VI.-Estalla la Guerra Civil
Incapaces de superar el fracaso revolucionario que
soportaron en octubre de 1934, los magnates de la izquierda republicana, y de
manera muy especial los del PSOE, acudieron a las elecciones generales del 16
de febrero de 1936, con ánimos evidentes de revancha. Y si no ganaban las
elecciones, estaban plenamente decididos a reconquistar el poder por la fuerza.
Escuchemos, si no, lo que dijo Francisco Largo Caballero en el Cinema Europa,
apenas unos días antes de celebrarse las elecciones: “Si los socialistas
son derrotados en las urnas, irán a la violencia, pues antes que el fascismo
preferimos la anarquía y el caos”.
Y por si no estuviera aún lo suficientemente claro,
escuchemos nuevamente a Largo Caballero. En el mitin que se celebró en Alicante
el 19 de enero de 1936, el líder del PSOE y de la UGT proclamó, sin tapujos y
sin rodeos: “Quiero decirles a las derechas que, si triunfamos, colaboraremos con nuestros aliados; pero si triunfan las
derechas nuestra labor habrá de ser doble, colaborar con nuestros aliados
dentro de la legalidad, pero tendremos que ir a la guerra civil
declarada. Que no digan que nosotros decimos las cosas por decirlas, que
nosotros lo realizamos”.
Para empezar, las Elecciones Generales de febrero
de 1936 se celebraron en un ambiente de intimidación y de violencia francamente
insoportable, preparado intencionadamente por el Frente Popular. Siguiendo instrucciones precisas de los máximos
responsables de la izquierda, la clase trabajadora se echó a la calle para
alterar el orden y provocar el desconcierto Pensaban que así hundirían a la
derecha y podrían despedirse definitivamente de la República burguesa.
Pero llega el escrutinio oficial y, antes de
completar el recuento de los votos, pudieron comprobar que los resultados no
eran tan halagüeños como habían esperado. Era evidente que, si querían ganar
aquellas elecciones, tendrían que entrar a saco en el recuento para cambiar
papeletas y adulterar fraudulentamente el resultado final. Y para lograr su propósito, multiplicaron los alborotos e
intensificaron aún más la violencia callejera. Y a base de intimidar y de
coaccionar a unos y a otros, lograron hacerse con los documentos electorales de
muchas localidades, antes de finalizar el escrutinio.
Así las cosas, con el “pucherazo” o, si se
quiere, con el fraude electoral, la izquierda completa a su antojo el evidente
desaguisado electoral. Alteraron impunemente el resultado final del recuento de
votos, anularon a placer actas de diputados de derechas, modificaron otras y
sustituyeron a diputados electos de partidos políticos minoritarios por otros
de izquierda que habían salido derrotados. Hacerse así con una mayoría absoluta
aplastante, era sumamente fácil.
Y al verse con ese poder omnímodo, los responsables
del Frente Popular quisieron acortar
los plazos para sustituir rápidamente la República burguesa por otra
abiertamente proletaria y socialista. Y sin pérdida de tiempo, restituyeron al
frente de la Generalidad de Cataluña al golpista Lluis Companys y amnistiaron a todos
los condenados por los sucesos de octubre de 1934, y que salieron de la cárcel
acompañados por presos que habían sido condenados por delitos comunes. Y además
de decretar la readmisión en las empresas de los despedidos por motivos
políticos y sindicales, las obligaba a indemnizarlos por los jornales perdidos.
Siguió creciendo desmesuradamente la violencia y se
multiplicaban los asesinatos. Se asesinaba por pensar de diferente manera, por
tener ideas religiosas y porque había que acabar con la derecha. El ambiente
creado era francamente irrespirable, ya que los jóvenes falangistas, para
defenderse, contestaban con la misma moneda. Pero el 13 de julio se produjo el
alevoso asesinato del líder de la Oposición, José Calvo Sotelo, que fue el
último aldabonazo que unió a la derecha y puso en marcha el Alzamiento
Nacional. Había que acabar, lo más rápidamente posible, con las arbitrariedades
de una izquierda exaltada y recuperar la normalidad perdida.
Ante tanto atropello, y para que no se convirtiera
en realidad el poema magistral del pastor luterano Martin Niemöller, el
Ejército no aguanta más y el 17 de julio plantea un envite definitivo al
Gobierno izquierdista, con el alzamiento militar. Se inició en las ciudades
españolas de Marruecos y se extendió rápidamente a la Península. El 18 de
julio, el general Gonzalo Queipo de Llano da buena cuenta de la resistencia
obrera y sindical de Sevilla, y se hace con el control de tan importante plaza.
