III.- La Transición Democrática
La muerte del general Francisco Franco
ocurrió el 20 de noviembre de 1975, casi cuarenta años después de finalizar
nuestra Guerra Civil. Y a pesar del tiempo transcurrido entre un suceso y otro,
todavía no se había producido la deseada reconciliación de los bandos que
protagonizaron aquel traumático enfrentamiento entre españoles. Ya era hora,
por lo tanto, de aparcar diferencias y sellar la paz, para dedicarse a
construir juntos una España cada vez mejor y enteramente democrática.
Con la intención de acercar posturas entre
ambos bandos, los franquistas más abiertos en aquel momento, por iniciativa en
primer lugar de Manuel Fraga Iribarne y después de Adolfo Suarez, comenzaron a
implementar medidas y reformas creíbles, con posibilidad de ser plenamente
aceptadas por las fuerzas de la oposición. Entre las medidas más llamativas
estaba, creo yo, la concesión de una amnistía general para todos los delitos
políticos del pasado.
Y los adictos al viejo bando republicano, que
deseaban fervientemente salir de la clandestinidad y acabar con tantos años de
incomprensión y de enfrentamientos, aceptaron sin más esos cambios y comenzaron
a negociar el famoso y complejo proceso de transición o reforma política.
Conscientes de la importancia de esos
acuerdos, olvidaron sus posturas más
maximalistas y renunciaron definitivamente a la ansiada ruptura
democrática con el franquismo. Y yendo aún mucho más lejos, estaban dispuestos
incluso a respetar la necesaria intangibilidad del cuerpo de funcionarios y de
los militares incondicionales de Franco.
Y para que no se malograra ese deseado cambio
de régimen, el Gobierno de Suarez mantuvo varios contactos discretos con la
oposición. Gracias a esos encuentros, apareció, en primer lugar, la última de las Leyes Fundamentales del Reino que
promulgó el franquismo: la conocida Ley para la Reforma Política. Esta Ley fue aprobada seguidamente por las Cortes y, sometida a
referéndum el 15 de diciembre de 1976. Y el resultado fue francamente
contundente, ya que, con una
participación del 77,7%, obtuvo un 94,1% de síes. Y Suarez completó la faena el
9 de abril de 1977, con la legalización del Partido Comunista en plena Semana
Santa.
Había llegado, por lo tanto, el momento de
redactar una Constitución para regular convenientemente el nuevo ordenamiento
jurídico de los españoles. El correspondiente anteproyecto de Constitución fue
elaborado por los siete ponentes, que fueron seleccionados por la Comisión de
Asuntos Constitucionales y Libertades
Públicas del Congreso de los Diputados. También debemos a esos siete ponentes,
llamados padres de la Constitución, el
modelo de organización territorial instalado en España, que resultó ser
bastante más controvertido y polémico que cualquier otra decisión
constitucional.
En el artículo 2 de la Constitución de 1978,
es verdad, se establece claramente la “indisoluble unidad
española”. Y a la vez, de manera un
tanto incomprensible, se “garantiza el
derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas”. Y resulta sumamente
difícil conciliar o armonizar esa unidad indisoluble de España con la enorme facilidad
que tienen las diferentes regiones de España para alcanzar las más altas cotas
de autonomía de toda su historia.
Hay que tener en cuenta que, el 11 de septiembre de 1977 ,
se echaron a la calle más de millón y medio de catalanes. Pedían
insistentemente la autonomía para Cataluña. El descaro mostrado por los
manifestantes influyó decisivamente en el ánimo de los padres de la
Constitución y de los demás políticos que intervinieron de manera activa en la
llamada Transición Democrática. Y cometieron el grave error de pensar que,
dando vía libre a las Comunidades Autónomas, los secesionistas aparcarían para
siempre sus cínicas y reiteradas
exigencias.
Es verdad que, para los dirigentes políticos,
contar con un Estado Autonómico es todo un privilegio impagable, ya que les
proporciona unos sueldos realmente suculentos y envidiables. Y por si todo esto
fuera poco, con esa distribución territorial autonómica, disponen de una
auténtica y generosa agencia de colocación para enchufar a los militantes más
fieles y también, por qué no decirlo, a los simpatizantes, a los amigos y, cómo
no, a los familiares más próximos.
No pasa lo mismo, sin embargo, con los
ciudadanos corrientes que viven exclusivamente
de su trabajo particular y cumplen religiosamente con sus obligaciones
fiscales. A estos los arruinan miserablemente, los asfixian a impuestos, para
mantener intacta toda esa organización territorial, con sus 17 parlamentos
autonómicos actuales. Necesitan semejante parafernalia administrativa, para
cobijar a toda esa plétora exagerada de cargos públicos, que se empeñan en
vivir del cuento. Y como todos ellos tienen sueldos excesivamente altos, es
normal que se dispare la deuda pública y suba disparatadamente el déficit.
