viernes, 30 de agosto de 2013

LA CORRUPCIÓN A DEBATE

Es cierto que la corrupción afecta de manera inmisericorde a toda la clase política Pero no nos engañemos, no es un problema exclusivo de los partidos políticos y, menos aún, de un partido determinado. El mal es mucho más profundo y golpea peligrosamente a toda la sociedad española. Unos porque la practican profusamente, como los políticos, y otros porque la toleran y, si llega el caso, se aprovechan de ella. La casta política, habituada a vivir constantemente del cuento, trata de afianzar su situación política y mejorar lo más posible su situación económica.

Abusar del poder político para conseguir bienes y ventajas ilegítimas con menoscabo manifiesto del bien común o público, es un mal endémico de los pueblos con un desarrollo humano deficiente y poca madurez política. Y en España no abunda precisamente el capital social y tampoco podemos presumir de un desarrollo humano modélico. Y por otro lado, los actos delictivos, derivados de la corrupción política, quedan prácticamente impunes. De ahí que un buen número de políticos, dando muestras evidentes de su falta absoluta de escrúpulos, utilicen desvergonzadamente su función pública en busca de un beneficio personal.

Todos los partidos están saturados de gentes que aspiran a eternizarse en la vida pública y, para conseguirlo, sobornarán y extorsionarán si hace falta,  y no tendrán inconveniente alguno en prevaricar y malversar dinero público con todo descaro para mantenerse indefinidamente en un puesto representativo y oficial. Ay que tener en cuenta que muchos de ellos aterrizaron en política por enchufe, o saliendo directamente de las juventudes de cada partido, pero siempre, claro está, sin experiencia laboral alguna en la empresa privada, ni como autónomos.

Como hasta ahora han vivido extraordinariamente bien de la política, sienten verdadero pánico a que se olviden de ellos en próximos procesos electorales y prescindan de sus servicios. Entonces, tendrían que competir duramente con los demás parados para hacerse con un puesto de trabajo en la empresa privada. Para evitar tan lamentable y problemática situación, se arrastrarán vergonzosamente ante los líderes de su partido o de quienes confeccionen las listas electorales, aunque para ello tengan que cometer todo tipo de tropelías. Cualquier cosa menos perder tontamente  la bicoca del disfrute continuado de un cargo público remunerado.

Los partidos políticos, sobre todo los mayoritarios y los que tienen posibilidades de llegar al Gobierno, prometen, un día sí y otro también, que van a luchar denodadamente contra la corrupción para regenerar la vida pública. Pero hasta ahora, ni socialistas ni populares han ido más allá de las palabras y de una simple declaración de buenas intenciones. Y aunque unos y otros tienen mucho qué tapar y mucho de qué arrepentirse, se empeñan absurdamente en pregonar que son los otros, los del partido adversario, y no ellos, los que deben entonar el correspondiente “mea culpa”. Y así no vamos a ninguna parte.

Hay que tener en cuenta que las prácticas de corrupción se desatan y crecen a medida que aumentan  los intereses de los grupos políticos. Y cuando la corrupción se dispara y se generaliza, como está sucediendo últimamente en España, las instituciones se tambalean con los escándalos y se desestabilizan peligrosamente perdiendo, como es lógico, toda su credibilidad y hasta su eficiencia. Y si no se remedia a tiempo el problema, la red clientelar corrupta adquirirá proporciones enormes y terminará desmandándose y poniendo en grave peligro hasta el mismo sistema político.


Y en España, la corrupción  ya ha alcanzado desgraciadamente ese grado peligroso  de proliferación, y es toda la sociedad española la que, poco a poco, se ha ido contaminando y ha comenzado ya a pagar las consecuencias. Los casos de corrupción desvelados últimamente en España demuestran fehacientemente que los políticos no han sabido, o no han querido frenar a tiempo los casos flagrantes de corrupción. Es evidente, al menos, que su lucha contra el fraude organizado y el abuso de poder desde la función pública ha resultado insuficiente.

