jueves, 30 de mayo de 2019

LA EVOLUCIÓN DEL NACIONALISMO EN ESPAÑA



III.- La Transición Democrática
 
La muerte del general Francisco Franco ocurrió el 20 de noviembre de 1975, casi cuarenta años después de finalizar nuestra Guerra Civil. Y a pesar del tiempo transcurrido entre un suceso y otro, todavía no se había producido la deseada reconciliación de los bandos que protagonizaron aquel traumático enfrentamiento entre españoles. Ya era hora, por lo tanto, de aparcar diferencias y sellar la paz, para dedicarse a construir juntos una España cada vez mejor y enteramente democrática.
Con la intención de acercar posturas entre ambos bandos, los franquistas más abiertos en aquel momento, por iniciativa en primer lugar de Manuel Fraga Iribarne y después de Adolfo Suarez, comenzaron a implementar medidas y reformas creíbles, con posibilidad de ser plenamente aceptadas por las fuerzas de la oposición. Entre las medidas más llamativas estaba, creo yo, la concesión de una amnistía general para todos los delitos políticos del pasado.
Y los adictos al viejo bando republicano, que deseaban fervientemente salir de la clandestinidad y acabar con tantos años de incomprensión y de enfrentamientos, aceptaron sin más esos cambios y comenzaron a negociar el famoso y complejo proceso de transición o reforma política. Conscientes  de la importancia de esos acuerdos, olvidaron sus posturas más  maximalistas y renunciaron definitivamente a la ansiada ruptura democrática con el franquismo. Y yendo aún mucho más lejos, estaban dispuestos incluso a respetar la necesaria intangibilidad del cuerpo de funcionarios y de los militares incondicionales de Franco.
Y para que no se malograra ese deseado cambio de régimen, el Gobierno de Suarez mantuvo varios contactos discretos con la oposición. Gracias a esos encuentros, apareció, en primer lugar, la última  de las Leyes Fundamentales del Reino que promulgó el franquismo: la conocida Ley para la Reforma Política. Esta Ley fue aprobada seguidamente por las Cortes y, sometida a referéndum el 15 de diciembre de 1976. Y el resultado fue francamente contundente, ya que,  con una participación del 77,7%, obtuvo un 94,1% de síes. Y Suarez completó la faena el 9 de abril de 1977, con la legalización del Partido Comunista en plena Semana Santa.
Había llegado, por lo tanto, el momento de redactar una Constitución para regular convenientemente el nuevo ordenamiento jurídico de los españoles. El correspondiente anteproyecto de Constitución fue elaborado por los siete ponentes, que fueron seleccionados por la Comisión de Asuntos Constitucionales  y Libertades Públicas del Congreso de los Diputados. También debemos a esos siete ponentes, llamados  padres de la Constitución, el modelo de organización territorial instalado en España, que resultó ser bastante más controvertido y polémico que cualquier otra decisión constitucional.