Mientras no cambie la situación y se reduzca
considerablemente el gasto público, el despilfarro está servido. Y así, claro está, la sostenibilidad del Estado de
las Autonomías, al menos a largo plazo, termina siendo poco menos que
imposible. No olvidemos que los separatistas, tanto si son vascos como
catalanes, no tienen freno a la hora de exigir y siempre han querido más. Y además,
los gastos que comporta este tipo de organización territorial son tan elevados,
que no hay país del mundo, por muy rico que sea, que pueda asumir esa gestión
sin terminar en el más absoluto de los fracasos.
Con la desaparición de las Autonomías,
conseguiríamos una reducción importante del gasto público y podríamos efectuar
una rebaja muy significativa de los impuestos. En consecuencia, los
trabajadores dispondrían de más dinero en efectivo, lo que se traduciría
obviamente en un aumento del consumo y, por consiguiente, en un mayor
crecimiento económico, que tanto necesitamos.
Y aparte de los indudables perjuicios
económicos que provoca el dichoso régimen autonómico, también genera
complicaciones políticas, tan graves, o más, que las puramente económicas. Con
el sistema autonómico que padecemos, los distintos nacionalismos se han exacerbado tanto, que hasta ha
peligrado a veces la indiscutible unidad de España. Ahí está, por ejemplo, el
riesgo de ruptura de la convivencia cívica, que aún subsiste por culpa de las
tensiones disgregadoras que han surgido últimamente en Cataluña.
El régimen autonómico español tiene, además,
otros inconvenientes, que menoscaban seriamente los derechos y las libertades
de los ciudadanos. Y como el desarrollo de las competencias difiere de unas
Comunidades Autónomas a otras, se rompe la necesaria igualdad que debiera haber
entre unos españoles y otros, al no poder disfrutar todos ellos de los mismos
servicios y derechos. Y para más inri, hay Autonomías con disfunciones, que
gestionan muy mal las competencias que tienen conferidas. Y no digamos nada si,
además, tienen institucionalizada la deslealtad constitucional, como es el caso
de Cataluña y del País Vasco.
Y para normalizar la situación y acabar de
una vez por todas con la tremenda hemorragia económica que provoca ese estilo
de organización autonómica, es preciso eliminar aquellos cargos y prebendas,
que utilizan la función pública para su enriquecimiento personal. Si queremos
velar por los derechos de los ciudadanos
y proteger sus intereses, necesitamos perentoriamente aligerar el exceso de
burocracia y simplificar la administración. Y esto lo conseguiríamos muy
fácilmente clausurando el caótico sistema de las Autonomías.
Pero sabemos que no tiene buena prensa pedir
la disolución del Estado Autonómico para recuperar nuevamente el Estado
unitario de antes de 1978 que, por otra parte, era similar en todo al que
comparten actualmente otros países de Europa, como Francia y Portugal. Es verdad que son muchos los españoles que están
tan decepcionados con las Autonomías, que volverían gustosamente al sistema
tradicional anterior. Pero no se atreven a expresar su opinión en público,
porque piensan que es algo políticamente incorrecto.
Como era de esperar, los políticos
profesionales han sido extremadamente diligentes, para seguir desempeñando un
cargo público, garantizándose a la vez un futuro halagüeño y sin complicaciones
económicas. Pues han logrado convencer a unos y otros que el modelo autonómico
español es el más democrático de todos los posibles y el que más bondades
tiene. Y con la disculpa de no retornar otra vez al poder centralista y
arrogante de la época de Franco,
recomiendan a los demás mortales que se
involucren decididamente en la defensa
del sistema autonómico español.
Mantener intactas las Comunidades Autónomas
es un lujo desmesuradamente caro y hasta irracional. Sirve, es verdad, para que
los aprovechados, los de la casta política, puedan seguir viviendo
incesantemente del cuento, sin hacer nada útil en su vida. Pero eso ocasionará
irremediablemente el empobrecimiento de los trabajadores, de toda la clase
media, que desaparecerá para siempre si no ponemos fin pronto a ese desaguisado
autonómico.
Por
mucho que ladren esos vividores corruptos e indecentes, podemos
prescindir del Estado autonómico actual, sin caer necesariamente en el
denostado y supuesto centralismo de Franco. Si mantenemos operativos los
ayuntamientos y las diputaciones provinciales vuelven a mancomunar servicios
para atender a los municipios pequeños, el Estado unitario que postulamos será
tan descentralizado como el sistema autonómico, pero mucho más barato y
asequible.
Gijón, 25 de mayo de 2019
José Luis Valladares Fernández
Como bien dices, las autonomías son todo un chollazo para los partidos que se aseguran un montón de cargos y sueldos pagados con el dinero de los ciudadanos, con lo bien que vendría invertirlo en cosas más provechosas.
ResponderEliminarLas autonomías son efectivamente todo un chollazo para los partidos políticos. Pero no cabe duda que son el mayor entorpecimiento para un buen desarrollo de la economía española, y que está empobreciendo a pasos agigantados a la clase media española.
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