domingo, 30 de agosto de 2020

QUOD NATURA NON DAT....

 


Quod natura non dat, Salmantica non præstat” es un proverbio latino, esculpido en piedra, que podemos leer  cuando accedemos al edificio donde antiguamente estaban las Escuelas Menores de la Universidad de Salamanca. Esa especie de sentencia, atribuida a Miguel de Unamuno, tiene una traducción muy fácil al español: “Lo que la naturaleza no da, Salamanca no lo presta”.

Aunque se trata de una frase, un tanto lapidaria, que suele utilizarse habitualmente para justificar los inevitables fracasos de algunos universitarios, tiene un significado mucho más profundo y nos indica que las personas nacemos ya con un nivel intelectual determinado inamovible. Y no hay nadie que pueda pretender que la Universidad le otorgue, lo que no quiso darle la naturaleza. Esos centros de educación especializada pueden ayudarte, cómo no, a explotar mejor tus cualidades innatas, pero manteniendo siempre invariable tu propia capacidad intelectual.

Y como el pueblo llano es mucho más directo y gráfico que las personas de letras, plasmó esa misma idea en esta locución que suele repetirse frecuentemente: “Salamanca no hace milagros, el que va jumento, no vuelve sabio”. Y es verdad, porque ni la Universidad de Salamanca, ni ninguna otra Universidad, tiene la potestad de hacer milagros. Cada alumno tiene que conformarse necesariamente con los talentos y la inteligencia con que vino al mundo.

Pero no todos piensan de la misma manera. Hay personas tan autosuficientes y tan atrevidas, que discrepan abiertamente de esas conclusiones. Y entre esas personas está, como no podía ser menos, Pedro Sánchez, el doctor ‘cum fraude’ que preside el Gobierno de España. Piensa de sí mismo, que es un superdotado, que está muy por encima de los demás mortales y, en consecuencia, que puede mejorar aún más su pericia y su talento.

El orgullo y la vanidad del presidente del Gobierno, eso sí, no tienen límites. Está tan pagado de sí mismo, que no reconocerá jamás sus múltiples y clamorosas limitaciones. Ha contado siempre, por qué no decirlo, con el auxilio inestimable de algún compañero de viaje que le ha sacado de apuros, ayudándole desinteresadamente hasta redactar incluso su tesis doctoral. No olvidemos que en esa tesis, además de otros plagios llamativos, encontramos también, sin entrecomillar, informes oficiales  del Ministerio de Industria de  Miguel Sebastián.

Y a pesar de todas esas irregularidades, Pedro Sánchez consiguió el doctorado con la calificación máxima, casi sin despeinarse. Sin duda alguna, los miembros del tribunal que lo examinó fueron excesivamente complacientes con él. En un ambiente académico más estricto y exigente, el premio conseguido no habría sido ni tan destacado, ni tan gratificante.

Y no digamos nada del papelón que hubiera hecho en la etapa dorada de la Universidad de Salamanca, cuando regentaban sus cátedras maestros de la talla  de Antonio de Nebrija,  Fray Luis de León o  Francisco de Vitoria. Con toda seguridad, estaría abonado al fracaso y, al no alcanzar el grado de doctor, abandonaría la capilla de Santa Bárbara sigilosamente, saliendo por la puerta de los carros. Se quedaría sin la correspondiente fiesta, y tampoco tendría la satisfacción de pintar su Vítor en las paredes de la Universidad.

Es una pena, pero el presidente del Gobierno que padecemos está tan satisfecho de sí mismo, que no tiene arreglo. Su  desmedido orgullo, su vanidad y su triunfalismo  le mantienen instalado en su guindo y totalmente aislado de la realidad. Su desahogo y  su enorme endiosamiento le incapacitan para gestionar correctamente una situación tan preocupante y peligrosa como la que estamos soportando actualmente, por culpa de la pandemia generada por el Covid-19.

 No podemos esperar, por lo tanto, que Pedro Sánchez reconozca su incompetencia y que asuma de buenas a primeras sus equivocaciones y sus abundantes fallos. Tiene un concepto tan elevado de sí mismo, que piensa que no hay nadie en España que pueda hacerle sombra. Es más, está plenamente convencido, que cuenta siempre con la asistencia de una luz interior que le ayuda en todas sus actuaciones. Y esto, claro está, facilita el acierto, cuando hay que tomar decisiones arriesgadas.

No obstante, siempre cabe la posibilidad de cometer algún error más o menos importante. Y el ínclito líder del PSOE, como no quiere correr ese riesgo, se pone de perfil y rehúye gestionar personalmente cualquiera de las situaciones complicadas que se avecinan. Ahora, por ejemplo, elude hacerse cargo del control de los preocupantes rebrotes del coronavirus y trata de cargar ese muerto a los presidentes de las Comunidades Autónomas. Pretende que sean los presidentes autonómicos los que asuman esa responsabilidad y solucionen correctamente el problema que nos afecta.

