miércoles, 17 de octubre de 2018

LAS ANDANZAS DEL PSOE


VI.-Estalla la Guerra Civil

Incapaces de superar el fracaso revolucionario que soportaron en octubre de 1934, los magnates de la izquierda republicana, y de manera muy especial los del PSOE, acudieron a las elecciones generales del 16 de febrero de 1936, con ánimos evidentes de revancha. Y si no ganaban las elecciones, estaban plenamente decididos a reconquistar el poder por la fuerza. Escuchemos, si no, lo que dijo Francisco Largo Caballero en el Cinema Europa, apenas unos días antes de celebrarse las elecciones: “Si los socialistas son derrotados en las urnas, irán a la violencia, pues antes que el fascismo preferimos la anarquía y el caos”.

Y por si no estuviera aún lo suficientemente claro, escuchemos nuevamente a Largo Caballero. En el mitin que se celebró en Alicante el 19 de enero de 1936, el líder del PSOE y de la UGT proclamó, sin tapujos y sin rodeos: “Quiero decirles a las derechas que, si triunfamos, colaboraremos con nuestros aliados; pero si triunfan las derechas nuestra labor habrá de ser doble, colaborar con nuestros aliados dentro de la legalidad, pero tendremos que ir a la guerra civil declarada. Que no digan que nosotros decimos las cosas por decirlas, que nosotros lo realizamos”.  

Para empezar, las Elecciones Generales de febrero de 1936 se celebraron en un ambiente de intimidación y de violencia francamente insoportable, preparado intencionadamente por el Frente Popular. Siguiendo instrucciones precisas de los máximos responsables de la izquierda, la clase trabajadora se echó a la calle para alterar el orden y provocar el desconcierto Pensaban que así hundirían a la derecha y podrían despedirse definitivamente de la República burguesa.

Pero llega el escrutinio oficial y, antes de completar el recuento de los votos, pudieron comprobar que los resultados no eran tan halagüeños como habían esperado. Era evidente que, si querían ganar aquellas elecciones, tendrían que entrar a saco en el recuento para cambiar papeletas y adulterar fraudulentamente el resultado final. Y para lograr su propósito, multiplicaron los alborotos e intensificaron aún más la violencia callejera. Y a base de intimidar y de coaccionar a unos y a otros, lograron hacerse con los documentos electorales de muchas localidades, antes de finalizar el escrutinio.

Así las cosas, con el “pucherazo” o, si se quiere, con el fraude electoral, la izquierda completa a su antojo el evidente desaguisado electoral. Alteraron impunemente el resultado final del recuento de votos, anularon a placer actas de diputados de derechas, modificaron otras y sustituyeron a diputados electos de partidos políticos minoritarios por otros de izquierda que habían salido derrotados. Hacerse así con una mayoría absoluta aplastante, era sumamente fácil.
           Y al verse con ese poder omnímodo, los responsables del Frente Popular quisieron acortar los plazos para sustituir rápidamente la República burguesa por otra abiertamente proletaria y socialista. Y sin pérdida de tiempo, restituyeron al frente de la Generalidad de Cataluña al golpista Lluis Companys y amnistiaron a todos los condenados por los sucesos de octubre de 1934, y que salieron de la cárcel acompañados por presos que habían sido condenados por delitos comunes. Y además de decretar la readmisión en las empresas de los despedidos por motivos políticos y sindicales, las obligaba a indemnizarlos por los jornales perdidos.

Siguió creciendo desmesuradamente la violencia y se multiplicaban los asesinatos. Se asesinaba por pensar de diferente manera, por tener ideas religiosas y porque había que acabar con la derecha. El ambiente creado era francamente irrespirable, ya que los jóvenes falangistas, para defenderse, contestaban con la misma moneda. Pero el 13 de julio se produjo el alevoso asesinato del líder de la Oposición, José Calvo Sotelo, que fue el último aldabonazo que unió a la derecha y puso en marcha el Alzamiento Nacional. Había que acabar, lo más rápidamente posible, con las arbitrariedades de una izquierda exaltada y recuperar la normalidad perdida.

