya, que inicie rápidamente los trámites necesarios para realizar un contacto directo con Biden. Al vanidoso  Pedro Sánchez le valía incluso una simple conversación telefónica. El contenido era lo de menos. Lo que de verdad le importaba era el contacto en sí, para que los medios de comunicación españoles se hicieran eco de esa circunstancia y lo difundieran públicamente hasta la saciedad. Pero al presidente electo norteamericano no le debe gustar mucho el aspecto socialcomunista de nuestro Gobierno, y no se da ni por enterado.

En vista del ninguneo internacional al que estamos fatídicamente sometidos a nivel mundial, el presidente Sánchez, para seguir presumiendo y no perder  los halagos y el agasajo de la propia plebe, se dedica a organizar actos de propaganda, poniendo de relieve únicamente las cosas de andar por casa. Ya vimos cómo aprovechó, con semejante fin, hasta la entrada en España de la vacuna contra el coronavirus.

Todos pudimos ver imágenes del camión que transportaba las primeras dosis de esa vacuna, debidamente escoltado por la Guardia Civil. Y como era de esperar, procuraron que la llegada de esa mercancía al almacén de Cabanillas del Campo, en Guadalajara, fuera francamente apoteósica. Y allí vimos como daban la nota, pegando solemnemente el logotipo institucional del Gobierno, de un tamaño tan grande, que casi tapaba la bandera de la Unión Europea, que era quien, en realidad, había negociado y gestionado la compra de esas vacunas. Ningún otro país se molestó en organizar ese tipo de zarandajas.

 

Gijón, 9 de enero de 2021

 

José Luis Valladares Fernández

sábado, 9 de enero de 2021

LOS VAIVENES DE LA ECONOMIA EN LA DEMOCRACIA ESPAÑOLA

 



 2.-La evolución de la economía entre marzo de 2004 y enero de 2021

        Si nos atenemos a las circunstancias, podemos decir que José Luis Rodríguez Zapatero llegó a La Moncloa, a bordo de unos trenes despanzurrados en el terrible atentado que se produjo tres días antes de las elecciones generales del 14 de marzo de 2004.  Aunque no andaba muy sobrado de luces, Zapatero ganó esas elecciones, por sorpresa y contra todo pronóstico, por la manipulación que se hizo interesadamente de aquel sangriento atentado, que aún tiene varias incógnitas por aclarar.

Con la llegada de Rodríguez Zapatero a la presidencia del Gobierno, se abrió una etapa de dogmatismo ideológico, que devolvió al PSOE a su pasado más cutre. Se trataba de reescribir la historia, para quitar validez a la meritoria Transición española de los años 70, y devolver el honor y la dignidad moral a los del bando opuesto al franquismo. Con la mascarada de su ‘Memoria Histórica’, Zapatero buscaba infatigablemente que, después de tantos años, ganaran aquella guerra los que la perdieron entonces y huyeron al exilio, llevándose las pocas riquezas que aún quedaban a los españoles.

No cabe duda que Rodríguez Zapatero recibió una herencia bastante aceptable, que no supo aprovechar. Se encontró aproximadamente con unos 2.227.000 parados. Pero al cabo de pocos años, cuando se vio obligado a marchar de La Moncloa, ya tenía un total de 4.910.200 desempleados, el 21,4% de la población activa.

Durante los tres primeros años vivió de las rentas, porque las reservas que le dejó José María Aznar cubrían enteramente sus necesidades. Y como se dejaba llevar por la inercia del crecimiento heredado, hasta daba la impresión que se había olvidado del intervencionismo típico de los socialistas. Pero a mediados del año 2007, cuando nadie lo esperaba, estalló la famosa crisis de las hipotecas basura en Estados Unidos que llenó de incertidumbre a las demás economías mundiales, incluida la española.

Fue entonces, cuando aparecieron los primeros problemas que Zapatero intentó solucionar incrementando disparatadamente el gasto público, pasando en ese ejercicio de un superávit de casi 2 puntos sobre el PIB, a un preocupante déficit del 4,4%. Pero esto no era nada más que el principio del desaguisado económico. En 2009, el déficit se volvió a disparar, y subió hasta el 11,1% del PIB. Y el Gobierno desnortado de Rodríguez Zapatero, trató de remediar el problema, con un aumento disparatado de la presión fiscal, que alcanzaba los 15.000 millones de euros.