Si los responsables de las distintas Autonomías logran contener eficazmente los rebrotes del Covid-19, el presidente del Gobierno se colocaría, sin más, al frente de la manifestación, para recibir las felicitaciones y los parabienes del acierto como si fuera propio. Y terminaría hastiándonos con sus discursos triunfalistas.

Si los presidentes autonómicos fracasan  y tenemos que seguir soportando el azote de la pandemia, serán ellos solos los verdaderos culpables. Pero aun así, como no quiere que nadie pueda culparle de una gestión nefasta, volverá a recurrir  a la propaganda, ocultando la realidad. Y como ya ha hecho, continuará  camuflando infectados y muertos para despistar y dar la sensación que todo se está haciendo bien.

Es evidente que Pedro Sánchez se desvive por los agasajos y los aplausos. Por recibir halagos y elogios, es capaz de cualquier cosa, llegando incluso hasta poner en peligro su propia dignidad. Es, ni más ni menos, lo que pasó tras su regreso triunfal de la última cumbre de Bruselas. En esa cumbre, la Comisión Europea habilitó unos fondos, utilizables exclusivamente para aliviar la crisis económica provocada por la pandemia.

En esa cumbre, por supuesto, España no consiguió lo que quería. En primer lugar, el Consejo Europeo se opuso rotundamente a la emisión de la deuda conjunta, o  creación de los ‘coronabonos’ o ‘eurobonos’, que solicitaba el Gobierno español. Pero aún hay más, ya que el importe del paquete concedido a España, no alcanzó la cifra que se esperaba. A pesar de todo, Pedro Sánchez aceptó resignadamente y sin discusión, la cantidad que le ofrecieron.

Hay que reconocer que, en este caso, el presidente Sánchez no influyó en absoluto en los importes asignados a España. Fueron los líderes más influyentes  de Unión Europea los que determinaron esas cantidades. Pero como le gusta destacar, y busca incansablemente la adulación y el cumplido, regresó de la capital de Europa fanfarroneando y alardeando de haber conseguido esa cantidad de dinero, gracias a sus dotes como negociador. Era la mejor manera de preparar el ambiente para ser recibido en olor de multitudes.

Comenzó subrayando la importancia de las ayudas que suministraba la Comisión Europea, para paliar  el problema económico, que había generado el coronavirus. Y llegó a decir que esa ayuda era realmente como “un auténtico plan Marshall”. De los 140.000 millones de euros que correspondían a España, 72.700 millones los recibiría en transferencias, y el resto en préstamos normales. Y aparentando estar lleno de satisfacción, confesó que estábamos ante un “gran acuerdo para Europa y para España”, dando a entender  que se había logrado, faltaría más, gracias a su acertada intervención. Y eso, por supuesto, había que celebrarlo.

Para satisfacer los deseos del presidente del Gobierno, sus ministros decidieron homenajearle,  aplaudiéndole a rabiar y con un pasillo, al llegar a la reunión del Consejo de Ministros del 21 de julio. Y Pedro Sánchez, que era incapaz de ocultar su inmensa satisfacción, respondió también con otro aplauso.

Y la bancada socialista parlamentaria, que da cobijo a lo más granado de los prosélitos del presidente Sánchez, decidió copiar  el bochornoso espectáculo de los aplausos, para repetir esa misma faena festiva en el Congreso de los Diputados. Todos ellos saben perfectamente que nos enfrentamos a un rescate en toda regla y que tendremos que renunciar a muchas cosas para comenzar a recibir esas ayudas económicas. Pero eso es lo de menos, ya que, de momento, prima la consigna  de lisonjear al Jefe.

Así que el 29 de julio, ocho días después que los ministros,  los parlamentarios socialistas organizaron su propio festival de aplausos para adular y lisonjear también al presidente del Gobierno. Para montar ese sarao absurdo, asistieron al pleno de ese día todos los  diputados socialistas, incumpliendo flagrantemente la distancia de seguridad de al menos 2 metros entre persona y persona, y saltándose todas las normas que se especifican en el Plan de Contingencia contra el Covid-19,  que aprobó  la Mesa de la Cámara Baja el pasado 12 de mayo.

No cabe duda, que todos esos acólitos incondicionales de Pedro Sánchez serían mucho más comedidos si siguieran las recomendaciones que hace Hamlet a los cómicos en el Acto III, al principio de la Escena II. Además de exigirles cierta discreción, les ruega  que acomoden “la acción a la palabra y la palabra a la acción, cuidando especialmente de no traspasar los límites de la natural moderación”. De momento, es verdad, no pasa nada. La frustración llegará naturalmente cuando la Comisión Europea nos obligue a realizar reformas que afecten directamente al bolsillo de los españoles. Y ese problema no hay manera de arreglarlo con aplausos.         

Gijón, 29 de agosto de 2020

 José Luis Valladares Fernández