En el poema épico de las Argonáuticas, escrito
por Apolonio de Rodas, nos encontramos con un personaje legendario, llamado Talos (Τάλως). Se trata del gigante de
bronce que hizo Hefesto, por encargo de Zeus, para proteger a la isla de Creta
de posibles invasores. Y al asumir esa labor con tanta exquisitez y tanto
esmero, Talos terminó siendo su
infatigable guardián.
Para cumplir fielmente con esa misión, Talos daba
tres vueltas cada día a la isla. Y si veía algún extranjero en Creta, se metía
rápidamente en el fuego hasta que se ponía al rojo vivo. Entonces abrazaba al
intruso y no lo soltaba hasta que estaba totalmente calcinado. Y así un día y
otro día, hasta que llegó hechicera Medea. Esta pitonisa, a base de pócimas, hipnotizó
a Talos, y le hizo creer que, si se quitaba el clavo que tenía en el tobillo,
pasaba a ser inmortal. Y sucedió, claro está, lo que tenía que suceder. Al
quitarse el clavo, Talos murió desangrado porque se derramó todo el icor que
corría por su única vena.
Estamos necesitando urgentemente, que alguien
como el gigante Talos vigile nuestras fronteras para evitar esa invasión
descontrolada que padecemos. Una buena parte de los que vienen del África Subsahariana,
es verdad, abandonan su propia tierra por razones estrictamente económicas. Los
que proceden de Siria, o de otras zonas que sufren conflictos similares, huyen
de una incomprensible y prolongada guerra civil. Y tanto los que se sienten empujados
por la necesidad y el hambre, como los que sufren la guerra se embarcan en ese
éxodo hacia lo desconocido sabiendo que corren un gran riesgo de perecer en el
intento.
Por su situación geográfica, España es un
receptor nato de inmigrantes que proceden principalmente de los países
magrebíes. Los que entran en España de manera irregular por vía marítima suelen
utilizar los famosos “cayuco” o las
tradicionales “pateras”. Y saltando las vallas de Ceuta o Melilla, los que
entran por vía terrestre. Según datos del departamento de Juan Ignacio Zoido,
en el año 2017, entraron en España por vía marítima 18.561 inmigrantes. A esta
cifra, hay que añadir los 4.920 que
entraron saltándose las vallas de Ceuta y Melilla. De todos ellos, el 56% son subsaharianos, el 23% marroquíes y un 21%
argelinos.
A finales de junio de 2018, Italia y Malta cerraron
sus puertos a los inmigrantes que son rescatados en el Mediterráneo. Y esto,
claro está, convirtió a España en la principal ruta migratoria en ese mar. Por
lo tanto, no es de extrañar que, a partir del mes de julio, tuviéramos que
hacer frente a una entrada masiva de inmigrantes francamente disparatada. Desde
el 1 de enero de 2018 hasta el 15 de octubre de ese año, entraron en España
48.669 inmigrantes irregulares, un 154% más que en 2017. Y la avalancha creció
aún más en 2019. Entre el 1 de enero y el 14 de febrero de 2019, entraron en
España 5.000 inmigrantes ilegales.
Entre esos 48.669 inmigrantes del año 2018, están incluidos, por supuesto, los 630 que había rescatado el Aquarius frente a las costas de Libia y que, a mayor gloria del nuevo presidente Pedro Sánchez, terminaron siendo desembarcados en el Puerto de Valencia. Este hecho produjo evidentemente un efecto llamada, que terminaremos lamentando todos los españoles de bien. La mayoría venían de países africanos, Sudán, Argelia, Eritrea y Nigeria. Y había también, cómo no, una representación minoritaria de afganos y pakistaníes.
Y lo de menos es, que estos inmigrantes entren en España de manera oficial, como los del Aquarius, o entren ilegalmente, como es el caso de los que llegan en pateras o cayucos o saltando simplemente las vallas de Ceuta o Melilla. Lo que de verdad importa es de dónde vienen. Y como vemos, proceden todos ellos de países cuya religión oficial es el islam. Y esto no tardará mucho en causarnos serios problemas.