Y en mayo de 2010, cuando España estaba al borde del rescate financiero, Zapatero se ve obligado a realizar el mayor recorte del gasto social de la Democracia. Obligado por las circunstancias y por los ‘hombres de negro’ de Bruselas, bajó el sueldo de los funcionarios un 5% y congeló inopinadamente las pensiones.

Cuando Zapatero abandonó el poder, dejaba una deuda totalmente envenenada a su sucesor. Además de los datos negativos que ya conocemos, el endeudamiento de España estaba ya en el 69,5% del PIB. Y en esa deuda de 734.530 millones de euros, quedaban fielmente reflejados, entre otros, los gastos absurdos de la chiquillada del cheque  de los 400 euros y el Plan E. Y para quitar hierro en el traspaso de poderes, Zapatero aseguró al PP que quedaba un déficit del 6%. No le dijo, en cambio, que dejaba más de 35.000 millones en facturas sin contabilizar, que elevaba ese déficit, al menos, hasta un 9,6%.

En las elecciones generales del 20 de noviembre de 2011, Mariano Rajoy logra una mayoría absoluta considerable. Y es absolutamente normal que sucediera así, ya que los ciudadanos estaban hasta la coronilla de las ‘jaimitadas’ de Rodríguez Zapatero y el líder del Partido Popular accedía a aquellos comicios con un programa muy completo y atrayente.

En primer lugar, Rajoy se comprometía explícitamente a no subir los impuestos. Intentaría solucionar el problema, reduciendo los gastos públicos para que haya menos paro y más  crecimiento. Para mantener el Estado del Bienestar, procuraría reducir el tamaño del sector público, eliminando empresas y fundaciones inútiles, para mantener intactos todos los servicios básicos. Y además de otras promesas, promulgaría una Ley de Estabilidad para controlar las cuentas de las Comunidades Autónomas. Y más importante aún, mantener el poder adquisitivo de las pensiones era una línea roja, que no traspasarían jamás.

Pero se da la circunstancia que Mariano Rajoy, no sé si por decisión propia, o por imposición de la logia de turno,  se olvidó muy pronto de sus promesas electorales y, nada más llegar al Gobierno, subió el IRPF y simultáneamente, subió también el Impuesto de Bienes Inmuebles (IBI). Y posteriormente incrementó también el IVA Y en vez actualizar las pensiones con arreglo al 2,9%, que fue la tasa de inflación de 2011, estableció el copago, que obligaba a los pensionistas a pagar el 10% del coste de sus medicamentos. Y no paró ahí, ya que se tragó todas las leyes ideológicas, promulgadas por Rodríguez Zapatero.

Y en diciembre de 2015, cuando se celebraron las siguientes elecciones, los ciudadanos pasaron la correspondiente factura a Mariano Rajoy, por el incumplimiento de sus promesas solemnes. Y pasó lo que tenía que pasar, los 186 diputados anteriores quedaron reducidos a solo 123 escaños. En esas circunstancias es absolutamente normal que se encontrara con cantidad de  complicaciones graves para formar Gobierno.

En cuanto al resultado económico de su gestión al frente del Gobierno, hay que decir que, en 2011 el Producto Interior Bruto (PIB) cayó hasta el 1%. Y en 2012, que fue el año del rescate de la banca, se desplomó hasta el 2,9%. A partir de 2015, el PIB se fue recuperando paulatinamente, alcanzando en 2018 una tasa interanual de  crecimiento del 3%.

No tuvo Mariano Rajoy la misma suerte con la deuda pública, que seguiría incrementándose gradualmente hasta llegar, en 2014,  al 100% del PIB. A partir de entonces comenzaría a mejorar ligeramente, para quedar en 2018 en el 98,30% del PIB, lo que supone una deuda astronómica de 1,140.000 billones de euros, que heredará y empeorará aún más el sabiondo y entrometido Pedro Sánchez.

Cuando Mariano Rajoy llegó al Gobierno, se encontró con una tasa de paro del 21,4%. Y esa tasa de paro siguió escalando puestos, hasta llegar al 26,1% en el año 2013. En esa fecha, ningún país de la Unión Europea, tenía tantos desempleados como España. Llegamos a superar holgadamente a Grecia, que ya es decir.

