sábado, 21 de abril de 2018

LA HISTORIA PARA LOS HISTORIADORES



Para el escritor estadounidense Charles Bukowski, representante máximo del ‘realismo sucio’ y de la literatura independiente, “el problema en el mundo es que la gente inteligente está llena de dudas, mientras que la gente estúpida está llena de certezas”. Y es evidente que José Luis Rodríguez Zapatero estaba completamente lleno “de certezas”, cuando llegó a La Moncloa a bordo  de uno de aquellos trenes de la red de Cercanías de Madrid, despanzurrados por alguien que aún no sabemos, en la madrugada  de aquel fatídico 11 de marzo de 2004.

En realidad, Zapatero era un personaje muy normal, un poco apocado si se quiere, pero extremadamente  dócil y disciplinado. Es verdad que presentó personalmente su candidatura para liderar al PSOE. Pero como no esperaba nada, porque sabía que no era nada más  que un simple candidato de relleno, como Rosa Diez y como Matílde Fernández, hizo un discurso de presentación breve y hasta simplista, en el que abogaba  por un “cambio tranquilo” y por “una España plural, más laica, más solidaria y más justa”.

Durante la celebración del XXXV Congreso Federal del PSOE, la corriente oficialista trató de entronizar a José Bono en la Secretaria General del partido. Los miembros de esa corriente, por qué no decirlo, sabían perfectamente que,  entre los asistentes a ese histórico Congreso, había muchos delegados críticos, que rechazaban abiertamente la candidatura del dirigente manchego. Pero estaban completamente seguros del aplastante triunfo del candidato oficial, porque pensaban que ese grupo de respondones dispersaría sus votos entre la  Nueva Vía  de Zapatero, el guerrismo de Matilde Fernández y el inconformismo de Rosa Díez.

Los representantes del viejo aparato del partido no pensaron jamás, que un novato como Rodríguez Zapatero pudiera desarmarles tan rápidamente su bolera. No tuvieron en cuenta que los guerristas que apoyaban a Matilde Fernández, odiaban a Bono en la misma medida que lo temían. No es de extrañar, por lo tanto, que los partidarios de esa corriente contestataria se dejaran arrastrar por un discurso espontaneo y atrevido, aunque lleno de simplezas, como el que pronunció Zapatero para presentar se candidatura. Y aquí, habría que añadir algo más: que Zapatero contaba con la inestimable ayuda del trabajo sucio de José Blanco.

Y contra todo pronóstico, se produce la traición de los delegados del ala izquierdista del partido, los guerristas, y dejan al candidato oficial, José Bono, compuesto y sin novia. Y eligen sorprendentemente a José Luis Rodríguez Zapatero como nuevo Secretario General del PSOE. En aquel 22 de julio del año 2000, el nuevo líder del PSOE podía haber repetido con toda tranquilidad, cómo no, el Veni, vidi, vici que pronunció Julio Cesar, después de derrotar a Farnaces II del Ponto en la batalla de Zela.


Por el simple hecho de ser aupado a la Secretaría General del PSOE, Zapatero ya se envalentonó más de la cuenta y comenzó a presumir absurdamente de una supuesta superioridad que no tenía. Pero el verdadero desmadre llegó en abril de 2004, al aterrizar en La Moncloa convertido ya en presidente del Gobierno. Con este ascenso, tan inesperado como inmerecido, Zapatero perdió totalmente los estribos y comenzó a vivir en un mundo tremendamente irreal e incomprensible, dando a todas sus intervenciones públicas una solemnidad improcedente  y postiza, con frases indefectiblemente huecas y altisonantes. 

El desmedido endiosamiento de Rodríguez Zapatero, le llevó a pensar que tenía los cielos abiertos, y que una fuerza oculta y misteriosa iluminaba su mente  y guiaba convenientemente todos sus pasos. No aceptaba, por lo tanto, ni la tutela, ni los consejos interesados de personas que, intelectualmente eran mucho más torpes que él e intentarían entorpecer su camino.

