lunes, 19 de octubre de 2015

LOS PECADOS DE LA CONSTITUCIÓN


Las circunstancias que acompañaron a la proclamación de  la Segunda República Española fueron muy especiales. Llegó inesperadamente sin ser fruto de un proceso plenamente democrático. Tampoco fue instaurada como consecuencia de la acción revolucionaria de un pueblo que se echó a la calle. No olvidemos que, de aquella, las clases populares eran mayoritariamente monárquicas y ahí están los resultados de las elecciones municipales de abril de 1931 para corroborarlo. Fue más bien la propia Monarquía por consunción la que, en realidad provocó aquel golpe de estado incruento que originó el cambio de régimen.

La República llegó inesperadamente aquel 14 de abril, sin sobresaltos y casi, casi como por ensalmo. Y esa manera de llegar de improviso y sin brusquedades, animó a muchos intelectuales a implicarse en política. Algunos ingresaron en los partidos tradicionales de aquella época; otros, los más, se incorporaron de lleno a la vida política, engrosando las filas de la recién fundada Agrupación al Servicio de la República. Y aunque no se les hizo mucho caso, elevaron el atractivo y el nivel de los debates políticos de aquellas Cortes Constituyentes, que se formaron tras las elecciones del 28 de junio de 1931.

Es verdad que estos intelectuales trataron de influir positivamente  en la construcción del Estado republicano pero, en realidad, no se les hizo mucho caso. De ahí que, a pesar de intentarlo, participaron muy poco en la elaboración de aquella Constitución republicana, que se aprobó en las Cortes el 9 de diciembre de 1931. Con sus aportaciones, se hubiera mejorado notablemente  el texto constitucional y, quizás, se hubieran ahorrado muchas de las tensiones que se generaron entre unos partidos y otros.

Pocos meses antes de su aprobación definitiva, en el debate a la totalidad del proyecto constitucional, José Ortega y Gasset, que intervenía como portavoz del grupo parlamentario de la Agrupación al Servicio de la República, ya denunciaba los puntos más débiles de ese proyecto con estas palabras: "esa tan certera Constitución ha sido mechada con unos cuantos cartuchos detonantes, introducidos arbitrariamente por el espíritu de propaganda o por la incontinencia del utopismo".

Y uno de esos “cartuchos detonantes” es precisamente la autonomía que se instituye para “dos o tres regiones ariscas”, pues esto, como ya adivinó entonces Ortega y Gasset, dará lugar a que esas regiones se conviertan en “semi-Estados frente a España, a nuestra España”. Y esto, según Ortega, animará a realizar campañas de nacionalismo a regiones que nunca habían sufrido esa tentación. Y así, como es lógico, España dejará de ser una y serán muchas las regiones que se enfrenten entre sí, y las más indóciles con el Estado.

El otro "cartucho detonante" es, según Ortega, "el artículo donde la Constitución legisla sobre la Iglesia". Para Ortega y Gasset es totalmente improcedente que quieran borrar de un plumazo la larga historia en común del Estado y la Iglesia en España. Y el 23 de enero de 1932, de acuerdo con la pauta marcada por el artículo 26 de la Constitución republicana, se redactaba el decreto que estipulaba la disolución en España de la Compañía de Jesús y la incautación de todos sus bienes. La quema indiscriminada de iglesias y conventos, que comenzó a mediados de 1931, se agudizó aún más tras la expulsión de los jesuitas y terminó, claro está, como terminó.

Como dice un aforismo latino, “errare humanum est”. Y los redactores de la Constitución de 1931, como señaló oportunamente Ortega y Gasset, cometieron el error de pensar que, reconociendo la autonomía de esas regiones díscolas y sus supuestas singularidades, ahogaban definitivamente los preocupantes brotes de nacionalismo. Y no fue así y en Cataluña no tardó en aparecer el primer Estatuto de Autonomía, proclamando que Cataluña era “un Estado autónomo dentro de la República Española” y exigiendo un trato especial y diferenciado del resto de España. Después vendría el llamado Estatuto de Estella y el Estatuto de Galicia.

