jueves, 1 de febrero de 2018

LOS SUEÑOS DEL NACIONALISMO CATALAN

VII  La guerra de sucesión a la Corona en Cataluña





El último rey español de la casa de Austria, Carlos II, llamado ‘el  Hechizado’, murió en Madrid el 1 de noviembre de 1700, a la edad de 40 años. Se había casado en 1679 con María Luisa de Orleans, sobrina de Luis XIV de Francia, que muere en 1689 sin dejar descendencia. Volvió a probar fortuna en 1690, casándose  con Mariana de Neoburgo, hija del elector  Felipe Guillermo del Palatinado y duque de Neoburgo, con la que tampoco logró tener hijos.
Y como pasaban los años, y la salud de Carlos II empeoraba visiblemente, comenzaron las intrigas palaciegas. Contar lo antes posible con el sucesor adecuado, se convirtió sin más en una cuestión de Estado. Comenzaron las intrigas palaciegas para condicionar al Monarca a la hora de elegir uno de los candidatos posibles. El bando de cortesanos que dirigía el arzobispo de Toledo, el cardenal Luis Fernández Portocarrero, hostigaba al Rey para que se decantara, de una vez,  por Felipe de Anjou, el nieto de Luis XIV de Francia y de la hermana de Carlos II, la infanta  María Teresa de Austria, hija mayor  de Felipe IV.
La esposa de Carlos II, la reina Mariana de Neoburgo, que contaba con el apoyo de otro grupo importante de notables del Reino, apoyaba decididamente las pretensiones de su sobrino, el archiduque Carlos de Austria, hijo del emperador Leopoldo I. Esta opción contaba, cómo no, con el apoyo de Austria para mantener la herencia de los Habsburgo y, por supuesto, con el beneplácito internacional de Inglaterra y Holanda, tradicionales enemigas de España y que, por añadidura, desconfiaban seriamente de las intenciones secretas del  rey Luis XIV de Francia.
Y en esa lucha abierta para condicionar la voluntad del hechizado Rey de España, como era de suponer, también tomaron parte activa los distintos embajadores europeos, especialmente el que representaba al Rey francés. Cansado de tanta presión, Carlos II decide, ya era hora, poner fin a semejante incertidumbre, y el 3 de octubre, un mes escaso antes de su muerte, hace testamento, dejando el Trono de España a Felipe de Anjou, un Borbón, nieto de Luis XIV y segundo hijo del Gran Delfín Luis de Francia, que ya había muerto.  Le obliga, eso sí, a que se contente con ser Rey de España y renuncie a la sucesión de Francia.
Tras la apertura del testamento real, casi todas las cancillerías europeas aparentaban aceptar respetuosamente la voluntad del Monarca que acababa de morir. Pero esa era una falsa percepción, ya que ese testamento reavivó nuevamente la discordia y el enfrentamiento entre casi todas esas naciones, dando lugar a la Guerra de Sucesión española. A pesar de todo, Felipe V entra en España el 23 de Enero de 1701. Y nada más llegar a Madrid, expulsa de la Corte al virrey de Cataluña, el príncipe  Jorge de Darmstadt, por ser partidario de los Austrias.
Felipe V, que recibirá muy pronto el sobrenombre de ‘el Animoso’, fue proclamado rey de España el 8 de mayo por las Cortes de Castilla, que se habían reunido en el Real Monasterio de San Jerónimo, con ese fin. En septiembre, jura los fueros del reino de Aragón, dirigiéndose después a Barcelona, donde jurará igualmente las Constituciones catalanas.
La designación de Felipe V como Rey de España molestó profundamente en el Imperio austriaco, porque eran incapaces de digerir que, después de tantos años, un Borbón desplazara de esa manera a los Habsburgo de la Corona española. No es de extrañar, por lo tanto, que Leopoldo I estuviera dispuesto a utilizar hasta la violencia, para defender de manera eficaz los derechos de su hijo, el archiduque Carlos de Austria, que era el aspirante excluido. Y comenzó a intrigar en las cancillerías de Holanda y de Inglaterra, con esta cantinela: que se olvidaran de sus intereses comerciales con América, si se consumaba la alianza franco-española.
El rey de Inglaterra, Guillermo III de Orange, que no quería más que oír, convocó en la Haya a todos aquellos países que sospechaban fundadamente que una coalición entre Francia y España podía resultar tremendamente peligrosa. Y de esa reunión, salió la Gran Alianza europea, que estaba formada por Inglaterra, Holanda, Dinamarca y por mayoría de los Estados alemanes, y que, en la primavera de 1702, invadieron posesiones de Luis XIV y de Felipe V en Flandes y en Italia. Más tarde, en Mayo de 1703, se integrarían también en esa Gran Alianza, el reino de Portugal y el Ducado de Saboya.