Ante tanto atropello, y para que no se convirtiera en realidad el poema magistral del pastor luterano Martin Niemöller, el Ejército no aguanta más y el 17 de julio plantea un envite definitivo al Gobierno izquierdista, con el alzamiento militar. Se inició en las ciudades españolas de Marruecos y se extendió rápidamente a la Península. El 18 de julio, el general Gonzalo Queipo de Llano da buena cuenta de la resistencia obrera y sindical de Sevilla, y se hace con el control de tan importante plaza. Hicieron otro tanto en Cádiz los generales José Enrique Varela y José López Pinto. Aunque con más dificultades, también cayó Córdoba del lado del bando nacional. Granada caería dos días después.

Ante la marcha aparentemente imparable del Ejercito nacional, el presidente del Consejo de Ministros, Santiago Casares Quiroga, se asusta y, sin esperar a más, dimite la misma tarde del 18 de julio. El momento es tan extremadamente crítico, que Manuel Azaña, que se las había arreglado para llegar a la Presidencia de la República, recurre al presidente de las Cortes, Diego Martínez Barrio y le pide que forme un Gobierno a la mayor brevedad posible. Le recomienda, eso sí, que incorpore a algún que otro miembro de la derecha y, por supuesto, que prescinda totalmente de los comunistas.

Pero como Largo Caballero era demasiado “Largo”, y esperaba impacientemente que le llegara su momento de gloria, continuó explotando las revueltas y los altercados callejeros y no dejo que los socialistas entraran a formar parte del Gobierno. Y el 19 de julio por la mañana, al no poder contar con los socialistas, Martínez Barrio presentó un Gobierno compuesto exclusivamente por miembros de Izquierda Republicana, Unión Republicana y del Partido Nacional Republicano. Y sin pérdida de tiempo, parlamentó con los generales Miguel Cabanellas y Emilio Mola, para intentar que el Ejército sublevado volviera a los cuarteles.

Pero los socialistas y los anarcosindicalistas, siguiendo instrucciones concretas de Largo Caballero, hicieron causa común con los comunistas, negándose en redondo a reconocer al nuevo Gobierno. Y como, lamentablemente, no logró que el Ejército volviera a sus cuarteles, al no lograr el reconocimiento institucional de su Gobierno, Martínez Barrio no esperó más, y el mismo día 19 de julio presentó su dimisión.

Para no dar más pasos en falso y acertar en la próxima formación de Gobierno, Manuel Azaña procura asesorarse debidamente y pide consejo a todos los partidos parlamentarios. Largo Caballero, por ejemplo, fue muy claro, indicando que los socialistas condicionaban su participación en el nuevo Gobierno al reparto de armas a los sindicatos y, por supuesto, a la disolución o licenciamiento inmediato del Ejército tradicional.

Teniendo en cuenta las exigencias de Francisco Largo Caballero y la situación tan extremadamente grave que se estaba viviendo, el presidente de la República se dirige al ministro de Marina, José Giral Pereira, por su predisposición a aceptar las exigencias de los socialistas, y le encarga la formación de un nuevo Gobierno. Y el mismo día 19 de julio, José Giral organiza su Gobierno, rodeándose exclusivamente de republicanos izquierdistas.

Como las milicias republicanas salían seriamente perjudicadas en sus continuos enfrentamientos con el Ejército nacional, el Gobierno de Giral sale muy mal malparado y pierde autoridad. Es verdad que las tropas de Franco fracasaron momentáneamente en ciudades tan importantes como Barcelona y Valencia. Pero se apoderaron de Zaragoza, que era el feudo por excelencia de los anarquistas, conquistando también Mérida y Badajoz, que eran vitales para detener el avance de los nacionales.