Y como los hombres no aprendemos jamás de los errores pasados, llegó la Transición Española, y los ponentes de la de la Constitución de 1978 cometieron el mismo error que los de la Constitución republicana, aunque, eso sí, agravándolo considerablemente. Los padres de la actual Constitución fueron aún mucho más lejos y, tal como indica el artículo 2 de la misma, crearon, ahí es nada, el Estado de las autonomías, admitiendo el carácter de nacionalidad para alguna de ellas. Pecaron de incautos, al pensar que así integraban definitivamente en el conjunto de España a esas regiones rebeldes y que acababan de una vez con sus continuas y preocupantes aspiraciones secesionistas. Lo que en 1931 no era nada más que un simple “cartucho detonante”, se convirtió en 1978 en una verdadera carga explosiva.

Es de suponer que, a estas alturas de la película, de los tres ponentes de nuestra Carta Magna que aún viven, Miguel Herrero Rodríguez de Miñón y José Pedro Pérez-Llorca, se habrán dado cuenta, aunque tarde, de su torpeza mayúscula, ya que los separatistas, al ver que se garantizaba constitucionalmente la viabilidad de las nacionalidades, se crecieron y, como era de esperar, volvieron a la carga con nuevas y más arriesgadas  exigencias. El único que puede sentirse satisfecho, es Miquel Roca i Junyent, representante de la Minoría Catalana, aunque no aparezca por ninguna parte ese “futuro más estable” que vaticinaba.

Y para complicar aún más las cosas, un iluso y mesiánico Pedro Sánchez, secretario general del PSOE, cree que ha descubierto la pólvora y promete solucionar el recurrente problema del separatismo catalán creando simplemente un nuevo marco de convivencia territorial, social y económica. Piensa erróneamente que, con solo acentuar las pretendidas singularidades catalanas, los separatistas se van a dar por satisfechos, abandonan su actitud insolidaria y suicida y vuelve, sin más la concordia y la armonía entre las distintas sensibilidades de nuestro país. Y esto se consigue, según dice, reformando la Constitución para convertir a España en un Estado Federal.

Para el actual líder socialista, el sistema federal es la panacea que cura todos nuestros males políticos y económicos, e incluso los sociales. Piensa erróneamente que así se ajusta y se normaliza el reparto de competencias entre el Estado y las distintas Comunidades Autónomas, garantizando y compatibilizando, a la vez, la singularidad de cada región, sin que corra riesgo alguno la igualdad y la unión entre todas ellas. Y es que Pedro Sánchez se olvida de algo tan  importante como es la típica idiosincrasia y el papanatismo de los nacionalistas.

El nacionalismo, por su propia naturaleza, es siempre, no lo olvidemos, el más siniestro de todos los populismos. Los nacionalistas son políticamente insaciables, jamás se dan por satisfechos. Cuando consiguen alguna de sus aspiraciones, se marcan inmediatamente otras metas nuevas.

José Luis Valladares Fernández

6 comentarios:

  1. El nacionalismo es y sera el germen de cualquier conflicto a nivel mundial.Un ejemplo el estallido de la primera y segunda guerra mundial,saludos,

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    1. Pero los nacionalistas siguen a lo suyo, aunque a estas alturas de la película saben de sobra que hacen un daño irreversible a lo que ellos defienden con tanto brío. Saludos

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  2. Se ha dado a la Constitución una aureola de sacrosanta que no tiene.

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    1. Unos y otros traen demasiado cuento con la Constitución, aunque sean los primeros que, si cuadra, se la saltan a la torera

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  3. Recomiendo vivamente la lectura de todo lo que tuvo que pasar el verdadero artífice de pasar de la ley a la ley Don Torcuato Fernández-Miranda tan injustamente arrumbado en la memoria y ya señalador de los defectos...claro que lo principal es cumplirla más que pretender cambiarla cada vez que surgen tensiones y deslealtades como pueblo inmaduro que somos...

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    1. Don Torcuato no ha sido valorado como debía, ya que prestó un gran servicio a España

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