Como era de esperar, la Guerra de Sucesión internacional se convirtió en España en una guerra civil, extremadamente cruenta entre los partidarios de Felipe V contra los partidarios del duque Carlos de Austria. En la Corona de Castilla, cómo no, predominaban los borbónicos, aunque también había partidarios de los Habsburgo. En la Corona de Aragón, sin embargo, había una mayoría francamente notable de aliados imperiales o austracistas, aunque también había  borbónicos importantes.
En ambos bandos había españoles  de todas las regiones de España y, por supuesto, extranjeros. En los maulets o ejército partidario del archiduque Carlos de Habsburgo, había aragoneses, valencianos  y catalanes. Y había también, cómo no, gallegos, castellanos y andaluces. No hubo nadie que defendiera Barcelona con tanto arrojo y pundonor como el famoso ‘Tercio de Castellanos’, cuando ya estaba totalmente acorralada  por el ejército  borbónico. Los Borbones tenían partidarios en Castilla, en Galicia, en Andalucía, y hasta en el País Vasco y, también tenían adeptos, mira por donde, en Valencia, en Aragón y hasta en Cataluña.
En los Pirineos, y hasta en el interior de la provincia de Barcelona, hubo comarcas, como el Valle de Arán, que mantuvieron permanentemente su lealtad a Felipe V. La misma ciudad de Barcelona, que soportaba frecuentemente bombardeos brutales, conservó su fidelidad a la causa borbónica hasta el 22 de agosto de 1705,  fecha en que fue tomada por las tropas austracistas. Aun así,  el pueblo de Barcelona no se sintió especialmente entusiasmado con el nuevo dueño de la situación, el archiduque austriaco, que había sido ya proclamado como rey Carlos III de España, en Viena, el 12 de septiembre de 1703.
La burguesía catalana siempre ha sido excesivamente pragmatista y terminó, claro está,  adhiriéndose a la causa de los Habsburgo previendo que así disfrutarían de un poder de decisión mucho mayor. Pero sucedió algo que trastocó inevitablemente todos sus planes. El 17 de abril de 1711, muere en Viena, sin descendencia,  el emperador José I de Habsburgo. El archiduque Carlos de Austria, que llevaba en España desde 1705, tiene que regresar a Viena para convertirse en el emperador Carlos VI de Habsburgo.
Este suceso fue determinante para que los ingleses abandonen inmediatamente la causa de la dinastía austriaca, y dejen en la estacada al recién estrenado Carlos III. No podían tolerar que, quien era ya emperador de Austria,  ocupara también el trono de España, porque era tanto como volver a reeditar el viejo imperio de Carlos V. Y eso sería bastante más peligroso para los intereses de Inglaterra que una simple coalición de las Coronas de Francia y España. Esta nueva postura del reino de Gran Bretaña desembocará, tres años más tarde, en la firma del Tratado de Utrecht, que puso fin a la Guerra de  Sucesión Española.
Con el Tratado de Utrecht, Inglaterra logró sacar tajada tanto de Francia, como de España. ¿Quién no se acuerda de Gibraltar? Pero gracias al Tratado de Utrecht, que se firmó en abril de 1713, y al Tratado de Rastatt, firmado un año más tarde, Felipe V fue reconocido internacionalmente como Rey de España y de sus colonias de ultramar. Pero tuvo que renunciar solemnemente, eso sí, a sus derechos a la Corona francesa.
Una vez conseguida la paz con Inglaterra y con Austria, Felipe V decidió acabar rápidamente con la rebelión de Cataluña y castigar severamente a los culpables. Y como se sintió vilmente traicionado por los dirigentes burgueses catalanes, prescindió totalmente  de cualquier tipo de arreglo o componenda. Les amenazó, incluso, con no respetar los fueros, ni las instituciones típicamente catalanas, como la Generalitat, la Junta General de Brazos o el Consejo de Ciento. Y como los austracistas catalanes no estaban dispuestos a rendirse, los borbónicos iniciaron el asedio a Barcelona.
Los dirigentes catalanes, aunque tarde, comprendieron que se habían equivocado gravemente, una vez más, al decantarse por Carlos de Habsburgo. Y sus embajadores en Londres y en Viena intentaron conseguir una salida digna para Cataluña, pero no consiguieron nada más que buenas palabras. El bombardeo de la ciudad era cada vez más intenso. En julio de 1714 llega a Barcelona el mariscal James Fitz-James, duque de Berwick, con 20.000 soldados franceses y comienza el asalto definitivo a la ciudad sitiada.
Y como nadie les garantizaba la conservación de sus fueros, los barceloneses seguían negándose  a capitular. Se recrudecieron notablemente los ataques y se concentró el  fuego de la artillería sobre puntos muy concretos de la muralla. Y cuando llegó el 11 de septiembre, ya tenían abiertas varias brechas por las que comenzaron a entrar en la ciudad las tropas borbónicas, desencadenando así el asalto final al último reducto peninsular de los austracistas.
