martes, 3 de noviembre de 2009

LOS TITIRITEROS EN ACCIÓN

El mundo de la farándula y el cante aún se siente insatisfecho con las ayudas que recibe del Gobierno por el ímprobo esfuerzo que realizan para alegrar la vida de los españoles. Eso es, al menos, lo que han dado a entender en el acto de entrega de las Medallas de Oro al Mérito en las Bellas Artes, celebrado hace unos días en el Palacio de Festivales de Cantabria y que presidieron los Reyes de España.
Como profesionales de lo que debiera ser el arte, no deben ser muy buenos, o, por lo menos, la sociedad así lo entiende, por lo que es muy reacia a pasar por taquilla. Es verdad que todos ellos presumen de ser muy buenos artistas y, además, confiesan que son prácticamente el aire que respira la sociedad. Se sienten “dignos embajadores” de la cultura y hasta están muy orgullosos de serlo. Sin embargo, para la sociedad que los padece y de la que viven, creo que no pasen de simples medianías. De ahí que, al contrario de lo que ocurre en las demás profesiones, necesiten acudir a las subvenciones que reparte el Gobierno, ya que su trabajo no les da para vivir holgadamente.
Los galardonados en ese acto, sin timidez y plenamente desinhibidos, pidieron abiertamente seguir viviendo del erario público, vendiendo a la sociedad algo que esta no quiere comprar. Por ello, reclamaron con insistencia a los que detentan el poder político que no les “desamparen” y que no les dejen “huérfanos”.
Miguel Bosé, asumiendo la representación de los galardonados en ese acto, hizo más bien de plañidera, quejándose amargamente de que los artistas estén “al borde” de la extinción “como el oso polar o los linces ibéricos”. Para huir de tan trágico fin, necesitan que las aportaciones de las arcas públicas, en forma de subvenciones, crezcan continuamente. Y además se lo merecen, según piensan ellos, dado el enorme esfuerzo que realizan para alegrar la existencia de los mortales.
Su osadía les lleva a presentarse como “potenciadores, divulgadores (y) mejoradores de nuestras artes”. La presunción de Bosé no tiene límites y trata de vendernos que todos ellos son “simples artistas” y que, como tales, están adornados de una honestidad y una coherencia, que según dan a entender, son virtudes exclusivamente suyas. Ellos son “tan necesarios como el aire, que es capaz de ser brisa, viento o huracán; que de paso se respira y que no sólo mantiene la vida: también la da".
Poco más y se pisan la cara, ya que hace falta tener mucho morro para vivir del sudor ajeno, esquilmar las arcas públicas y, en cima, atreverse a pedir “amparo, protección y leyes”, y “complicidad hacia el mecenazgo”. La cultura del arte, insistió Bosé, no pertenece al patrimonio de un pueblo. La cultura del arte es, más bien, "un gen que nos distingue y nos hace únicos e irrepetibles" a unos pocos, a los nacidos con ese extraordinario don. Cuando esta gente da rienda suelta al descaro, no hay quien ponga límites a su impudicia. La mayoría, está muy claro, son consumados artistas; pero artistas de la subvención y del contubernio.
Y Miguel Bosé termina su discurso señalando que "aún existen embajadores a los que un país pueda laurear; mímennos". "Hoy pedimos que no nos desamparen, que no nos dejen huérfanos, que cada vez que respiren recuerden que somos aire, sólo aire". Pero, por lo que se ve, un aire que necesita del dinero público para seguir siendo respirable. El lobby de la ceja, sin los abundantes mimos de las subvenciones estatales, dejarían de ser ese aire y esa brisa que respiramos los españoles. Simplemente, dejarían de ser.
La ministra de Cultura, Ángeles González-Sinde, allí presente, se apresuró a tranquilizar a toda esa tropa de magnánimos titiriteros, prometiéndoles que se continuará "impulsando la cultura de nuestro país en cada calle y en cada casa". No importa que la caja de los dineros públicos luzca cifras astronómicas en números rojos. Se las arreglará para que, a estos abanderados del arte, no les falten los medios necesarios para que sigan alegrándonos con sus creaciones.
No dudó González-Sinde en afirmar que, con estas medallas, la sociedad reconocía ampliamente el “valor de las ideas” y la creación. La cultura, afirmó, ha vuelto a ser la "depositaria de nuestra identidad, embajadora de nuestros valores, de lo mejor de nosotros mismos como colectivo y suma de individualidades". Estas medallas, dijo, suponen el reconocimiento de todo el país "a la capacidad de desvelo que define a los premiados" y "lleva impreso un mensaje de aliento a todos los españoles que sienten la llamada de las artes, un mensaje de ánimo para que nadie renuncie a sus sueños". Por eso, dice, "hoy merece la pena crear el tiempo de nuestro tiempo, mantener vivo cada sueño, cada deseo de crear, cada propósito, cada aspiración de seguir impulsando en cada casa o en cada calle la cultura de nuestro país".
Da a entender la ministra de Cultura, que quien se dedica al arte no puede vivir honestamente de su trabajo. Necesitan de esas ayudas públicas para dedicarse, sin preocupación alguna, a la creación artística. No son los auténticos artistas los que no pueden vivir de sus actuaciones. Son los advenedizos, los que no dan una talla aceptable, los vulgares los que, para vivir, se ven obligados a vender su libertad para tener acceso a esos fondos públicos que distribuye el Gobierno. Por esa regla de tres, también habría que ayudar al que pone un negocio, útil para la sociedad, pero que no es rentable en absoluto. Y quien dice los que montan un negocio, dice también los médicos, los abogados y los que ejerzan cualquiera de las profesiones liberales conocidas.
Está muy claro que el que quiere vivir de un negocio y este no es rentable, lo cierra y se dedica a otra cosa. Lo mismo que los médicos y los abogados que, por falta de talla profesional, no ganan para vivir. Cierran la consulta o el bufete y las circunstancias les obligan a buscarse la vida de otra manera. El que se dice artista, si su poca valía no da para más, que pliegue velas y deje sus ensoñaciones. Ni a mi, ni a nadie, se le puede obligar a consumir bazofia y, en cima, pagándola bien pagada.

Gijón, 30 de octubre de 2009

José Luis Valladares Fernández

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