Tras la derrota de Badajoz, los milicianos intentaron hacerse fuertes en las colinas de Talavera de la Reina para cerrar el paso al Ejército de Franco en su marcha hacia Madrid. Pero el 3 de septiembre, después de una dura lucha, cayó también Talavera de la Reina, facilitando así la marcha sobre la capital, que quedaba prácticamente desguarnecida. Y como el presidente José Giral era incapaz de acabar con la insubordinación militar y no lograba restaurar la autoridad del Gobierno, perdió hasta el apoyo de la izquierda radical. Y terminó, claro está, tan desmoralizado que, al día siguiente, presentó su dimisión irrevocable, apenas mes y medio después de haber asumido el cargo.

La situación bélica adquirió, en muy poco tiempo, un cariz excesivamente crítico y preocupante para la República. Para solucionar el problema lo más rápidamente posible, Manuel Azaña se olvida momentáneamente de sus recelos y suspicacias contra los sindicatos y, sin esperar a más, recurre aquella misma tarde al líder de la UGT, Francisco Largo Caballero, y le encarga la formación urgente de un nuevo Gobierno.

Y Largo Caballero, que esperaba con impaciencia aquel momento, hizo pública ese mismo día la lista de su Gobierno. Y en aquella ocasión, ¡algo sumamente raro!, Largo Caballero supo comportarse y aquel Gobierno, conocido popularmente como “Gobierno de la Victoria”, estaba formado exclusivamente por socialistas, republicanos, comunistas y por un miembro del Partido Nacionalista Vasco.

Pero no tardó mucho en aparecer el verdadero Largo Caballero. Sabía, cómo no, que tenía al Ejército de Franco a las puertas de Madrid. Pero eso no era óbice para acelerar e intensificar la sovietización de España. Así que, para ampliar sus apoyos entre la clase trabajadora, sin previo aviso, y disgustando seriamente al presidente de la República, el 4 de noviembre de 1936, remodeló su Gobierno y dio cuatro ministerios a miembros destacados de la CNT, entre ellos, a la famosa anarcosindicalista Federica Montseny.

Para realizar su vieja fantasía y verse convertido en el Lenin español soñado, Largo Caballero intentó aprovechar la plataforma que le brindaba el Gobierno. Y descuidando hasta cierto punto las necesarias operaciones bélicas para mantener a raya a las huestes de Franco y defender adecuadamente la capital, comenzó a liquidar violenta y sistemáticamente las diferentes libertades públicas, y a imponer por la brava el socialismo revolucionario a los españoles. En poco tiempo, España terminó siendo un auténtico protectorado de la URSS.

Para conseguir semejante propósito, multiplico las checas, aquellos famosos tribunales populares, creados a imagen y semejanza de las chekas soviéticas, y les dio carta blanca para detener, interrogar y ejecutar a los que simplemente piensen de distinta manera, o sean sospechosos de simpatizar con el bando rebelde. Procuró, además, ser extremadamente condescendiente con los militantes del PSOE y de la UGT, con los anarquistas y, por qué no, hasta con los inevitables trotskistas del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM). Y esto, claro está, molestó profundamente a los republicanos de izquierda, a los comunistas y, por supuesto, a los seguidores de Prieto.

Para acallar a los sectores políticos descontentos y aunar esfuerzos, Francisco Largo Caballero emprendió la reorganización del poder republicano y de todas las milicias rojas que estaban enfrentándose a las tropas de Franco. Pero ya era demasiado tarde. No olvidemos que los comunistas eran tremendamente osados e intentaban siempre ocupar los puestos clave de la administración. Y seguían, además, sin perdonar a Largo Caballero su decidida negativa a la fusión del PSOE y del PCE, que hubiera dado lugar a un partido marxista verdaderamente importante.