En el artículo 2 de la Constitución de 1978, es verdad, se establece claramente laindisoluble unidad española”. Y a la vez, de manera un tanto incomprensible, se “garantiza  el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran  y la solidaridad  entre todas ellas”. Y resulta sumamente difícil conciliar o armonizar esa unidad indisoluble de España con la enorme facilidad que tienen las diferentes regiones de España para alcanzar las más altas cotas de autonomía de toda su historia.
Hay que tener en cuenta que, el 11 de septiembre de 1977, se echaron a la calle más de millón y medio de catalanes. Pedían insistentemente la autonomía para Cataluña. El descaro mostrado por los manifestantes influyó decisivamente en el ánimo de los padres de la Constitución y de los demás políticos que intervinieron de manera activa en la llamada Transición Democrática. Y cometieron el grave error de pensar que, dando vía libre a las Comunidades Autónomas, los secesionistas aparcarían para siempre sus cínicas  y reiteradas exigencias.
Es verdad que, para los dirigentes políticos, contar con un Estado Autonómico es todo un privilegio impagable, ya que les proporciona unos sueldos realmente suculentos y envidiables. Y por si todo esto fuera poco, con esa distribución territorial autonómica, disponen de una auténtica y generosa agencia de colocación para enchufar a los militantes más fieles y también, por qué no decirlo, a los simpatizantes, a los amigos y, cómo no, a los familiares más próximos.
No pasa lo mismo, sin embargo, con los ciudadanos corrientes que viven exclusivamente  de su trabajo particular y cumplen religiosamente con sus obligaciones fiscales. A estos los arruinan miserablemente, los asfixian a impuestos, para mantener intacta toda esa organización territorial, con sus 17 parlamentos autonómicos actuales. Necesitan semejante parafernalia administrativa, para cobijar a toda esa plétora exagerada de cargos públicos, que se empeñan en vivir del cuento. Y como todos ellos tienen sueldos excesivamente altos, es normal que se dispare la deuda pública y suba disparatadamente el déficit.
Mientras no cambie la situación y se reduzca considerablemente el gasto público, el despilfarro está servido. Y así,  claro está, la sostenibilidad del Estado de las Autonomías, al menos a largo plazo, termina siendo poco menos que imposible. No olvidemos que los separatistas, tanto si son vascos como catalanes, no tienen freno a la hora de exigir y siempre han querido más. Y además, los gastos que comporta este tipo de organización territorial son tan elevados, que no hay país del mundo, por muy rico que sea, que pueda asumir esa gestión sin terminar en el más absoluto de los fracasos.
Con la desaparición de las Autonomías, conseguiríamos una reducción importante del gasto público y podríamos efectuar una rebaja muy significativa de los impuestos. En consecuencia, los trabajadores dispondrían de más dinero en efectivo, lo que se traduciría obviamente en un aumento del consumo y, por consiguiente, en un mayor crecimiento económico, que tanto necesitamos.
Y aparte de los indudables perjuicios económicos que provoca el dichoso régimen autonómico, también genera complicaciones políticas, tan graves, o más, que las puramente económicas. Con el sistema autonómico que padecemos, los distintos nacionalismos  se han exacerbado tanto, que hasta ha peligrado a veces la indiscutible unidad de España. Ahí está, por ejemplo, el riesgo de ruptura de la convivencia cívica, que aún subsiste por culpa de las tensiones disgregadoras que han surgido últimamente en Cataluña.
El régimen autonómico español tiene, además, otros inconvenientes, que menoscaban seriamente los derechos y las libertades de los ciudadanos. Y como el desarrollo de las competencias difiere de unas Comunidades Autónomas a otras, se rompe la necesaria igualdad que debiera haber entre unos españoles y otros, al no poder disfrutar todos ellos de los mismos servicios y derechos. Y para más inri, hay Autonomías con disfunciones, que gestionan muy mal las competencias que tienen conferidas. Y no digamos nada si, además, tienen institucionalizada la deslealtad constitucional, como es el caso de Cataluña y del País Vasco.
Y para normalizar la situación y acabar de una vez por todas con la tremenda hemorragia económica que provoca ese estilo de organización autonómica, es preciso eliminar aquellos cargos y prebendas, que utilizan la función pública para su enriquecimiento personal. Si queremos velar  por los derechos de los ciudadanos y proteger sus intereses, necesitamos perentoriamente aligerar el exceso de burocracia y simplificar la administración. Y esto lo conseguiríamos muy fácilmente clausurando el caótico sistema de las Autonomías.  
Pero sabemos que no tiene buena prensa pedir la disolución del Estado Autonómico para recuperar nuevamente el Estado unitario de antes de 1978 que, por otra parte, era similar en todo al que comparten actualmente otros países de Europa, como Francia y Portugal. Es  verdad que son muchos los españoles que están tan decepcionados con las Autonomías, que volverían gustosamente al sistema tradicional anterior. Pero no se atreven a expresar su opinión en público, porque piensan que es algo políticamente incorrecto.
Como era de esperar, los políticos profesionales han sido extremadamente diligentes, para seguir desempeñando un cargo público, garantizándose a la vez un futuro halagüeño y sin complicaciones económicas. Pues han logrado convencer a unos y otros que el modelo autonómico español es el más democrático de todos los posibles y el que más bondades tiene. Y con la disculpa de no retornar otra vez al poder centralista y arrogante de la época de  Franco, recomiendan a los demás  mortales que se involucren decididamente  en la defensa del sistema autonómico español.
Mantener intactas las Comunidades Autónomas es un lujo desmesuradamente caro y hasta irracional. Sirve, es verdad, para que los aprovechados, los de la casta política, puedan seguir viviendo incesantemente del cuento, sin hacer nada útil en su vida. Pero eso ocasionará irremediablemente el empobrecimiento de los trabajadores, de toda la clase media, que desaparecerá para siempre si no ponemos fin pronto a ese desaguisado autonómico.
Por  mucho que ladren esos vividores corruptos e indecentes, podemos prescindir del Estado autonómico actual, sin caer necesariamente en el denostado y supuesto centralismo de Franco. Si mantenemos operativos los ayuntamientos y las diputaciones provinciales vuelven a mancomunar servicios para atender a los municipios pequeños, el Estado unitario que postulamos será tan descentralizado como el sistema autonómico, pero mucho más barato y asequible.

Gijón, 25 de mayo de 2019

José Luis Valladares Fernández

2 comentarios:

  1. Como bien dices, las autonomías son todo un chollazo para los partidos que se aseguran un montón de cargos y sueldos pagados con el dinero de los ciudadanos, con lo bien que vendría invertirlo en cosas más provechosas.

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    1. Las autonomías son efectivamente todo un chollazo para los partidos políticos. Pero no cabe duda que son el mayor entorpecimiento para un buen desarrollo de la economía española, y que está empobreciendo a pasos agigantados a la clase media española.

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