Esa situación tan dramática comenzó a mejorar progresivamente, tras la reforma laboral introducida por Rajoy, que ha sido criticada y puesta en entredicho por el infortunado dúo gubernamental, formado por la imprevisible pareja de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias. El caso es que, en junio de 2018, cuando Rajoy es obligado a salir de La Moncloa, la cifra de parados sumaba un total de 3.252.130, que representaban el 15,28% de la población activa.

En esa fecha, el intruso y atrevido Pedro Sánchez presentó una moción de censura al Gobierno de Mariano Rajoy. Y justificó ese hecho en la sentencia parcial contra la trama Gürtel, retorciendo torticeramente la condena, para incluir entre los culpados al propio Partido Popular. En esa ocasión, el secretario general del PSOE consiguió lo que no le dejaron hacer los barones socialistas en octubre de 2016: pactar con lo más granado de los enemigos declarados de España. Se alió con los comunistas de Unidas Podemos, con los independentistas catalanes, con el PNV y, vaya por Dios, hasta con los proetarras de Bildu.

Estamos, por lo tanto, ante una moción de censura tramposa, utilizada irregularmente para apartar a Mariano Rajoy del poder, porque no cumplía los requisitos más elementales, requeridos por nuestra Constitución. Esa moción de censura debería ser constructiva, pero Sánchez llegaba sin un programa político de Gobierno y, al no contar nada más que con ochenta y cuatro diputados propios, carecía también de una mayoría suficiente para desarrollar ese programa. No tenía nada más que unas ganas locas de llegar a La Moncloa, para dar alas a su enorme y enfermiza egolatría.

El pecado mayor de Pedro Sánchez es, creo yo, la vanidad, la presunción y, por supuesto, la envidia. Y aunque no anda muy sobrado de luces, va de divo por la vida. Se ha endiosado tanto, que presume insolentemente de su planta y hasta de su sombra y le produce una terrible dentera que el rey Felipe VI disfrute de los oropeles  y de los ornatos que proporciona el ser jefe del Estado.

Y son los españolitos de a pie los que pagan inocentemente el pato de las medidas osadas que toma un presidente del Gobierno tan intervencionista y radical como Pedro Sánchez. Como no tenía otra manera de hacerlo, recurrió al consabido Real Decreto Ley, que criticaba anteriormente, para recuperar las ayudas a los parados de larga duración y para subir el salario mínimo un 22,3%, cuando solo llevaba medio año al frente del Gobierno. Y todo sin comprobar si había dinero bastante para semejantes dispendios.

Lo primero que hace es elaborar unos Presupuestos Generales del Estado (PGE) para 2019, que fueron oportunamente devueltos al Gobierno, porque contemplaban una subida de impuestos alarmante y un incremento exponencial del gasto, que rondaba los 7.000 millones de euros.  Y a la vez disparaba exageradamente  los objetivos de déficit y de deuda. No sé de dónde pensaría sacar el dinero para mantener el equilibrio presupuestario, porque con los impuestos sería poco menos que imposible llegar a cubrir esa millonada de gastos.

El rechazo, por parte del Congreso de los Diputados, del presupuesto propuesto para el año 2019, llevó al presidente Sánchez a convocar unas elecciones generales anticipadas, que se celebraron el 28 de abril de 2019. En estos comicios, es verdad, el PSOE pasó de 84 diputados a contar con 123 escaños. Así que Pedro Sánchez, para ser investido presidente del Gobierno, necesitaba contar con el apoyo de otras fuerza políticas.

Y al no contar con los votos de Unidas Podemos que, por lo visto, eran sus “socios preferentes”, fue preciso volver a repetir las elecciones. Y ese nuevo proceso electoral tuvo lugar el 10 de noviembre de 2019. Pero los resultados, aparentemente al menos, no aclararon la situación en absoluto, ya que volvió a ganar el PSOE, pero perdiendo tres escaños con respecto a las pasadas elecciones del 28 de abril.

Pero el envanecido Pedro Sánchez, que no estaba dispuesto a abandonar La Moncloa,  aceptó sin más todas las condiciones que imponía el incorregible guerrillero Pablo Iglesias. Y aunque conocía sobradamente, según sus propias palabras, que con una persona cercana al líder de Podemos en los ministerios “no dormiría tranquilo”, accedió a formar un Gobierno de coalición. Y mira por donde, además de dar un ministerio al propio Pablo Iglesias, le entrega la ‘vicepresidencia segunda’ del Gobierno y nombra también ministra a Irene Montero, que es la compañera sentimental de Iglesias.

