
Los que profesan esta moral laica, ponen todo su ardor en ganar adeptos para su nueva religión. Se trata de una visión a-religiosa de la vida, donde se prescinde de Dios, y no hay lugar para nada que trascienda a la pura razón, ni para ninguna ley moral de valor absoluto. El hombre empieza y termina en si mismo, negándosele toda posibilidad de otras metas trascendentes que, en definitiva, es lo que da sentido a la vida de las personas y salvaguarda su verdadera dignidad.
Los defensores de esta cultura laicista son Prometeos tonantes, tramposos como dicho seudo-dios mitológico. Tienen la extrema osadía de teorizar sobre el carácter finito de la humanidad, negando abiertamente toda realidad escatológica. Anuncian públicamente, desde unos autobuses urbanos, como si de una epifanía laica se tratara, su buena nueva, con el siguiente slogan publicitario, copiado a los ingleses: “Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta la vida”. Más que buena nueva, será triste suerte, ya que al pobre ser humano, únicamente le espera el vientre acogedor de la tierra y del tiempo.
Tratan de descristianizar, como sea, nuestra cultura secular, cultura que nos trasmitió el Imperio Romano, una vez cristianizado. La cruz y los valores que representa, producen, en estos nuevos predicadores de vía estrecha, verdaderos e inaguantables sarpullidos. De ahí su empeño patológico de hacerla desaparecer de todos los ámbitos sociales, tanto públicos como privados. Han dejado de ser simples agnósticos y se han convertido en ateos fundamentalistas, intolerantes con toda idea religiosa.
No se dan cuenta que, muchos de los problemas que aquejan a nuestra sociedad, se agravan considerablemente cuando las convicciones religiosas se deterioran o desaparecen. Y lo peor es que, al coro de esos doctrinarios de poca monta, se unen nuestras autoridades públicas, tratando de vaciar de contenido los principios propios de nuestra cultura. Esos valores cristianos, por sí mismos, son ya todo un freno efectivo, capaz de evitar muchos de los males sociales que padecemos: la violencia, el aborto y la droga entre otros.
Despojado el hombre de todo valor espiritual y trascendente, quedaría reducido a la simple condición de animal. En tal circunstancia, el hombre verá en sus congéneres a unos odiosos competidores, dispuestos a coartarle su propia libertad. De ahí que viva siempre en guardia y, con frecuencia, asigne al prójimo la categoría de enemigo mortal. La racionalidad le valdría únicamente para ser más efectivo en la lucha entablada contra sus congéneres por esos bienes caducos, a los que únicamente puede aspirar.
Ni las recomendaciones a la cordura, ni la simple solidaridad humana, lograran un comportamiento humano acorde con unos cánones éticos y morales. Se necesita algo más. Y ese algo más es nuestro destino al más allá, es nuestra pervivencia fuera del tiempo, es ser persona. Son toda esa serie de valores espirituales, de los que quieren despojar al hombre, desde su niñez. Por eso tratan de usurpar a los padres, el derecho natural a educar a sus propios hijos. Ese es el objetivo primario de la asignatura de Educación para la Ciudadanía.
La violencia de género, lejos de remitir, aumenta de día en día. De nada ha servido la correspondiente ley, ni los juicios rápidos, ni los demás medios ideados para frenar su avance. Otro tanto ocurre con la violencia callejera. La decadencia de nuestra cultura cristiana y el abandono definitivo de los valores morales, tienen mucho que ver con todo esto. Y, mientras la escala de valores morales no se restaure, diga lo que diga el poder político, la violencia seguirá aumentando irremediablemente.
No olvidemos tampoco el daño, que toda esta supuesta progresía, está haciendo actualmente a los niños y adolescentes, a los que, subliminalmente, animan a quemar etapas en la maduración sexual. Las campañas a favor del uso del preservativo es casi una incitación velada a la práctica prematura del acto sexual.
No se si estos laicistas de nuevo cuño, tienen algún conocimiento de antropología sexual de los adolescentes. Si se, que esa zafia campaña, lejos de evitar los embarazos, a la larga, los aumentará considerablemente. Y, a continuación, viene lo peor: el aborto. La degradación ha llegado a tal punto que, en muchos ámbitos, se piensa ya que el aborto es un derecho, prácticamente innato, en mano de las mujeres. Y no es otra cosa que una auténtica aberración criminal.
El aborto, aún en los supuestos que nuestras leyes permisivas despenalizan, es un verdadero crimen, un asesinato en toda regla. Tan grave o más que cualquier otro asesinato. Se trata de niños en gestación, a los que no se les consultó para traerles a este mundo. Y ahora tampoco se les consulta para acabar con su vida. Y existe el agravante de que son seres inocentes e indefensos.
Educando en valores, desde la más tierna edad, lejos de provocar una juventud reprimida, como se quiere hacer ver desde esos sectores falsamente progresistas, tendríamos unos jóvenes responsables en todos los sentidos. Dejarían de ver en el prójimo al competidor molesto, para ver en él al amigo o al hermano con quien hay que ser solidario. Restaurada nuestra cultura cristiana, pasaría a ser verdad aquella estrofa del poeta John Donne: “La muerte de cualquier hombre me disminuye porque soy parte de la humanidad. Por eso nunca preguntes, por quien doblan las campanas…”.
Lo que si está claro es que, si no hay valores morales objetivos que nos ayuden a determinar lo que está bien o mal, una auténtica catástrofe, moral y humana se hará inevitable.
José Luís Valladares Fernández