Como el nuevo presidente del Gobierno confiaba plenamente que estaba asistido por esa fuerza empírea y previsora, recurriendo confiadamente a la improvisación habitual para solucionar definitivamente el problema de los españoles. Esperaba liberarles, de una vez por todas, de sus viejos  prejuicios sociales y culturales, para que pudieran conocer la única, la auténtica e inmarcesible verdad que, desde hace mucho tiempo, sigue siendo patrimonio exclusivo de la ideología de  izquierdas. Precisamente por eso, trató de infundir la nueva fe de la izquierda a los obcecados, para ver si así, salen de su pertinaz ceguera.

Sabía Zapatero que, para pregonar y difundir eficazmente esa religión laica y liberadora, no tenía nada más que dejarse llevar por su imaginación. Y fueron varias las ocurrencias aportadas, alguna de ellas, por qué no decirlo, excesivamente ingeniosa. Entre todas ellas, destacan por su importancia y por sus consecuencias, la asignatura de Educación para la Ciudadanía, la Ideología de Género y, por supuesto, la Ley de Memoria Histórica.

Con la asignatura de Educación para la Ciudadanía, el Estado pretendía ganarse a la juventud, asumiendo la educación moral de los individuos  desde la niñez. Y como la familia era un estorbo enorme para adoctrinar y moldear libremente la conciencia de los niños, recurrió a la consabida Ideología de Género, porque con la deconstrucción de la identidad personal, subvertía la familia y minaba también la autoridad de los padres.

Y como contaba con el apoyo incondicional de todos sus acólitos, Rodríguez Zapatero compendió  todo el  ideario del movimiento de liberación LGBT en unas leyes tan absurdas y disparatadas, como la del Matrimonio Homosexual, la Violencia de Género y la de Identidad de Género. Ninguna de ellas tuvo problemas para pasar el correspondiente trámite parlamentario y todas ellas fueron aceptablemente  recibidas por la ciudadanía. Fue aceptada prácticamente,  sin discusión alguna, hasta la Ley de Identidad de Género, aunque dejaba libertad para que, cada uno, pudiera elegir libremente su sexo.

Cuando comprobó que la Ley de Identidad de Género había sido escasamente cuestionada, Zapatero se creció y descubrió que se le abría el Olimpo y que era muy superior a los demás mortales. Y sin más, asumió confiadamente el siempre arriesgado papel, no sé muy bien si de redentor o de Leviatán. Y si con la Ley de Identidad de Género había logrado que desaparecieran totalmente las diferencias biológicas, que venían determinando quién era hombre o mujer, ¿por qué no podía hacer lo mismo con los hechos históricos que resultaran molestos, inoportunos o simplemente desagradables?

Y lleno de entusiasmo, comenzó a preparar la mal llamada Ley de Memoria Histórica con la malsana  intención de ocultar hechos que sucedieron realmente y que están ahí, y de inventarse otros nuevos que no existieron jamás. La Ley de Memoria Histórica, aprobada por el Congreso de los Diputados el 31 de octubre de 2007, es tan revolucionaria y tan revanchista o más que la de Identidad de Género. Es una ley tremendamente sectaria, que pone en cuestión el consenso ejemplar de nuestra transición política y nos devuelve a la época trágica de nuestra historia en la que había buenos y malos peleándose entre sí. 

Salvo honrosas excepciones, nuestros políticos tienen unos conocimientos sumamente limitados de la Historia de España. Y Rodríguez Zapatero demostró palpablemente que, en esa materia, es uno de los más ignorantes. No olvidemos que la controvertida Ley de Memoria Histórica es una consecuencia lógica de esa ignorancia suya, combinada convenientemente, claro está,  con una visión de la Guerra Civil Española, extremadamente simplona y reduccionista. Y completa el cuadro del desastre, aderezando todo esto, por qué no, con su inmoderado sectarismo y con su desenfrenada intransigencia.

Con semejante ley, Zapatero pretendía reescribir los hechos más recientes de nuestra historia, sobre todo, lo que se refiere a la Guerra Civil. Y pretendía hacernos ver, que los buenos, los verdaderamente democráticos eran los de la izquierda, los del Frente Popular. Y tal como explica en el artículo primero de dicha ley, aboga por el reconocimiento y la ampliación de derechos “de quienes padecieron persecución o violencia, por razones políticas, ideológicas, o de creencia religiosa, durante la Guerra Civil y la Dictadura”. Y para eso, es preciso conocer detalladamente los hechos y las circunstancias que concurrieron en aquella tragedia bélica.

