Los
personajes políticos, manifiestamente grises y mediocres, suelen ser
extremadamente vanidosos y se muestran siempre insatisfechos con los puestos
conseguidos. Y como Pedro Sánchez no es una excepción, procura disimular su
escasa talla intelectual, exagerando intencionada y desmedidamente las bondades
de su partido político. El Partido Socialista, es verdad, tiene algunas cosas
buenas, aunque no tantas, ni tan portentosas como proclaman sus voceros
oficiales.
Aunque
no guste a los responsables del partido, el PSOE tiene, detrás de sí, una historia francamente
turbia y truculenta, que tratan sistemáticamente de ocultar, imponiendo desde
el poder una versión de la historia que, con relativa frecuencia, no tiene nada que ver con la realidad. Y para
acabar de un plumazo con la libertad de expresión y hasta de investigación, y
aplicar descaradamente ‘su verdad’,
no dudan en utilizar leyes tan totalitarias y antidemocráticas como la famosa
Ley de la Memoria Histórica.
Durante el régimen republicano español, el
comportamiento de la plana mayor del PSOE fue tan siniestro y tan deplorable,
que los socialistas de hoy día intentan ocultar los hechos reescribiendo la
historia o declarando por decreto la verdad oficial, que aceptará obligatoriamente
toda la ciudadanía. Olvidan, claro está, que la veracidad de una opinión
depende de los hechos contrastados, y no de la voluntad de quien manda.
Y los hechos están ahí. Si después de casi 140 años
de existencia, el PSOE conserva aún muchos tics de la intolerancia, del
sectarismo y del odio profundo, heredado de su fundador Pablo Iglesias Posse,
¿qué podríamos decir de los dirigentes socialistas del año 1933, que todavía
estaban sin desbravar? En noviembre de ese mismo año, los socialistas acudieron
en solitario a las elecciones generales, confiando plenamente en conseguir una
mayoría suficientemente amplia que les permitiera gobernar, para proceder inmediatamente a transformar la
“república burguesa” en una “república socialista”.
En aquellas elecciones, el fracaso del PSOE fue tan
inapelable como la derrota que sufrió la izquierda republicana. Y al verse
fuera del nuevo Gobierno republicano, los responsables máximos del PSOE
comprendieron que no tenían posibilidad alguna de llegar al socialismo pacíficamente
y por las buenas y deciden conseguir su propósito por la brava, utilizando
resueltamente la fuerza y la rebelión. Y siguiendo la batuta de Francisco Largo
Caballero, sustituyen, sin más, la “vía parlamentaria” por la “vía
insurreccional”.
Y acto seguido, comienzan a organizar
cuidadosamente un golpe de Estado contra la propia República, para hacerse con
el poder, para instaurar en España una dictadura proletaria, parecida en todo a
la que había en la Unión Soviética. Y dan el primer paso, echando de la
Ejecutiva de la UGT a Julián Besteiro y a sus adeptos, porque eran claramente
reacios a utilizar la estrategia “revolucionaria”.
Lo primero que hizo ese Comité Revolucionario,
integrado por dos miembros del PSOE, emitir un documento secreto, con 73
instrucciones muy concretas para concertar debidamente la actuación de los
involucrados en la anunciada rebelión. Y en alguna de esas instrucciones, se
incita claramente al atentado y al asesinato generalizado. En la que hace el nº
49, por ejemplo, se exige incendiar las casas cuartel de la Guardia Civil,
cuando no se entreguen voluntariamente.
Y pasa exactamente lo mismo con la instrucción nº 59, que manda “lanzar
botellas de líquidos inflamables a los centros o domicilios de las gentes
enemigas”
Y ni que decir tiene, que todas estas instrucciones
fueron seguidas fielmente por los sublevados que acataban ciegamente todas las
indicaciones del PSOE. Y para no dejar cabos sueltos y tener previsto hasta el
más mínimo detalle, el Comité Revolucionario fomenta la creación de “comités
revolucionarios” a nivel local, que estén tutelados, eso sí, por las “Juntas
Provinciales”. Y pide insistentemente
que se utilice a “los individuos más decididos” para formar comandos itinerantes,
que estuvieran dispuestos a sabotear servicios tan importantes como los del
gas, de la electricidad o de teléfonos.
