VIII.-El oro de Moscú
La llamada Ley de la Memoria Histórica, diga lo que diga José Luis Rodríguez
Zapatero, nació con la malsana intención de distorsionar, de manera interesada, nuestro pasado más o menos lejano. Trataba precisamente, según
dice, de ‘recuperar’ la memoria de
las víctimas de la Guerra Civil y de la dictadura franquista, rescatándolas del
prolongado olvido al que han estado sometidas.
Ni Zapatero entonces, ni Pedro
Sánchez hoy se han dado cuenta que, ‘recuperar’
la memoria, implicaba necesariamente algo más que recordar a las víctimas de la
Guerra Civil y del franquismo. Implicaba también, cómo no, recordar otras
hazañas del Gobierno socialista que lideraba Francisco Largo Caballero,
incluida la confiscación del oro y de la plata, que atesoraba el Banco de
España en sus cámaras acorazadas, y que terminó siendo el robo más grande de
todos los que se cometieron en España a lo largo de toda su historia.
Y para colmar la insaciable
ambición de Juan Negrín, su ministro de Hacienda entonces y presidente del
Gobierno después, los socialistas de los ‘100
años de honradez’ continuaron asaltando bancos, palacios y catedrales,
buscando afanosamente oro, divisas,
obras de arte y otros objetos de gran valor, que pudieran ser vendidos
fácilmente en el extranjero. Y para que no se les escapara ni una onza de oro, ni
una joya, ni tan solo un valor extranjero, continuaron reventando y
desvalijando las cajas de seguridad, que estaban alquiladas tanto por personas
particulares como colectivas, para decomisar su contenido en nombre de la
República.
El tesoro que decomisaron al
Banco de España, lo pusieron a buen recaudo en los polvorines de la base naval
de Cartagena, y estuvo allí oculto hasta finales de octubre de 1936. Y sin
embargo, los objetos valiosos confiscados posteriormente, quedaban ya bajo la
custodia de la Caja General de Reparaciones, creada por Largo Caballero con ese
fin, y eran controlados directamente por la administración central.
Entre los objetos requisados en
la banca privada, y los robados a personas particulares, a miembros de la alta
burguesía y de la aristocracia española, y también a los cabildos catedralicios
y a otras instituciones, predominaba naturalmente el oro, las joyas, las
divisas y los valores extranjeros. Había también, faltaría más, muchas obras de arte de colecciones privadas
y hasta algún que otro vehículo de lujo.
Y cuando el Gobierno de la
República percibe que Madrid puede caer en manos de los nacionales, huye a
Valencia y, con él, la Caja de Reparaciones, con los bienes y los valores
saqueados hasta ese momento. Y cuando ese mismo Gobierno instaló su sede en
Cataluña por conveniencia política, allí se fue también la citada Caja, ocultando todos esos objetos
de valor en el Alto Ampurdán, muy cerca
de la frontera francesa. Y tras el descalabro republicano en la ‘Batalla del Ebro’, fueron llevados a
Francia. Y muchos de esos bienes terminaron formando parte del famoso ‘Tesoro del yate Vita’.
Una buena parte del oro que
ocultaban en los polvorines de la base
naval de Cartagena, terminó en la Unión Soviética. Llevábamos tres meses escasos
de guerra y había dos cosas sumamente claras: que era difícil frenar el avance
de los sublevados y que las democracias occidentales eran firmemente
partidarias de la ‘no-intervención’.
Al Gobierno republicano, por lo
tanto, no le quedaba más remedio que echarse en manos de Stalin, si quería que el
Frente Popular contara aún con alguna posibilidad de supervivencia. Y el 15 de
octubre de 1936, Francisco Largo Caballero y Juan Negrín deciden enviar parte
del oro guardado en Cartagena a la Unión Soviética para recabar su auxilio y
conseguir, por qué no, fondos para enfrentarse con cierta garantía a los
sublevados.
Como era de esperar, el
secretario general del Comité del Partido Comunista de la URSS, Jossif Stalin,
decide aprovecharse de la manifiesta debilidad
del Gobierno de Largo Caballero, para terminar finalmente adueñándose de
una enorme cantidad de las reservas de oro españolas, que es lo que conocemos con
el término ‘oro de Moscú’.