Pero Zapatero tiene un concepto enormemente restrictivo y maniqueo, cuando exige que se reconozcan y amplíen los derechos de todas las víctimas de la Guerra Civil. En ese ‘todas las víctimas’, solamente incluye al bando de los rojos, a los republicanos que, por lo visto, eran unos angelitos. Para la izquierda recalcitrante, sin embargo, no tienen cabida  los del otro bando, los nacionales, porque  con el golpe militar contra el poder establecido, contra la República, acabaron con la democracia y sumieron a España en  aquella cruel Guerra Civil.

No podemos pretender que Rodríguez Zapatero comprenda los hechos que, por desgracia, sucedieron en esa época de nuestra historia, ni sabrá nunca porqué estalló aquella Guerra Civil, que enfrentó a unos españoles contra otros. Está completamente  incapacitado para ello por su notable ignorancia, por su fanatismo y, por supuesto, por su exacerbado resentimiento.

No olvidemos que la Revolución de octubre de 1917 dejó una huella realmente profunda en los diferentes partidos de izquierdas de los años 30, que terminarían coaligándose entre sí, para formar el famoso Frente Popular. El radicalismo revolucionario desplegado por los bolcheviques en Rusia entusiasmó tanto a los del PSOE, que acabarían condicionando todos los acontecimientos posteriores, con la intención de sovietizar a España e implantar aquí la Revolución rusa, con Francisco Largo Caballero como Lenin español.

Para lograr su propósito, el Frente Popular se las arregló para perpetrar un monumental “pucherazo” o, más exactamente aún, el fraude del siglo,  en las Elecciones Generales del 16 de Febrero de 1936. Consiguieron la mayoría absoluta que necesitaban para gobernar en solitario, manipulando un buen número de actas en varias localidades, para apropiarse alrededor de unos cincuenta escaños, que birlaron desvergonzadamente al centro y a la derecha. Fueron tan atrevidos, que anularon todas las actas de algunas provincias, donde había ganado claramente la oposición y proclamaron diputados a candidatos amigos que habían sido derrotados.

Ante una situación así, ¿qué podíamos esperar del Frente Popular, estando excesivamente  mediatizado por personajes tan siniestros como Largo Caballero que afirmaba, sin el menor rubor, que “La clase obrera  debe adueñarse del poder político, convencida de que  la democracia  es incompatible con el socialismo”? Gracias al influjo degradante del PSOE, la República liberal soñada por Manuel Azaña, terminó siendo una auténtica pesadilla para el común de los españoles y para quien tenía ideas propias.

Con la llegada al Gobierno del malhadado Frente Popular, además de generalizarse la violencia más extrema, aparecieron inmediatamente las arbitrariedades más absurdas y los atropellos de los derechos y las libertades fundamentales de los ciudadanos. En muy poco tiempo, emponzoñaron la convivencia, borraron hasta el más mínimo vestigio democrático de la II República e instauraron una dictadura comunista ferozmente represiva. Con su actuación miserable, institucionalizaron la revancha y la violencia, la República se volvió irrespirable y terminó perdiendo hasta la poca legalidad que le quedaba.

Se ha hablado mucho, es verdad, del golpe militar del 18 de julio, para defender a los dirigentes irresponsables del Frente Popular, que fueron los que, en realidad atentaron alevosamente contra la Republica, al intentar sovietizarla, para hacer de España una simple colonia de la Rusia de Stalin. El levantamiento de Franco, nos guste o no nos guste, no fue por una simple disputa de poder. Fue más bien como un acto de supervivencia de la España tradicional, la España que no quería morir. Y para que España siguiera siendo España, tenía que acabar cuanto antes con la barbarie y con el caos que trajo la peste soviética
Pablo
La Guerra Civil fue inevitable por culpa de la izquierda socialista, que capitaneaba Largo Caballero. En los discursos incendiarios que soltó en Alicante y en Valencia, pocos meses antes del 18 de julio de 1936, aparece claramente su malsana intención. Deseaba  “una República sin lucha de clases”. Y para conseguir esto, había que acabar con los enemigos, con los indeseables que integraban la otra clase, necesitaba un conflicto bélico, que provocaría el PSOE. Eso da a entender, al menos, Indalecio Prieto cuando, desencantado por la marcha de los acontecimientos, afirmó: “esto es la Guerra Civil, la hemos buscado nosotros y la perderemos”.