Como consecuencia de su intensa actividad como
político y como periodista, Indalecio Prieto Tuero logra una notoriedad pública francamente envidiable. Y
esa popularidad le sirve para establecer una relación personal totalmente
fluida con casi todos los estamentos sociales de aquella época. Y para
aprovechar debidamente esa profusa red de conexiones, los integrantes del
Comité Revolucionario recurren a él para que se encargue de la preparación
militar del proyectado pronunciamiento.
Indalecio Prieto participó efectivamente de una
manera muy directa en la organización y en la ejecución de ese golpe de Estado.
Es verdad que fracasó rotundamente en uno de sus principales cometidos: atraer
a oficiales del Ejército para la insurrección proyectada. Triunfó inicialmente,
sin embargo, en la captación de recursos financieros y en la adquisición
de armas. Pero volvió a fracasar a la hora de hacer llegar esos recursos y esas
armas a los correspondientes “comités
revolucionarios”.
Para
la adquisición de armas se lo puso
sumamente fácil el grupo de revolucionarios portugueses que conspiraba contra
la Dictadura de Antonio de Oliveira Salazar. Estos revolucionarios lusos,
conocidos como “los budas”, habían
conseguido una partida de armas cortas con su correspondiente munición, que
habían escondido en Madrid. Y por mediación del industrial vasco, Horacio
Echevarrieta, amigo de Prieto, entraron en negociaciones con el Consorcio
español de Industrias Militares, para comprar una remesa importante de armas
largas con su munición, fingiendo, claro está, que ese material bélico iba
destinado a Yibuti.
Y
al llegar el momento de la verdad, como el industrial intermediario no pudo
hacer efectivo el importe de la compra, las armas quedaron provisionalmente
almacenadas en Cádiz, esperando que los compradores solucionaran sus problemas
de liquidez. En total, eran 329 cajas de armas, con un peso de 18.200 kg., en
las que figuraba como supuesto destino la República de Yibuti, que está ubicada
en el Cuerno de África, indicando, además, que fueron fabricadas y embaladas en
1932 en la Fábrica de Armas de Toledo.
Ante
la imposibilidad de allegar los fondos que necesitaban, “los budas” lusitanos desisten
de liberar el cargamento armamentístico, que permanecía estancado en
Cádiz, y se ponen de acuerdo con Horacio Echevarrieta para transferir esas
armas largas al grupo revolucionario socialista que encabeza Indalecio Prieto.
Los portugueses ya habían vendido y cobrado al contado la partida de armas
cortas que escondían en Madrid.
El
sindicalista asturiano Amador Fernández, conocido popularmente como “Amadorín”,
que formaba parte de ese grupo, utilizó fondos de la mina San Vicente para
saldar la deuda del industrial vasco con el Gobierno de entonces, liberando así
ese importante cargamento de armas largas. Y en julio de 1934, una vez ultimada
esa operación, el capitán mercante, Manuel Atejada, y el maquinista Jenaro
Álvarez se trasladan a Cádiz y compran por 70.000 pesetas el barco “Mamelena II”, al que rebautizan con el
nombre de “Turquesa”, para dedicarlo
supuestamente al “abastecimiento de aceite”
Y
como el Gobierno tenía prisa por deshacer el entuerto administrativo de la venta
fallida de armas a Yibuti, quiso que se
agilizara, lo más posible, la carga del “Turquesa”.
Precisamente por eso, las 329 pesadas cajas de armas y municiones, que estaban retenidas en el
Castillo de San Sebastián de Cádiz, fueron trasladadas al barco en vehículos
militares y cargado por los propios soldados.
Una
vez cargado, el “Turquesa” partió de
Cádiz el 5 de septiembre con los 18.200 kilos de armas y municiones,
aparentemente con rumbo hacia Burdeos, según consta en la documentación de la
Aduana. El día 10 de ese mismo mes, el barco fondeó en Asturias, frente a San
Esteban de Pravia, con la intención manifiesta de desembarcar allí el
cargamento bélico que oficialmente iba destinado a Francia. Pretendían, cómo
no, armar subrepticiamente a los socialistas
y a sus cómplices ocasionales, para que estuvieran debidamente preparados con vistas a la
insurrección violenta proyectada.