Y para evitar posibles
arrepentimientos, el 20 de octubre de 1936, Stalin envía un telegrama cifrado
al jefe de los servicios de inteligencia soviéticos en España, Alexander Orlov,
instándole a que se ponga de acuerdo con el socialista Negrín, y agilice el
envío de la mayor cantidad posible de oro a la URSS. Le advierte, eso sí, que
actúe sigilosamente y, sobre todo, que
se niegue a firmar el documento de entrega, porque eso es algo que debe
realizar el Banco del Estado en Moscú, después de inventariar el envío.
El día 22 de octubre, llega a
Cartagena Francisco Méndez Aspe, director general del Tesoro y hombre de confianza de Juan Negrín que, de
acuerdo con las recomendaciones de Alexander Orlov, ordenó extraer de los
polvorines siete mil ochocientas cajas
de oro, aproximadamente unas 510 toneladas, que debían sacarse de noche
para mantener totalmente en secreto el traslado del oro a Moscú.
Ese mismo día, un grupo de
sesenta marineros españoles, seleccionados por los mandos responsables de la
base naval, comenzaron a sacar esas cajas de los polvorines, que cargaban
inmediatamente en los veinte camiones militares, facilitados por el coronel
soviético S. Krovoshein. Y necesitaron nada menos que tres noches seguidas,
para sacar las cajas con oro, que se iban a enviar a la URSS. Unos tanquistas
soviéticos de la base de Archena, transportaron el oro hasta el puerto de
Cartagena y lo cargaron en los buques
rusos Kine, Neva, Kursk y Volgoles, que estaban allí fondeados.
Y el 25 de octubre de 1936, los
buques soviéticos zarparon del puerto de Cartagena, con rumbo hacia la Unión
Soviética, llevando en sus bodegas esos miles de cajas repletas de oro amonedado y en lingotes.
Embarcaron también, para acompañar a esta expedición cuatro funcionarios
españoles, Arturo Candela, Abelardo Padín, José González y José María Velasco.
Estos funcionarios desempeñaban el cargo de claveros en el Banco de España.
Los cargueros Kine, Neva y
Volgoles llegaron al puerto ucraniano de Odesa el 2 de noviembre de 1936. El
Kursk, que sufrió una avería, llegaría unos días más tarde. Y fue la policía
secreta de la URSS la encargada de desestibar estos barcos, sacando el fabuloso
tesoro que llevaban en sus bodegas, de cargarlo en camiones militares y
transportarlo posteriormente hasta Moscú. Y siguiendo instrucciones muy concretas
de Stalin, terminaron su cometido, depositando todo ese oro español en el
Comisariado del Pueblo para las Finanzas, donde iba a ser debidamente contado y
controlarlo.
A partir de entonces, una
comisión hispano-soviética comenzó el recuento del oro, que el Gobierno
republicano acababa de regalar a Stalin, a costa de los españoles. Formaban
parte de esa comisión, por parte de la Unión Soviética, los comisarios del
pueblo Grigory F. Grinko, N. N. Krestinsky, J. V. Margoulis y O. I.
Kagan. Y por parte española, los cuatro claveros del Banco de España que ya
conocemos.
El control exhaustivo del
cargamento de oro comenzó el 5 de diciembre y terminó el 24 de enero de 1937.
Los encargados del recuento, se encontraron con monedas de oro de muchas clases
distintas. Había pesetas españolas, luises y francos franceses. También había
marcos alemanes, francos belgas, liras italianas y escudos portugueses. Y como
no podía ser menos, había rublos rusos, coronas austriacas, florines holandeses
y francos suizos. Se encontraron, además, con pesos mexicanos, argentinos,
chilenos y, por supuesto, con una cantidad extraordinaria de dólares
estadounidenses.
Si traducimos a peso el ‘oro de Moscú’, nos encontramos con que
las monedas pesaban 509.287.183 kilogramos, mientras que el oro en bruto, los
lingotes y los diversos recortes, tenían un peso de 792.346 kilogramos. De
aquella, ese oro valía la nada despreciable
cantidad de 1.592.851.910 pesetas-oro, aproximadamente unos 518 millones de dólares. Si vendiéramos
actualmente todo ese oro, nos encontraríamos con una cifra francamente
mareante, porque llegaría a los 17.365.500.000 euros. El valor numismático de
aquel tesoro rondaría posiblemente los 25.000 millones de euros o más.