Con las primeras luces de la mañana, el general Villarroel comunica al Conseller en Cap y alcalde de la ciudad, Rafael Casanova, que la defensa de la ciudad se complica y que están siendo peligrosamente superados por las tropas de Felipe V. Y entonces Casanova, enarbolando el estandarte de Santa Eulalia, venerada por los barceloneses, se presentó ante los defensores para darles ánimos con una encendida arenga. Entre otras cosas, les dijo algo que echa por tierra la historia inventada por el nacionalismo catalán: “Por nosotros y por la nación española peleamos defendiendo a su rey, por la fe de su religión y por sus privilegios”.
Como la situación de los defensores de Barcelona, si no variaban las circunstancias, era ya prácticamente insostenible, los Tres Comunes de Cataluña se reúnen a primeras horas de la tarde para ver si aún queda alguna solución posible. Y después de analizar detenidamente los problemas y las carencias que padecen los sitiados, deciden  publicar un bando, que descoloca a los exaltados inventores de historias mitológicas catalanas. En ese bando, piden a los barceloneses que sean generosos y que se presten a “derramar gloriosamente su sangre y vida por su Rey, por su honor, por la Patria y por la libertad de toda España”.
Y las tres organizaciones que integran los Tres Comunes de Cataluña, la Diputación del General, el Consejo de Ciento y el Brazo Militar, van aún más lejos y agregan, que pedirán la capitulación si, en el plazo de una hora, no disponen de gente suficiente para organizar convenientemente la defensa de la ciudad. Y como la llamada del bando no surtió el efecto esperado, los Tres Comunes de Cataluña deciden parlamentar con los asaltantes para rendirse oficialmente el 12 de septiembre, y hacer entrega de la  ciudad.
Y esta fue la última batalla de aquella espeluznante Guerra de Sucesión en la que murieron muchos patriotas, luchando denodadamente en bandos opuestos, buscando, eso sí, una España mejor, más libre y más justa. Solamente un nacionalista rematadamente perturbado puede decir que, el 11 de septiembre de 1714, Cataluña perdió su soberanía y comenzó a soportar la opresión de España. Más bien, ese día empezó a fraguarse la prosperidad catalana, convirtiéndose  en la región más industrializada de España.
El 11 de septiembre de cada año, los catalanes celebran su Fiesta Nacional con la famosa Diada. Y es la Generalidad la encargada de organizar la famosa Diada de Cataluña. Ese acto institucional se celebra habitualmente en el Parque de la Ciudadela y termina con una ofrenda floral en memoria del añorado conseller en cap, Rafael Casanova. Gracias a la testarudez y a la  chifladura de unos nacionalistas tremendamente sectarios, Rafael Casanova ha pasado a ser un personaje heroico, un mártir que sacrificó valerosamente su vida en defensa de Barcelona, más que nada, para salvaguardar las instituciones catalanas.
Y todo esto no es verdad. Son todo exageraciones interesadas de la mitología nacionalista para crear un icono del catalanismo. Como otros muchos españoles, Casanova era partidario de la España del archiduque Carlos y, por consiguiente, estaba en contra de la España borbónica. Y tampoco fue un mártir que entregara desinteresadamente su vida, luchando contra las tropas de Felipe V, en defensa de las instituciones de Cataluña, ya que murió realmente, casi treinta años más tarde,  en Sant Boi de Llobregat, mucho tiempo después de haber recibido el perdón real.
No es verdad que Rafael Casanova i Comes  se comportara como un auténtico héroe en la última batalla de la Guerra de Sucesión que se libró en Barcelona. Todo lo contrario. Tras la capitulación de los Tres Comunes de Cataluña con el duque de Berwick, comienza a organizar  su espantada. Quema precipitadamente los documentos que llevan su nombre y, como fue herido en el asedio, hace que un médico falsifique su certificado de defunción. Y después de delegar la rendición en otro consejero, huye cobardemente, disfrazado de fraile, para vivir escondido y no dar la cara mientras haya peligro.
Y a pesar de todo, el catalanismo oficial sigue distorsionando obscenamente la figura histórica de dicho conseller en cap, transformándolo en un falso mito del nacionalismo catalán. Y en realidad, no hace falta mucha sensatez para encontrar fácilmente algún personaje que otro, mucho más ilustre que Casanova, a quien poder homenajear sin hacer tanto el ridículo.

Gijón, 27 de enero de 2018


José Luis Valladares Fernández

2 comentarios:

  1. En efecto, una manipulación de la historia en la que se ha convertido en héroes a muchos que siguieron detentando altos cargos tras ser derrotados.

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    1. Se llegó muy lejos consintiendo que hicieran lo que les venia en gana, y ahora tiene mal remedio.

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