Creíamos que, con nuestra famosa transición política a la democracia, habíamos acabado definitivamente con el enfrentamiento irreductible de las dos Españas, que habían desaparecido para siempre los escarnios y los exabruptos políticos y que, pensaras como pensaras, nadie te volvería a insultar llamándote facha, nazi o rojo. Los que antes eran enemigos irreconciliables, terminaron afortunadamente siendo simples adversarios políticos.

En el año 2004, ya no se hablaba de la República, ni de la Guerra Civil. Eran temas de nuestra historia más o menos reciente, carentes totalmente de actualidad que, en  realidad no interesaban a casi nadie. Pero llegó Rodríguez Zapatero a La Moncloa y, con la disculpa de rehabilitar al capitán Juan Rodríguez Lozano, su abuelo paterno, decide desenterrar el pasado y volver nuevamente a la España del revanchismo más absurdo e irracional. Y nos sorprende con su famosa Ley de Memoria Histórica, arrogándose la capacidad de interpretar la realidad de lo sucedido en España, aunque tiene un conocimiento muy limitado de nuestra historia.

Con la Ley de Memoria Histórica, Zapatero vuelve a desenterrar el lenguaje del odio, del enfrentamiento y del revanchismo que había puesto en marcha el Frente Popular. Y aunque desconoce totalmente nuestra historia, trata de reescribirla falseando deliberadamente hechos muy concretos que dejaron una huella muy profunda en España. Afirma rotundamente que el pronunciamiento militar  de 1936 fue un ataque directo contra la legitimidad de la República que, según dice, era una institución plenamente democrática. Por eso pide un reconocimiento para quienes “lucharon por la defensa de los valores democráticos”.

En el año 2008, el Gobierno de Rodríguez Zapatero pone en marcha la Oficina de Víctimas  de la Guerra Civil y la Dictadura, para informar y atender al colectivo que sufrió injustamente las  consecuencias de aquel conflicto bélico. Pero esa Oficina solamente reconocía como víctimas de la guerra civil a uno de los bandos, el bando represaliado por la dictadura franquista. Los del otro bando, los masacrados por el Frente Popular no eran considerados víctimas de la Guerra Civil. Estos tenían que morir por ser fascistas y rebeldes. Y las peligrosas monjitas, los sacerdotes  y los imberbes seminaristas por ser cristianos.

Para Zapatero, como era de esperar, los socialistas que sovietizaron a España, juntamente con los anarquistas, los comunistas, los trotskistas y otros de parecida ralea, como los brigadistas internacionales, no eran nada más que simples hermanitas de la caridad. Hermanitas de la caridad que, según Rodríguez Zapatero, comprometieron desinteresadamente su vida y su libertad, defendiendo heroicamente la democracia y las libertades de todos los españoles. Y eso, claro está,  merece una compensación y un reconocimiento.

Sin lugar a dudas, Zapatero utilizó la Ley de Memoria Histórica, para exaltar deliberadamente a los angelitos del Frente Popular, a los que perdieron la Guerra Civil. Y lo hace, ¡faltaría más!,  silenciando y denostando maniqueamente a los que, afortunadamente, la ganaron.  Y pensando en el alzamiento militar de julio de 1936, y olvidando lo que hizo el PSOE en 1934, sentenció tranquilamente: "Nadie puede sentirse legitimado, como ocurrió en el pasado, para utilizar la violencia y establecer regímenes totalitarios contrarios a la libertad y la dignidad de todos los ciudadanos".