Hicieron otro tanto en Cádiz los generales José Enrique Varela y José López
Pinto. Aunque con más dificultades, también cayó Córdoba del lado del bando
nacional. Granada caería dos días después.
Ante la marcha aparentemente imparable del Ejercito
nacional, el presidente del Consejo de Ministros, Santiago Casares Quiroga, se
asusta y, sin esperar a más, dimite la misma tarde del 18 de julio. El momento
es tan extremadamente crítico, que Manuel Azaña, que se las había arreglado
para llegar a la Presidencia de la República, recurre al presidente de las
Cortes, Diego Martínez Barrio y le pide que forme un Gobierno a la mayor
brevedad posible. Le recomienda, eso sí, que incorpore
a algún que otro miembro de la derecha y, por supuesto, que prescinda
totalmente de los comunistas.
Pero como Largo Caballero era demasiado “Largo”, y
esperaba impacientemente que le llegara su momento de gloria, continuó
explotando las revueltas y los altercados callejeros y no dejo que los
socialistas entraran a formar parte del Gobierno. Y el 19 de julio por la
mañana, al no poder contar con los socialistas, Martínez Barrio presentó un
Gobierno compuesto exclusivamente por miembros de Izquierda Republicana, Unión
Republicana y del Partido Nacional Republicano. Y sin pérdida de tiempo,
parlamentó con los generales Miguel Cabanellas y Emilio Mola, para intentar que
el Ejército sublevado volviera a los cuarteles.
Pero los socialistas y los anarcosindicalistas, siguiendo
instrucciones concretas de Largo Caballero, hicieron causa común con los
comunistas, negándose en redondo a reconocer al nuevo Gobierno. Y como,
lamentablemente, no logró que el Ejército volviera a sus cuarteles, al no
lograr el reconocimiento institucional de su Gobierno, Martínez Barrio no
esperó más, y el mismo día 19 de julio presentó su dimisión.
Para no dar más pasos en falso y acertar en la próxima
formación de Gobierno, Manuel Azaña procura asesorarse debidamente y pide
consejo a todos los partidos parlamentarios. Largo Caballero, por ejemplo, fue
muy claro, indicando que los socialistas condicionaban su participación en el
nuevo Gobierno al reparto de armas a los sindicatos y, por supuesto, a la
disolución o licenciamiento inmediato del Ejército tradicional.
Teniendo en cuenta las exigencias de Francisco Largo
Caballero y la situación tan extremadamente grave que se estaba viviendo, el
presidente de la República se dirige al ministro de Marina, José Giral Pereira,
por su predisposición a aceptar las exigencias de los socialistas, y le encarga
la formación de un nuevo Gobierno. Y el mismo día 19 de julio, José Giral organiza
su Gobierno, rodeándose exclusivamente de republicanos izquierdistas.
Como las milicias republicanas salían seriamente
perjudicadas en sus continuos enfrentamientos con el Ejército nacional, el
Gobierno de Giral sale muy mal malparado y pierde autoridad. Es verdad que las tropas
de Franco fracasaron momentáneamente en ciudades tan importantes como Barcelona
y Valencia. Pero se apoderaron de Zaragoza, que era el feudo por excelencia de
los anarquistas, conquistando también Mérida y Badajoz, que eran vitales para
detener el avance de los nacionales.
Tras la derrota de Badajoz, los milicianos intentaron
hacerse fuertes en las colinas de Talavera de la Reina para cerrar el paso al
Ejército de Franco en su marcha hacia Madrid. Pero el 3 de septiembre, después
de una dura lucha, cayó también Talavera de la Reina, facilitando así la marcha
sobre la capital, que quedaba prácticamente desguarnecida. Y como el presidente
José Giral era incapaz de acabar con la insubordinación militar y no lograba restaurar
la autoridad del Gobierno, perdió hasta el apoyo de la izquierda radical. Y
terminó, claro está, tan desmoralizado que, al día siguiente, presentó su
dimisión irrevocable, apenas mes y medio después de haber asumido el cargo.
La situación bélica adquirió, en muy poco tiempo, un
cariz excesivamente crítico y preocupante para la República. Para solucionar el
problema lo más rápidamente posible, Manuel Azaña se olvida momentáneamente de
sus recelos y suspicacias contra los sindicatos y, sin esperar a más, recurre
aquella misma tarde al líder de la UGT, Francisco Largo Caballero, y le encarga
la formación urgente de un nuevo Gobierno.