El programa económico de este Gobierno de coalición se radicaliza hasta extremos verdaderamente graves. Recupera la subida de impuestos de los PGE de 2019, que habían sido rechazados. Y no contentos con semejante desafuero, hablan de derogar la reforma laboral de Mariano Rajoy, que dio tan buenos resultados para mejorar las estadísticas del paro.

Quieren también subir artificialmente el salario mínimo, lo que es letal sobre todo para las pymes y para los autónomos, ya que así da lugar a una disminución notable de la demanda empresarial, que se traducirá en un aumento considerable del desempleo. Y no cabe la menor duda que esa vuelta acelerada al intervencionismo radical influirá contundentemente en la desaceleración o agotamiento del crecimiento económico y, por lo tanto, en la destrucción  de puestos de trabajo.

En 2017, por ejemplo, estuvimos creciendo al 2,9%, para bajar rápidamente al 2,4% en 2018 y al 2% en 2019. Al finalizar 2019, Pedro Sánchez  ya tenía 1.723 parados más, que cuando llegó al Gobierno. Pero esto no es más que el principio del desastre que se avecina. Y la peor parte, que le vamos a hacer, se la van a llevar los autónomos que, en esa misma fecha, ya habían desaparecido nada menos que 10.279 de las listas de la Seguridad Social.

Sin ir más lejos, al finalizar 2020, el paro registrado en las oficinas de Empleo ya alcanzaba la escalofriante cifra de 3.888.137 parados, más de 630.000 más de los que le dejó Mariano Rajoy. Y no podemos olvidar que, en esa fecha, había 755.613 personas incluidas en las listas de los Expedientes de Regulación Temporal de Empleo (ERTE). Y muchos de los trabajadores que ahora están cobijados en los ERTE, como consecuencia de la asfixia que padecen las empresas, terminarán pasando lamentablemente a engrosar los ERE.

Algo muy parecido está pasando con la deuda pública. Cuando Pedro Sánchez era el único responsable del Gobierno, la deuda venía creciendo diariamente una media de 105,99 millones de euros.  Pero desde que se asoció con el del moño, la deuda crece a un ritmo de unos 168,20 millones por día.

Y la situación seguirá agravándose, porque a la vez  que crece exponencialmente el gasto, también cae en picado la recaudación y se produce un descenso importante del PIB. Dependiendo de la intensidad que alcance el movimiento del déficit y del PIB, es casi seguro que la deuda española termine, a finales de 2020, termine entre el 115% y el 125% del PIB. De hecho, el gobernador del Banco de España pronostica que terminaremos este ejercicio en el 128,7%, y afirma que, de seguir así las cosas, es muy posible que, a finales de 2021, superemos el 130% del PIB.

Es sabido que Pedro Sánchez, arropado por sus disciplinados polizontes, achaca el cataclismo que sufre nuestra economía a la pandemia, por culpa de las restricciones de movimientos, el cierre de fronteras, las limitaciones comerciales y el cierre de los centros de ocio, para frenar la propagación del coronavirus. Y es verdad que todas estas medidas restrictivas han tenido un impacto notable en la marcha de la economía española.

Pero el verdadero culpable de la situación económica que  atravesamos es el propio presidente del Gobierno, que ha hecho una gestión desastrosa de esa epidemia. Presume mucho, pero en porcentajes, tenemos más contagiados y más muertos que nadie y una destrucción de riqueza que hace historia. Está visto que, para desarrollar satisfactoriamente su papel de gobernante necesita más luces y, sobre todo, le sobra arrogancia y soberbia.

 

Gijón, 28 de diciembre de 2020

 

José Luis Valladares Fernández

sábado, 2 de enero de 2021

LOS VAIVENES DE LA ECONOMÍA EN LA DEMOCRACIA ESPAÑOLA

 


1.-La evolución de la economía entre julio de 1976 y marzo de 2004

 

Nos guste, o no nos guste, son muchos los factores que intervienen decisivamente en la marcha de la economía. El resultado económico final, cómo no, estará siempre condicionado por los bienes y servicios que destinamos a satisfacer todas nuestras necesidades, como es el caso de los recursos naturales que nos dan la tierra, el trabajo y, por supuesto, el capital.