Y ¿qué hizo la izquierda española en 1936, cuando se vio al frente de la República? Los socialistas, con toda la izquierda revolucionaria, utilizaron despiadadamente la intimidación y el terror, para convertir a España en una simple colonia de Rusia. Conscientes de su poder y de su superioridad, forzaron intencionadamente la situación para que estallara la guerra. Pensaban que así acababan, de una vez por todas, con el sector del ejército que se oponía a la sovietización de España. Pero algo salió mal, y perdieron la guerra.

Con la promulgación de la Ley de Memoria Histórica, Rodríguez Zapatero procuró recuperar la llama  de la Guerra Civil, con la secreta intención de vengarse de los que, inesperadamente, la ganaron. Ofrece una vulgar falsificación de la verdad, ocultando cuidadosamente la violencia política generada por la izquierda durante la República. Se olvidó de las revueltas callejeras, de la destrucción y quema de iglesias y monumentos,  y de los miles de muertos que se produjeron en las fechas previas al 18 de julio de 1936. Para un personaje tan resentido como Zapatero, la historia comienza ese 18 de julio.

Su política es tan sumamente rastrera y mezquina, tan de andar por casa que, si decide mirar hacia atrás, es para manipular hechos concretos de nuestra historia real. Hará todo lo posible para borrar hasta la más mínima de las tropelías que haya podido cometer la izquierda revolucionaria, exagerando y magnificando convenientemente, eso sí, las acciones pecaminosas de la derecha. Y si le dejan, claro está, intentará rematar la jugada declarando como única verdad posible una visión de la realidad subjetiva, excesivamente parcial y, por lo tanto, radicalmente falsa.

Y si es inadmisible la postura intolerante  y abusiva de Rodríguez Zapatero, que trata de recortar nuestra libertad con la promulgación de la Ley de Memoria Histórica, resulta bastante más comprometida la actitud de alguno de sus incondicionales, como Pedro Sánchez, que quiere modificar esa ley para decirnos cómo tenemos que pensar. Con esas reformas, bendecidas con toda seguridad por Pablo Iglesias bis y sus huestes, el nuevo líder del PSOE, hará cuanto esté en sus manos para poner en marcha una nueva Inquisición, mucho más severa e intransigente, si cabe, que el famoso Santo Oficio medieval.

Y una de dos: o somos obedientes y admitimos ciegamente que no hay libertad de pensamiento, ni libertad de opinión, y que nadie puede tener creencias particulares, o los nuevos inquisidores, quemarán en la hoguera  del odio, de la mordaza y del insulto, a todos los infieles que se atrevan  a discrepar  o a negar los dogmas de la historia que reescriba la izquierda. Si se aceptan las modificaciones que propone Pedro Sánchez, se endurecerá aún más la Ley de Memoria Histórica, será mucho más injusta y totalitaria y, por supuesto, mucho más eficaz a la hora de aplicar sanciones a quien no se adapte al guión preestablecido.  

El proyecto de reforma de la Ley de Memoria Histórica, presentado por el actual secretario general del PSOE, exige la desaparición inmediata de cruces, placas de recuerdo o cualquier otro monumento o símbolo religioso relacionado directa o indirectamente con el franquismo, tanto si están en espacios públicos, como en recintos de propiedad privada o de la Iglesia. Y serán los comisarios políticos, previstos en la ley, los encargados de redondear la fiesta, imponiendo multas y otras sanciones, incluidas penas de cárcel, a quien se salte  alguna de las indicaciones especificadas en la Ley de Memoria Histórica.

Gijón, 18 de abril de 2018

José Luis Valladares Fernández

4 comentarios:

  1. QUE MAL gusto lo de la memoria historica,el morbo de esta gente es patologico.AHORA SE TRATA DE DESENTERRAR CADAVERES,SALUDOS,

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    1. Es dar guerra, por dar guerra. En esto la izquierda se comporta como críos caprichosos. Saludos

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  2. La herencia que nos ha dejado este hombre es bastante nefasta.

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    1. No, si llevamos ya tiempo que el PSOE parece que acierta a elegir como líderes a lo más nefasto que tienen en sus filas

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