El acta de recepción del tesoro,
que el Gobierno socialista de la República española regaló a Stalin, se levantó
el día 5 de febrero de 1937. Y la firmaron el embajador de España en la URSS y los
responsables soviéticos, el comisario de Hacienda, Grigori F. Grinkó y su
adjunto N. N. Krestinsky. Y aunque en el acta se confería la titularidad del
depósito de oro al Estado Español, jamás extendieron recibo o comprobante
alguno que justificara la entrega de aquella desmesurada cantidad de oro. Ambas
partes estaban evidentemente interesadas en silenciar aquella operación.
En la Unión Soviética, por
ejemplo, el presidente del Consejo de Ministros, Jossif Stalin, al verse dueño
virtual del oro español, comenzó a deshacerse de todos los que estuvieron
relacionados directa o indirectamente con el ‘oro de Moscú’. El jefe de la misión económica en España, el polaco
Arthur Stashevsky, fue ejecutado por la NKVD en 1937. Y el embajador Marcel
Rosemberg desapareció, sin dejar rastro, tras el inicio de la ‘Gran Purga’, organizada por Stalin en
1937. Se libró de la quema A. Orlov, por muy poco. Cuando Stalin le pidió que
regresara a la URSS, sospechó lo que le podía pasar y huyó precipitadamente a EE.UU.
También alcanzó la represión
sanguinaria de Stalin a los cuatro comisarios de Hacienda que, con los cuatro
claveros del Banco de España, fueron designados para controlar el cargamento de
oro enviado a Rusia por el Gobierno socialista de la República española. Los
funcionarios soviéticos Grigory F. Grinko, N. N. Krestinsky, J. V. Margoulis y O. I. Kagan fueron
vilmente ejecutados el 15 de marzo de
1937. Tuvieron mucha mejor suerte, sin embargo, sus compañeros, los españoles
Arturo Candela, Abelardo Padín, José González y José María Velasco.
Es verdad que los españoles
implicados en el control del ‘oro de
Moscú’, no desaparecieron traumáticamente de la escena como los
funcionarios soviéticos. De acuerdo con el Gobierno de la República española,
Stalin les obligó a permanecer en la Unión Soviética, nada menos que hasta octubre de 1938. Y tampoco entonces les dejaron volver a
España, ya que podían hablar más de la
cuenta sobre el paradero del oro robado a los españoles. Para abandonar la
URSS, tuvieron que olvidarse de España y aceptar la dispersión, terminando uno
de ellos en Estocolmo, otro en Buenos
Aires, otro en Washington y el último en México.
Tanto Stalin, como el presidente
del Gobierno republicano, Juan Negrín, estaban claramente interesados en evitar
que se hablara del cargamento de oro que había llegado a Moscú. Stalin porque
pensaba apropiárselo sin más; y los socialistas que supuestamente darían
comienzo a los famosos ‘100 años de
honradez’, para ocultar ese descomunal expolio, que aún hoy día sigue
siendo, con mucho, el mayor atraco perpetrado contra el Estado.
Y Stalin no iba nada descaminado
al pensar así, ya que, seis meses después de la llegada del oro español a
Moscú, la revista gráfica “La URSS en Construcción” daba
cuenta del aumento de las reservas de oro en la Unión Soviética. Y lo atribuía
descaradamente a la mejora económica lograda por el régimen comunista, cuando
en realidad se correspondía exactamente
con el llamado ‘oro de Moscú’.
Gijón, 11 de noviembre de 2018
José Luis Valladares
Fernández
En efecto, con la disculpa de rescatar los hechos silenciados por el franquismo, la Ley de la Memoria Histórica ha supuesto un bandazo al extremo contrario que oculta o tergiversa la historia para acomodarla a los pensamientos, intereses e ideas de quienes se han mostrado igual o más revanchistas que aquellos a quienes han pretendido corregir.
ResponderEliminarAquí en España, ya se sabe. O no llegamos o nos pasamos cantidad de pueblos. Lo que se busca con la Ley de la Memoria Histórica, se pretende reescribir la historia y así ganar la guerra que perdieron por sus propios deméritos.
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