Si atendemos al importe defraudado y a la procedencia y destino de ese dinero, el escándalo más grave es el de los ERE andaluces, en el que están implicados altos cargos del PSOE y de las centrales sindicales. El dinero escamoteado a los parados ronda los 1.000 millones de euros, y no son cuatro golfos los implicados en este espolio, como afirmó Manuel Chaves. Son muchos más. De momento, ya pasan ampliamente del centenar los imputados por la juez Ayala y todos ellos desempeñaban importantes cargos políticos en La Junta de Andalucía o en el partido socialista.

También es extremadamente preocupante el “caso Bárcenas”, que ha dejado al Partido Popular con las vergüenzas al aire y puesto en entredicho incluso la credibilidad del Gobierno. La Justicia deberá aclararnos, lo antes posible, la procedencia del dinero ocultado por Luis Bárcenas en Suiza y el alcance real de las acusaciones que hace de que varios dirigentes populares cobraban presuntamente sobresueldos en dinero negro, lo que implicaría que el Partido Popular llevaba una contabilidad B.

Además de otros muchos casos, tenemos también la trama Gürtel, el caso Campeón, que tanto han dado que hablar por la relevancia de las personas involucradas. No son menos importantes los episodios Pallerols, el Palau de la Música en Cataluña y el protagonizado por la familia Pujol que cuenta con supuestas y jugosas cuentas en Suiza. Todos sus miembros se hicieron millonarios a la sombra del Poder. Estos sucesos han menoscabado gravemente la imagen del nacionalismo catalán.

No es de extrañar que, ante la repetición constante de hechos delictivos como estos o parecidos, los ciudadanos de a pié, los que viven honradamente de su trabajo o de su exigua pensión, comenzaran a sentir cierta animadversión contra la clase política. La corrupción se ha generalizado ya de tal modo, que afecta a todos los partidos políticos de manera directamente proporcional al poder con que cuenta cada uno de ellos, menoscabando de manera muy grave su propia imagen. Y deben afrontar el problema con decisión, si es que quieren de verdad acabar con las peligrosas tramas de corrupción, regenerar la vida pública y recuperar su credibilidad.

Para higienizar nuevamente la vida pública, los dirigentes políticos actuales tienen que cambiar su chip habitual y afrontar la corrupción como lo que es: algo generalizado y que afecta a todos, y no como un problema de otros. Los dirigentes políticos son muy dados a pensar que son siempre los demás partidos, los que se financian irregularmente y los que cometen toda clase de atropellos y arbitrariedades. De ahí que, en vez de ser sinceros consigo mismos, se desgañiten continuamente pidiendo a sus adversarios políticos que sean consecuentes y admitan sin más su culpabilidad. Y les exigen,  claro está, que depuren de manera inmediata las responsabilidades políticas y penales correspondientes.

En teoría, nada mejor que la transparencia y la pulcritud en la gestión administrativa para acabar definitivamente con los reiterados escándalos de corrupción. Y de hecho, cuando llegan las campañas electorales, todos los partidos con posibilidades de llegar al Gobierno se han comprometido, de una u otra manera, a impulsar la llamada Ley de Transparencia. Todos prometen alegremente que protegerán el derecho de los ciudadanos al libre acceso a la información que obra en poder de la Administración y que afecta al destino que se da al dinero público, cómo se gasta y en qué se gasta y quien se beneficia de dicho gasto. Pero, salvo Mariano Rajoy, nadie ha ido más allá de la solemne promesa.

José Luis Rodríguez Zapatero,  en su programa para las elecciones generales de 2004, se comprometió a promulgar una Ley de Transparencia, que impidiera a los políticos  aprovecharse ilegalmente de su cargo público. Pero no se volvió a acordar del tema hasta que no se abrió el proceso electoral para las elecciones generales de 2008. Entonces, lo volvió a prometer, y se volvió a olvidar del compromiso, porque le interesaba a él más que a nadie moverse en la penumbra de esa habitual opacidad.

En las elecciones generales del 20 de noviembre de 2011, Alfredo Pérez Rubalcaba y Mariano Rajoy, que contendían entre sí para alzarse con el triunfo, ambos prometían elaborar una Ley para garantizar la transparencia de las instituciones en su actividad pública. Según Rubalcaba, el Gobierno se encargaría de determinar lo que se podía hacer público y quienes podían conocerlo. El presidente del Partido popular, que arrolló en esas elecciones a Rubalcaba, no olvidó su ofrecimiento y, pocos meses después, en el Consejo de Ministros del 27 de julio de 2012, el Gobierno aprueba el anteproyecto de la Ley de Transparencia y lo remite a las Cortes para su tramitación parlamentaria.