Todos esos medios, es verdad, son ciertamente muy importantes para alcanzar los objetivos previstos, pero no son tan determinantes, ni tan transcendentales como el tipo de Gobierno que tengamos. Y desde que se instauró la democracia en España, faltaría más, ya hemos tenido gobiernos liberal-conservadores, gobiernos socialdemócratas y ahora, para nuestra desgracia, estamos padeciendo un Gobierno social-comunista. Y como es evidente, no todos ellos comparten el mismo grado de eficiencia

Por lo que parece, los gobiernos que practican una política liberal-conservadora suelen ser bastante más comedidos y ahorradores que los socialdemócratas. Y no suelen abusar tan desconsideradamente de los ciudadanos que  pagan impuestos. Y esto se traduce, a la vista está, en unos resultados económicos mucho más aceptables que los propiciados por los socialdemócratas. Y no digamos nada de lo que nos espera con el Gobierno social-comunista actual que, según todos los indicios, nos lleva directamente a la ruina.

No podemos olvidar que, con la famosa Transición española, cerramos una etapa de crecimiento espectacular, propiciado por los planes de estabilización y desarrollo, que organizaron Alberto Ullastres, Mariano Navarro Rubio y Laureano López Rodó. De aquella, el crecimiento medio de nuestra economía era del 7,7%, que no estaba nada mal, y un PIB per cápita de 3.193$. Y en 1975 teníamos, ahí es nada, una tasa de paro del 3,7%, con un total de 600.000 parados, que entonces parecía una cantidad francamente desmesurada.

Hay que tener en cuenta que, el 6 de octubre de 1973, Egipto y Siria aprovechan una de las fiestas religiosas judías más importantes, el Yom Kippur o Día de la Expiación, para lanzar un ataque por sorpresa contra Israel. Y todo porque los israelitas se negaron a devolver los altos del Golán a Siria y la península del Sinaí a Egipto, territorios que habían ocupados en la guerra de 1967. Por culpa de este conflicto árabe-israelí, el precio del petróleo sube espectacularmente, provocando una crisis energética mundial inesperada, que da lugar a una elevada inflación, incrementa el paro y acaba con cualquier posibilidad de crecimiento económico.

Por culpa de esta crisis petrolera, aumentó considerablemente la dependencia exterior de la economía española. Y para complicar aún más nuestra situación, disminuyeron drásticamente las inversiones extranjeras, comenzaron a retornar los emigrantes españoles y empezaron a  evaporarse, poco a poco, las llegadas masivas de turistas extranjeros, menguando así las divisas que aportaban estos visitantes.

Así las cosas, llega julio de 1976 y Adolfo Suárez González es nombrado presidente del Gobierno por el rey Juan Carlos I. El nuevo presidente, con la ayuda inestimable de Torcuato Fernández Miranda, comienza inmediatamente a desmantelar las estructuras del régimen franquista, para poner en marcha la llamada Transición española. Contaba con el apoyo de un gran número de políticos, entre los que había ‘falangistas conversos’, cantidad de socialdemócratas y muchos liberales y democristianos, que terminarían formando el partido de coalición Unión de Centro Democrático (UCD).

Las primeras elecciones generales libres, que abren el nuevo período democrático, se celebraron el 15 de junio de 1977. Y las ganó, claro está, la UCD, de Adolfo Suárez. Y al tratarse de una legislatura constituyente, las nuevas Cortes aprobaron la Constitución, que refrendaría ampliamente el pueblo español el 6 de diciembre de 1978.

Cuando Adolfo Suárez se hizo cargo del Gobierno, tras las elecciones de 1977, tuvo que hacer frente a cantidad de problemas políticos y sociales, una buena parte de ellos derivados del cambio de régimen. Y el resto, por culpa de la larga crisis energética, que puso fin inesperadamente al período de expansión económica, que se había abierto con los viejos planes de estabilización y desarrollo de 1959.