Entre esos 48.669 inmigrantes del año 2018, están incluidos, por supuesto, los 630 que había rescatado el Aquarius frente a las costas de Libia y que, a mayor gloria del nuevo presidente Pedro Sánchez, terminaron siendo desembarcados en el Puerto de Valencia. Este hecho produjo evidentemente un efecto llamada, que terminaremos lamentando todos los españoles de bien. La mayoría venían de países africanos, Sudán, Argelia, Eritrea y Nigeria. Y había también, cómo no, una representación minoritaria de afganos y pakistaníes.
Y lo de menos es, que estos inmigrantes entren en España de manera oficial, como los del Aquarius, o entren ilegalmente, como es el caso de los que llegan en pateras o cayucos o saltando simplemente las vallas de Ceuta o Melilla. Lo que de verdad importa es de dónde vienen. Y como vemos, proceden todos ellos de países cuya religión oficial es el islam. Y esto no tardará mucho en causarnos serios problemas.
La cultura occidental, que nació en la antigua
Grecia y en la antigua Roma, tiene un componente tan característico como el
cristianismo y exhibe la cruz cristiana como uno de sus principales símbolos
característicos. Por lo tanto, las personas que han crecido en culturas tan
diferentes a la nuestra, como el islam, están totalmente incapacitadas para
integrarse plenamente en la cultura occidental. No olvidemos que la
civilización occidental es radicalmente incompatible con cualquiera de las
ramas del islam, sobre todo con la rama del wahabismo
y, por supuesto, con sus derivados más extremistas, como el yihadismo y el salafismo.
Y es normal que sea así, ya que, aparte de las
diferencias filosóficas y políticas que existen entre ambas culturas, ha habido
históricamente muchos enfrentamientos bélicos entre musulmanes y cristianos.
Ahí están, por ejemplo, los frecuentes asedios que los musulmanes han mantenido
contra Occidente, hasta que lograron apoderarse de casi toda la península
ibérica y de la Septimania. Y este territorio, que conocemos como al-Ándalus,
permaneció bajo el poder musulmán entre los años 711 y 1492. A esto hay que
añadir, claro está, las cruzadas cristianas contra el Islam que tuvieron lugar
en Tierra Santa.
Hay que comprender, por otra parte, que los
musulmanes más estrictos dan siempre más preferencia a los preceptos islámicos que
a las leyes oficiales del país de acogida, cuando aquellos son incompatibles
con estas. Tenemos un caso típico en los ritos funerarios islámicos que no concuerdan
en absoluto con nuestras leyes, ni con la normativa europea. Y los musulmanes,
infringiendo la ley, entierran a sus muertos sin ataúd para que estén directamente
en contacto con la tierra, depositándoles en la tumba sobre su costado derecho
y, eso sí, con la cara mirando hacia La Meca.
Aunque no sea nada más que por razones
estrictamente culturales, resulta muy complicado integrar socialmente a los inmigrantes que provienen de esos
países norteafricanos, con el islam como religión predominante. Y como casi
todos saben hasta álgebra, se las arreglan muy bien para vivir del cuento,
aprovechando todas y cada una de las ayudas oficiales, destinadas a cubrir las
necesidades fundamentales de los refugiados.
Es verdad que, en España al menos, el calendario
laboral no da facilidades en absoluto, para compatibilizar el trabajo normal con
alguna de las tradiciones musulmanas más importantes. Si deciden trabajar para
subsistir, tienen que olvidarse, por ejemplo, de la importante fiesta del Eid
al-Adha o fiesta del cordero, que se celebra en honor al profeta Abraham y que
es la festividad mayor de los musulmanes. Tampoco podrán celebrar el Eid al-Fitr que
conmemora el fin del largo ayuno del Ramadán.
Por otra parte, los hijos de los islamistas no
reciben la enseñanza de su religión en las aulas, a no ser que vivan en Ceuta o
Melilla, o en alguno de los municipios de Levante, donde ya cuentan con
una fuerte concentración de musulmanes.