Según el anteproyecto, son muchas las restricciones que se incluyen en el texto, con lo que la Ley de Transparencia queda totalmente descafeinada. Hay instituciones a las que no afecta, como la corona y oculta, además, todo lo referente a “la seguridad nacional, la defensa, las relaciones exteriores, la seguridad pública” y otros muchos casos similares. También se podrá denegar el acceso a cualquier otra información, si la Administración decida previamente que puede derivarse algún tipo de perjuicio para “los intereses económicos y comerciales" , "la política económica y monetaria" o "la protección al medio ambiente".

Mientras dependa del Ejecutivo de turno determinar las informaciones que pueden hacerse públicas, nadie podrá garantizarnos la desaparición total de las habituales tramas de corrupción. Para regenerar la vida pública, hace falta cambiar la Ley electoral y poner fecha de caducidad a los políticos. En todo caso, deben ser los ciudadanos y no las cúpulas de los partidos, los que elijan periódicamente a sus representantes.

Si los políticos se eternizan desempeñando algún cargo público, su contaminación es inevitable y terminarán aprovechándose ilegalmente del puesto que ocupan en beneficio propio, o de sus amigos o familiares. Y son muchos los santones, cuya profesión conocida es la política, que llevan ocupando puestos de representación, al menos, desde la transición, y algunos desde mucho antes. Y completadas dos legislaturas, o como mucho tres, los políticos deben dejar la vida pública y los cargos oficiales, volviendo a su ocupación privada y, sin que su paso por la política le reporte beneficios distintos a los de los demás trabajadores. Esto es algo elemental e ineludible,  si es que queremos acabar definitivamente con las tramas corruptas.

Barrillos de Las Arrimadas, 14 de agosto de 2013


José Luis Valladares Fernández

6 comentarios:

  1. Efectivamente la corrupción no es exclusiva de los partidos, lo que ocurre es que sus dirigentes son los llamados a dar ejemplo al resto de la ciudadanía, deberían ser los espejos donde mirarnos y los capitanes que fueran al frente de la tropa en el avance hacia una mejor sociedad.
    Si el ejemplo que nos dan es que vemos, apaga y vámonos.

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  2. Hola,Jose Luís:
    Buen análisis.
    Y aunque no se puede decir que todos los políticos son corruptos sí podemos decir que muchos están bajo sospecha.
    No sé si puede haber otra solución que la de una política claramente independiente y que, con la correspondiente presión social (casi inexistente), se pueda ver como destino normal para muchas de las gentes que están en la política el exilio carcelario. La cárcel, digo, debe estar esperando a aquellos que lo merezcan.

    Un abrazo

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  3. La corrupcion como bandera de la casta politica.Y ahora con la corrupta UGT y su escandalo con los ERE,y de postre la destruccion de los discos duros de los ordenadores de Barcenas,venga alegria señores venga alegria ,como dice la cancion,un abrazo,

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  4. El problema es que eso no lo quieren ninguno de ellos y de momento hacen lo que quieren, para eso se han montado este chiringuito.

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  5. Hola, José Luís:
    Ahora descubro una errata en mi corto comentario. Quise decir"...otra solución que la de una JUSTICIA claramente independiente....!
    Un abrazo

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  6. Tienes mucha razón, lo que me hace cierta gracia es el infantilismo de la sociedad que se autoexcluye de la ecuación y busca "culpables" y chivos expiatorios causantes de sus problemas como consecuencia de la situación de crisis y debemos dejarnos de tremendismos y redentorismos iluminados y dar ejemplo todos y cada uno desde la parcela que nos competa en el trabajo y en las relaciones tanto familiares, la vida cotidiana, etc, hasta en lo pequeño; al menos empiezo a comprobar que ciertos delitos que gozaban de cierta simpatía popular- como engañar al fisco, etc- ya son percibidos de manera distinta más conscientes de lo que supone (algo es algo)

    Un abrazo

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