domingo, 13 de diciembre de 2009

VIOLENCIA DE GÉNERO

El día 25 del pasado mes de noviembre se celebró, una vez más, el Día Internacional contra la Violencia de Género. Fueron muchos los centros oficiales y los parlamentos españoles, que con tal motivo, interrumpieron voluntariamente su trabajo para manifestarse contra esa lacra. Esas manifestaciones, a parte de lo que tengan de testimonio meramente personal, carecen de todo valor práctico. Aproximadamente, como el ladrido de los perros a la luna llena.
Tenemos un Gobierno que se dedica contumazmente a destruir todos los valores éticos y morales del cristianismo y pretende suplantarlos por un laicismo ultra que llena de veneno el espíritu humano. Se institucionalizan larvadamente la mentira, la envidia y el odio, al estimular con todo el descaro la insana competencia social. No importa lo que seas, importa lo que tengas y lo que consigas.
Una vez arrumbados esos valores morales y desestructurada la familia tradicional cristiana, nos quedamos sin freno alguno que salvaguarde la dignidad humana. La envidia y el odio tienen así despejado el camino para meternos de lleno en esa innoble tarea de competir desleal e incivilmente con los que nos rodean. Y ese laicismo beligerante y fundamentalista va aún más lejos. Aparte de subvertir esos valores morales, que han sido el santo y seña de nuestra cultura occidental, quiere que desaparezcan también los signos religiosos externos, entre ellos el crucifijo. Estos trasnochados predicadores del nuevo laicismo no soportan las ronchas que levantan en ellos todos estos símbolos religiosos. Son, dicen, propios de carcas y retrógrados y, en nombre de la modernidad y del progresismo, deben desaparecer de nuestra vista lo más pronto posible.
De este modo caemos en el despropósito de destruir cualquier hito perenne que nos diga con claridad lo que está bien o está mal. Desde el momento que descartamos el carácter absoluto y objetivo de los principios, sean estos filosóficos, religiosos o morales, la verdad deja de ser universal. En este caso, la verdad será subjetiva y dependerá siempre del sujeto que opina, independientemente de lo que éste pueda opinar. Todo pasa a ser relativo y condicionado por las personas y sus circunstancias. Desde el momento que el hombre es incapaz de captar la verdad objetiva, queda embarrancado en un absurdo subjetivismo plenamente individualista.
Estos mentores del relativismo dejan expedito el camino a las más inverosímiles e irracionales aspiraciones, ahormadas por su desenfrenado egoísmo. Pretenden actualizar de nuevo a Protágoras, uno de los sofistas de la clásica Grecia, que afirmaba con gran descaro que el hombre era la medida de todas las cosas. En este caso, ni la verdad ni la mentira serían algo definitivo, ya que la verdad puede convertirse en mentira, y la mentira en verdad.
Si el hombre da carpetazo a los valores morales y transcendentes y se deja llevar por su egoísmo ambicioso, el resto de los hombres pasan a ser duros y peligrosos competidores suyos. De ahí que se cure en salud y trate de adelantarse a estos, tratando de someterlos violentamente. Vistas así las cosas, cobra actualidad la frase del comediógrafo latino Plauto: "Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit." Traducida esta frase al castellano suena así: lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando no conoce quién es el otro. Frase ésta que resumió y popularizó, haciéndola más lapidaria y contundente, el filósofo ingles Thomas Hobbes: Homo homini lupus.
Con este laicismo aberrante, el egoísmo se convierte en motor prácticamente exclusivo del comportamiento humano. De este modo, la convivencia social corre serios peligros. Sin convencimientos morales firmes, las normas o leyes que se dicten para regularizar esa convivencia, suelen resultar baldías. Los intentos de solucionar el problema a base de normas y leyes coercitivas, recurriendo a razones fundadas en una simple solidaridad y en la racionalidad humana, se convierten en inútiles alegatos que no suelen ni escucharse.
Las continuas ofensivas laicistas no hacen otra cosa que desproteger a los colectivos débiles, que son los más firmes candidatos al maltrato humano. Para estos gurús del relativismo moral, los principio éticos transcendentales se basan en la religión y la religión se convierte en un lastre cultural, que limita potencialidades del ser humano. La religión, según ellos, es una simple muleta que no tiene más utilidad que la de sostener la moral de los que creen en el más allá. Los principios en los que se apoya el hombre y que determinan su comportamiento, dicen, son buenos o perversos por sí mismos. No es necesario que sean aprobados o rechazados por alguna deidad.
Es más frecuente la conculcación de los derechos humanos en aquellas culturas o sociedades que carecen de principios morales avalados por una religión. La simple solidaridad humana es muy poco convincente para que te arrastre a ese respeto que debemos a personas con un destino en el más allá.
Nos cansamos de organizar protestas y manifestaciones, por ejemplo, contra la creciente violencia de género, sin resultado positivo alguno. Las muertes y los maltratos por este tipo de violencia aumentan desgraciadamente, a pesar de la rígida ley que trata de evitarlo. Pero como hemos socavado las bases que sustentaban esos principios morales inmutables y miramos solamente el lado humano de las personas, el resultado no puede ser más negativo. Si no hay transcendencia, lo meramente humano tiene muy poco valor y carece de fuerza para obligarte a respetar a cuantos nos rodean y para exigir ser respetado.
Los valores cristianos, por si mismos, son ya un freno efectivo de los males endémicos de nuestra sociedad, como es la violencia, el aborto y la droga entre otros. Al descristianizar la sociedad y despojar al hombre de todo valor espiritual y transcendente, se le reduce prácticamente a la simple condición de animal y se le despoja de su inviolabilidad.

Gijón 6 de diciembre de 2009

José Luis Valladares Fernández

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