Aquella
misma noche, comienza el desembarque de
aquella importante partida de armas y municiones. Llegan tres grandes motoras,
que vienen de Gijón, y se acercan sigilosamente al vapor “Turquesa”. Cargan en ellas
las primeras 80 cajas, que contenían 500 fusiles Máuser, 50 ametralladoras y
abundante munición y, siguiendo instrucciones de la plana mayor socialista de
Asturias, transportaron esa mercancía a la playa de Aguilar, en Muros del
Nalón.
Y
allí en la playa, mientras un grupo de militantes de la UGT descargaba estas
motoras, otros compañeros cargaban las cajas desembarcadas en vehículos
oficiales de la Diputación de Oviedo y de los Ayuntamientos de Langreo y de
Mieres. Las dos primeras camionetas
partieron rápidamente, llevándose 18 cajas de fusiles y ametralladoras.
Y ocultaron parte de ese armamento en la iglesia de Valduno, otra parte en unas
cuevas de Ribera de Arriba y el resto, en el cementerio de San Esteban de las
Cruces. Otra furgoneta cargada se averió
y, mientras la reparaban, fue
descubierta por la fuerza pública.
Un
movimiento tan anormal de gente y de vehículos, alarmó a los vecinos de la
zona, y avisan a los Carabineros y a la Guardia Civil que acuden
inmediatamente, pensando que se trataba de una operación más de contrabando.
Detienen a varios implicados, entre los que está el hermano del famoso diputado
socialista Ramón González Peña y, entre el cargamento de la furgoneta averiada
y el material que ya estaba descargado en la playa, la fuerza pública logra
confiscar sesenta y dos cajas con 116.000 cartuchos, ocho pistolas, tres
revólveres y dos escopetas, además de cuatro automóviles.
Al
ver que había sido descubierto el desembarco clandestino de armas, el
vapor “Turquesa” levó anclas y puso rumbo hacia Francia, llevando en sus
bodegas más de doscientas cajas de armamento. Fracasó, es verdad, la operación
del “Turquesa, aunque había sido
preparada cuidadosamente por Indalecio Prieto y sus secuaces. Frustraron esa
entrega de armas los Carabineros y la Guardia Civil
Pero
los socialistas y los obreros asturianos llevaban ya tiempo haciendo acopio de
armas. Muchas de ellas las consiguieron, a base de paciencia, robándolas de una
en una en las fábricas de la Vega (Oviedo) y de Trubia. Compraron alguna que
otra partida de armas a contrabandistas y, las que consiguieron en Éibar,
serían oportunamente transportadas hasta Asturias por las Juventudes Socialistas
o por el Sindicato del Transporte de la UGT de Oviedo. La dinamita, por
supuesto, la fueron adquiriendo los propios mineros, sustrayéndola
tranquilamente en las minas donde trabajaban.
Los
revolucionarios asturianos tenían escondidas todas esas armas largas y
municiones en varios depósitos clandestinos, sin que la Guardia Civil, lograra
descubrirlas. Llegaron a tener, además, varios miles de pistolas, que guardaban
en sus propias casas los obreros que estaban expresamente comprometidos con la
sublevación.
Cuando
llegó el 5 de octubre de 1934, en Asturias se inició la insurrección con una
fuerza paramilitar, perfectamente organizada, de más de 3000 hombres. De todos
esos combatientes, más de 2500 eran socialistas, otros 1000 aproximadamente de
la CNT y el resto, de los comunistas. Todos ellos, faltaría más, habían sido
meticulosamente preparados por exsargentos afines al socialismo. Para recibir
ese entrenamiento militar de manera oculta y solapada, organizaban de vez en
cuando excursiones privadas, meriendas campestres y alguna que otra romería
atípica.
Barrillos
de Las Arrimadas, 26 de agosto de 2018
Cuando se levanta la alfombra, se ve la porquería que hay debajo.
ResponderEliminar