Para acabar con esa serie de dificultades, tan letales para nuestra economía, el 25 de octubre de 1977, Adolfo Suarez y los principales partidos del arco parlamentario firmaron los famosos Pactos de La Moncloa. Con estos pactos, intentaban estabilizar debidamente la Transición Democrática para frenar la vertiginosa subida de la inflación acumulada que llegaba al 47%. También buscaban incrementar la renta per cápita que, de aquella, era un 20% inferior a la media europea. Y tampoco podían olvidarse de la preocupante evolución del paro.

Con los  Pactos de La Moncloa, mejoró en parte nuestra situación económica. En 1977, la subida del PIB alcanzó el 2,8%, y la tasa de inflación quedó fijada en un IPC del 24,53%. Finalizamos 1980, en términos reales, con un crecimiento del producto interior bruto del 1,7%, y con un PIB per cápita de 4227$. Pero Adolfo Suárez, no fue capaz de controlar el paro, que crecía precipitadamente por el retorno continuo de emigrantes españoles.  En 1980, el paro rondaba ya el 13,5%, alcanzando la escalofriante cifra de 1.741.000 parados.

Es preciso reconocer, que Adolfo Suárez se encontró con auténticas dificultades que lastraban irremediablemente su gestión al frente del Gobierno. Además de ser esa la etapa más tétrica de la banda terrorista de ETA, no tardaron mucho en aparecer los problemas políticos que originaba su propio partido. No olvidemos que la UCD se formó muy de prisa y con fines puramente electorales, con monárquicos, tradicionalistas y franquistas, con liberales, conservadores y socialdemócratas. Y al haber intereses contrapuestos entre unos y otros, no tardaron mucho en aflorar toda clase de contradicciones  y enfrentamientos.

A parte de la división interna de su propio partido, Adolfo Suárez tuvo que afrontar la moción de censura presentada por el PSOE y la reclamación de Andalucía para acceder a la Autonomía por la vía rápida, como Cataluña, el País Vasco y Galicia. Se vio obligado igualmente a lidiar el descontento del Ejército, porque la izquierda exigía que se reconocieran los grados y las pensiones de los militares republicanos. Y sin más remilgos, presentó su dimisión el 29 de enero de 1981. Le sucedió en el cargo Leopoldo Calvo Sotelo, que era el vicepresidente de Asuntos Económicos.

La estancia de Leopoldo Calvo Sotelo al frente del Gobierno fue más bien corta, ya que no llegó a completar ni los dos años. Pero lo que tuvo de breve, lo tuvo de complicada, porque estuvo llena de incidentes lo suficientemente graves para enturbiar la situación social de los españoles. El primer percance ocurrió el 23 de febrero, durante la segunda votación de su investidura como presidente del Gobierno, con el asalto al Congreso de los Diputados del teniente coronel Antonio Tejero, al frente de un grupo de guardias civiles.

Cuando Calvo Sotelo no llevaba nada más que dos meses al frente del Gobierno, nos encontramos con el escándalo del aceite de colza desnaturalizado. El primer caso apareció el 1 de mayo de 1981, y afectó  a más de 20.000 personas, produciendo lamentablemente unas 1.100 defunciones.

Y el 2 de octubre de 1982, cuando ya estaban convocadas las elecciones generales del 28 de ese mismo mes, el Gobierno de Leopoldo Calvo Sotelo tiene que intervenir necesariamente en el desmantelamiento de otro golpe de Estado, que estaba fijado para el 27de ese mismo mes. Este golpe de Estado estaba bastante mejor preparado  que el del 23F, y lo estaban organizando los coroneles de artillería Luis Muñoz  Gutiérrez, Jesús Crespo Cuspinera y el teniente coronel José Crespo Cuspinera. Y al parecer, había cierto grado de complicidad con el teniente general Jaime Milans del Bosch.

Durante el mandato de Leopoldo Calvo Sotelo, se produjo una nueva subida del precio del petróleo, acentuando aún más la gravedad de la recesión y estancamiento de nuestra tambaleante economía. Como no podía ser menos, volvió a subir la inflación y la tasa del déficit público paso del 1,1%, nada menos que al 5,5%. Pasó algo muy parecido con el desempleo, que se disparó hasta el 17,06%, dejando exactamente 2.234.800 parados, cuando cesó en el cargo tras las elecciones generales del 28 de octubre de 1982.