Y Largo Caballero, que esperaba con impaciencia aquel
momento, hizo pública ese mismo día la lista de su Gobierno. Y en aquella
ocasión, ¡algo sumamente raro!, Largo Caballero supo comportarse y aquel
Gobierno, conocido popularmente como “Gobierno
de la Victoria”, estaba formado exclusivamente por socialistas,
republicanos, comunistas y por un miembro del Partido Nacionalista Vasco.
Pero no tardó mucho en aparecer el verdadero Largo
Caballero. Sabía, cómo no, que tenía al Ejército de Franco a las puertas de
Madrid. Pero eso no era óbice para acelerar e intensificar la sovietización de
España. Así que, para ampliar sus apoyos entre la clase trabajadora, sin previo
aviso, y disgustando seriamente al presidente de la República, el 4 de
noviembre de 1936, remodeló su Gobierno y dio cuatro ministerios a miembros
destacados de la CNT, entre ellos, a la famosa anarcosindicalista Federica
Montseny.
Para realizar su vieja fantasía y verse convertido en el
Lenin español soñado, Largo Caballero intentó aprovechar la plataforma que le
brindaba el Gobierno. Y descuidando hasta cierto punto las necesarias
operaciones bélicas para mantener a raya a las huestes de Franco y defender
adecuadamente la capital, comenzó a liquidar violenta y sistemáticamente las
diferentes libertades públicas, y a imponer por la brava el socialismo
revolucionario a los españoles. En poco tiempo, España terminó siendo un
auténtico protectorado de la URSS.
Para conseguir semejante propósito, multiplico las
checas, aquellos famosos tribunales populares, creados a imagen y semejanza de
las chekas soviéticas, y les dio carta blanca para detener, interrogar y
ejecutar a los que simplemente piensen de distinta manera, o sean sospechosos
de simpatizar con el bando rebelde. Procuró, además, ser extremadamente
condescendiente con los militantes del PSOE y de la UGT, con los anarquistas y,
por qué no, hasta con los inevitables trotskistas del Partido Obrero de
Unificación Marxista (POUM). Y esto, claro está, molestó profundamente a los
republicanos de izquierda, a los comunistas y, por supuesto, a los seguidores
de Prieto.
Para acallar a los sectores políticos descontentos y aunar
esfuerzos, Francisco Largo Caballero emprendió la reorganización del poder
republicano y de todas las milicias rojas que estaban enfrentándose a las
tropas de Franco. Pero ya era demasiado tarde. No olvidemos que los comunistas
eran tremendamente osados e intentaban siempre ocupar los puestos clave de la
administración. Y seguían, además, sin perdonar a Largo Caballero su decidida
negativa a la fusión del PSOE y del PCE, que hubiera dado lugar a un partido
marxista verdaderamente importante.
Y mientras las desavenencias políticas de los
republicanos iban en aumento, el Ejército nacional entró triunfalmente en
Vizcaya y se apoderó de Málaga. Y no acabaron aquí los contratiempos del
presidente del Gobierno, ya que los comunistas, por indicación expresa de la
Unión Soviética, empezaron a exigirle la ilegalización del POUM.
Por razones evidentemente obvias, Largo Caballero se negó
a ilegalizar a los trotskistas del POUM. Y sus enemigos políticos, utilizando
sabiamente esta negativa y la desastrosa gestión del esfuerzo bélico, lo
abroncaron de tal manera, que apagaron definitivamente el brillo de su
estrella. Y para desquiciarle aún más, se unieron a esta repulsa los
socialistas partidarios de Indalecio Prieto y el presidente de la República,
Manuel Azaña. La presión ejercida por estos grupos llegó a ser tan alta, que
Largo Caballero no aguantó más y presentó su dimisión el 17 de mayo de 1937.
Y ese mismo día, siguiendo el consejo interesado de los
seguidores de Prieto, Manuel Azaña entrega la presidencia del Gobierno a Juan
Negrín López. Como era de esperar, Juan Negrín acepta el envite y, para
intentar acabar con aquella guerra, recupera nuevamente la colaboración de los
comunistas y reorganiza convenientemente las unidades del Ejército Popular y
las somete al Ministerio de Defensa que dirigía Indalecio Prieto. Pero los
esfuerzos de Negrín para cambiar el rumbo de la guerra resultaron totalmente
inútiles.