Y cuando una comunidad musulmana intenta construir una mezquita, se encuentra
con una cantidad de trabas administrativas prácticamente insalvables y con la
oposición de una gran parte de la población. No es de extrañar, por lo tanto,
que se olviden del proyecto inicial y terminen inaugurando un lugar de culto en
algún local industrial de la periferia de las ciudades.
Entre toda esa bandada de musulmanes que
diariamente alcanzan nuestras costas o ciudades cercanas al Magreb, hay también
islamistas que sintonizan claramente con el yihadismo y el salafismo,
que son dos movimientos ideológicos potencialmente violentos. Y tanto los
yihadistas, como los salafistas, suelen volverse intransigentes y adoptan
posturas fundamentalistas y hasta violentas, tan pronto se separan del wahabismo saudí. El concepto de la
yihad deja de ser un simple esfuerzo personal para conservar su fe musulmana y
pasa a representar exclusivamente la ‘guerra
santa’ contra los enemigos del Islam.
Y los que dan ese paso al yihadismo o al salafismo
terminan normalmente convertidos en muyahidines que, formando parte de la red
terrorista al-Qaeda o del ISIS o Dáesh, luchan espiritual y militarmente
contra los ‘enemigos’ del Islam. Y
para estos combatientes fundamentalistas, son básicamente tres los enemigos
esenciales del Islam: los Gobiernos musulmanes corruptos, los proselitistas
chiíes y, por supuesto, la civilización occidental porque tiene el atrevimiento
insano de defender un mundo totalmente libre.
De todos modos, los inmigrantes árabes que
residen en España, hoy por hoy, no están tan radicalizados como los que
viven en Bélgica, en Francia, en el
Reino Unido o, incluso, en Alemania. En comparación con esos países, de España
han salido muy pocos ‘combatientes’
para integrarse en el Estado Islámico. Por supuesto, no llegan a 215 los
yihadistas que salieron de España para combatir en Siria, mientras que de
Francia salieron 1.500, y del Reino Unido muy cerca de 1.000.
Hasta ahora, es verdad, hemos tenido muchos menos
problemas con los islamistas que los franceses, los ingleses o les
centroeuropeos. Vamos salvando momentáneamente, gracias al eficaz control
provincial y, sobre todo, a que todavía tenemos un escaso número de musulmanes
de segunda generación. Pero no podemos dormirnos en los laureles, porque esta
situación de relativa bonanza va a cambiar y correremos los mismos riesgos que
en Francia o en el Reino Unido, tan pronto como aparezca esa segunda generación.
Y hay zonas de España que comienzan a contar con esa
peligrosa segunda generación. Es el caso de Ceuta, de Melilla y hasta de Cataluña, que es donde
se asentaron las primeras oleadas de islamistas que llegaron a España. Es
normal, por lo tanto, que los atentados islamistas que padecimos, tuvieran
precisamente a Cataluña como escenario. Comenzaron su rosario de muertes,
concretamente en Barcelona, atropellando intencionadamente a varias personas en
el paseo de Las Ramblas, la tarde del 17 de agosto de 2017. Y volvieron a
actuar en la madrugada del día siguiente, pero esta vez en Cambrils, cometiendo
nuevos atropellos.
Esto nos obliga, como es lógico, a extremar
nuestras precauciones ya que no tardaremos en contar con segundas generaciones
en otras zonas de España. Y como no es realmente factible que los islamistas se
integren socialmente en nuestra civilización y cultura, corremos el riesgo
serio de sufrir más ataques terroristas en cualquier otro lugar de España.
Gijón, 23 de febrero de 2019
José Luis Valladares Fernández
Es cierto que el principal problema no es la inmigración en sí, sino su grado de integración.
ResponderEliminarEse es el verdadero problema, que muchos de ellos no se integran, y estartán ahí, como espada de Damocles, sobre la sociedad española.
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