La era de Felipe González Márquez comenzó el 1 de diciembre de 1982, jurando el cargo de presidente del Gobierno ante el rey Juan Carlos I. Con la complacencia manifiesta del jefe, los voceros socialistas afirman rotundamente, que fue Felipe González quién, de verdad, introdujo en España el Estado de Bienestar, mejorando así la calidad de vida de la población. Estaría detrás, entre otras cosas, del desarrollo de la clase media y de la puesta en marcha de la Seguridad Social, con todo lo que conlleva. Le deberíamos naturalmente, el haber puesto a vivir a los españoles.

La realidad, sin embargo, es notoriamente muy distinta. Emprende, es verdad, una serie de reformas económicas y laborales, permitiendo  una mayor presencia de los sindicatos en las empresas, flexibilizando la contratación de  trabajadores por parte de las pequeñas y medianas empresas y  ajustando los aumentos salariales al incremento de los precios al consumo. También adelanta la edad de jubilación a los 64 años y permite jubilaciones anticipadas desde los 59 años. Y  ahí se acabaron prácticamente, las alharacas y los demás fuegos florales.

Es sabido que a los socialistas no se les da muy bien crear puestos de trabajo, sobre todo si son puestos de trabajo productivos. A pesar de todo, y con la intención de ilusionar a sus parroquianos, González lanzó su promesa estrella nada más llegar al Gobierno. Prometió solemnemente, vaya atrevimiento, generar 800.000 nuevos puestos de trabajo. Lo malo es que las palabras, lo mismo que las propuestas, suele llevarlas muy fácilmente  el viento.

Y como era de esperar en tiempos de recesión económica, y más tratándose de un Gobierno socialista, ocurrió finalmente lo que tenía que suceder: los 800.000 nuevos puestos de trabajo, se convirtieron en un millón más de desempleados. Felipe González finalizó su mandato, dejando una tasa de paro del 20,04% de la población activa, que traducido a números reales, alcanzaba la escalofriante suma de 3.500.000 personas sin trabajo.

La herencia que dejó Felipe González a José María Aznar era objetivamente mala, tanto por el número de desempleados, como por los demás resultados económicos. Además del 5,5% de déficit público, dejó también una deuda de 60 billones de las pesetas de entonces  y una Seguridad Social en quiebra. Y para que no faltara nada, se le fue la mano en la presión fiscal, que llegó a alcanzar un 36% claramente abusivo, la corrupción batió retos de escándalo con Filesa, Malesa y Time-Export y, para más inri, coronó la fiesta con la habilitación, por parte del Ministerio del Interior, de los terroristas del GAL.

En marzo de 1996, gana las elecciones José María Aznar López y asume la presidencia del Gobierno el 4 de mayo de ese mismo año. Nada más llegar a La Moncloa, se enfrascó en la liberalización y desregularización de la economía. Completó la faena, recortando cuidadosamente los gastos del Estado y privatizando varias empresas estatales de sectores estratégicos, porque pensaba que era esa la única manera  de recuperar la maltrecha economía, que había recibido de González.

Y la economía, quién lo iba a decir, comenzó a  crecer seguidamente, reduciéndose el déficit público hasta un 0,3%, y el desempleo, vaya sorpresa, no tardó mucho en bajar hasta el 13,6%. Con su nuevo y acertado enfoque de la economía, Aznar ya cerró el año 1997 con una inflación del 1,9%, cumpliendo así con lo establecido en el Tratado de Maastricht para poder participar en la Europa del euro.

Ni que decir tiene que, con José María Aznar, el empleo siguió mejorando imparablemente mientras estuvo al frente del Gobierno, y llegó a crear unos  600.000 nuevos puestos de trabajo. Y ocurrió justamente lo mismo con la economía, de modo que, al finalizar su mandato, estábamos creciendo nada menos que a un 2,6%.

En esa misma fecha, la tasa del paro había bajado hasta el 11,50% de la población activa, ya que el total de desempleados que dejaba Aznar, sumaban algo más de 2.200.000, muy por debajo naturalmente de los 3.500.000 parados, que había heredado de Felipe González. Si nos centrarnos en los que tienen un trabajo, vemos que Aznar se encontró con 12.626.700 ocupados y dejó a su sucesor la friolera de 17.865.800 trabajadores con empleo.

 

Gijón, 26 de diciembre de 2020


José Luis Valladares Fernández