A pesar de la ofensiva que puso en marcha Negrín, los fracasos
bélicos eran cada más graves y más numerosos. Las fuerzas obreras fueron
humilladas en las batallas de Brunete y de Belchite. Y desde entonces, la
marcha victoriosa de las tropas de Franco fue ya imparable. Se adueñaron de
todo el Norte y conquistaron fácilmente Teruel y el importante enclave de
Alcañiz en Aragón. Y sin dar tregua al Ejército Popular, entraron en Cataluña,
conquistando seguidamente Lérida y Tortosa. Pasó lo mismo en Castellón donde se
apoderaron cómodamente de Vinaroz y de Benicarló.
Al quedar dividida en dos la zona republicana y Cataluña
aislada y a la deriva, y ante la previsión de una inminente y catastrófica
derrota, Juan Negrín pretendió vanamente establecer un principio de acuerdo con
el bando nacional, para conseguir un final honroso de la guerra. Precisamente
por eso, el 30 de abril de 1938, publicó los llamados “Trece puntos de Negrín”,
especificando claramente los supuestos objetivos que perseguían los
republicanos con aquella guerra, objetivos que, por supuesto, no se creía
nadie.
De acuerdo con esos “Trece puntos de Negrín”, los
responsables máximos del Frente Popular solamente
buscaban con aquella guerra, asegurar la independencia y la integridad
territorial de España, el reconocimiento unánime de las libertades públicas y
de la propiedad privada, garantizando simultáneamente, cómo no, una amplia y
generosa amnistía para todos los españoles involucrados. Pero Franco se mostró
inflexible una vez más, y siguió exigiendo la rendición incondicional de las
fuerzas republicanas.
Ante la imposibilidad manifiesta de negociar una paz
honrosa, Juan Negrín no se amilanó y procuró acrecentar su poder, acercándose inopinadamente
a la burguesía y a la clase media. Y de manera un tanto precipitada, mejoró
sensiblemente la economía de guerra y montó a la desesperada la famosa ofensiva
de la batalla del Ebro. Y esta fue,
con mucho y sin lugar a duda, la batalla más larga y una de las más sangrientas
de toda la Guerra Civil.
Y como no podía ser menos, esta ofensiva pasó también a
formar parte de su interminable rosario de fracasos, ya que, tras cuatro meses
de encarnizada lucha, el Ejército republicano se vio desbordado y humillado, y
terminó huyendo desordenadamente, cruzando de nuevo el Ebro, pero en sentido
inverso. Con la derrota de la batalla
del Ebro, el hundimiento de la Segunda República Española era ya
inevitable. A partir de ese momento, y sin gran esfuerzo, las tropas del que ya
era conocido como “generalísimo” Franco, se apoderaron primero de Cataluña,
cayendo seguidamente los demás objetivos pendientes.
Como el resultado de la Guerra era ya irreversible,
comenzó la desbandada de los prebostes del Frente
Popular, alguno de ellos, como Indalecio Prieto y Juan Negrín, para darse
la gran vida en México, a costa del gigantesco tesoro que expoliaron a los
españoles. Fue su manera particular de certificar los cacareados ‘cien años de honradez’. Pero dejaron,
eso sí, descompuestos y sin novio, a muchos izquierdistas ocasionales, que
siguieron ciegamente sus consignas.
Y como era de esperar, el 1 de abril se confirma la
derrota incuestionable del llamado Ejército rojo y aparece el último parte de
la Guerra Civil Española, que firma
en Burgos el propio Franco y que dice así: “En el día de hoy, cautivo y desarmado el
Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos
militares. La guerra ha terminado”.
Barrillos de Las
Arrimadas, 7 de octubre de 2018
José Luis Valladares Fernández
"Pucherazo" demostrado por Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa García, en su libro '1936: Fraude y Violencia', una obra que supone, según alguien tan poco sospechoso como el historiador e hispanista estadounidense Stanley G. Payne, "el fin del último de los grandes mitos políticos del siglo XX".
ResponderEliminarPero la izquierda española sigue en sus trece, intentando reescribir la historia, sin tener en cuenta lo que realmente sucedió.
EliminarAlgunos desearian resucitar otra vez,LA guerra civil.Esperemos que nunca suceda jamas,saludos.
ResponderEliminarEsperemos que no lo consigan. Pero ¡ya se sabe! el hombre es el újnico animal que es capaz de tropezar más de una vez en la misma piedra. Saludos
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