Y mientras las desavenencias políticas de los republicanos iban en aumento, el Ejército nacional entró triunfalmente en Vizcaya y se apoderó de Málaga. Y no acabaron aquí los contratiempos del presidente del Gobierno, ya que los comunistas, por indicación expresa de la Unión Soviética, empezaron a exigirle la ilegalización del POUM.

Por razones evidentemente obvias, Largo Caballero se negó a ilegalizar a los trotskistas del POUM. Y sus enemigos políticos, utilizando sabiamente esta negativa y la desastrosa gestión del esfuerzo bélico, lo abroncaron de tal manera, que apagaron definitivamente el brillo de su estrella. Y para desquiciarle aún más, se unieron a esta repulsa los socialistas partidarios de Indalecio Prieto y el presidente de la República, Manuel Azaña. La presión ejercida por estos grupos llegó a ser tan alta, que Largo Caballero no aguantó más y presentó su dimisión el 17 de mayo de 1937.

Y ese mismo día, siguiendo el consejo interesado de los seguidores de Prieto, Manuel Azaña entrega la presidencia del Gobierno a Juan Negrín López. Como era de esperar, Juan Negrín acepta el envite y, para intentar acabar con aquella guerra, recupera nuevamente la colaboración de los comunistas y reorganiza convenientemente las unidades del Ejército Popular y las somete al Ministerio de Defensa que dirigía Indalecio Prieto. Pero los esfuerzos de Negrín para cambiar el rumbo de la guerra resultaron totalmente inútiles.

A pesar de la ofensiva que puso en marcha Negrín, los fracasos bélicos eran cada más graves y más numerosos. Las fuerzas obreras fueron humilladas en las batallas de Brunete y de Belchite. Y desde entonces, la marcha victoriosa de las tropas de Franco fue ya imparable. Se adueñaron de todo el Norte y conquistaron fácilmente Teruel y el importante enclave de Alcañiz en Aragón. Y sin dar tregua al Ejército Popular, entraron en Cataluña, conquistando seguidamente Lérida y Tortosa. Pasó lo mismo en Castellón donde se apoderaron cómodamente de Vinaroz y de Benicarló.

Al quedar dividida en dos la zona republicana y Cataluña aislada y a la deriva, y ante la previsión de una inminente y catastrófica derrota, Juan Negrín pretendió vanamente establecer un principio de acuerdo con el bando nacional, para conseguir un final honroso de la guerra. Precisamente por eso, el 30 de abril de 1938, publicó los llamados “Trece puntos de Negrín”, especificando claramente los supuestos objetivos que perseguían los republicanos con aquella guerra, objetivos que, por supuesto, no se creía nadie.

De acuerdo con esos “Trece puntos de Negrín”, los responsables máximos del Frente Popular solamente buscaban con aquella guerra, asegurar la independencia y la integridad territorial de España, el reconocimiento unánime de las libertades públicas y de la propiedad privada, garantizando simultáneamente, cómo no, una amplia y generosa amnistía para todos los españoles involucrados. Pero Franco se mostró inflexible una vez más, y siguió exigiendo la rendición incondicional de las fuerzas republicanas.

Ante la imposibilidad manifiesta de negociar una paz honrosa, Juan Negrín no se amilanó y procuró acrecentar su poder, acercándose inopinadamente a la burguesía y a la clase media. Y de manera un tanto precipitada, mejoró sensiblemente la economía de guerra y montó a la desesperada la famosa ofensiva de la batalla del Ebro. Y esta fue, con mucho y sin lugar a duda, la batalla más larga y una de las más sangrientas de toda la Guerra Civil. 

Y como no podía ser menos, esta ofensiva pasó también a formar parte de su interminable rosario de fracasos, ya que, tras cuatro meses de encarnizada lucha, el Ejército republicano se vio desbordado y humillado, y terminó huyendo desordenadamente, cruzando de nuevo el Ebro, pero en sentido inverso. Con la derrota de la batalla del Ebro, el hundimiento de la Segunda República Española era ya inevitable. A partir de ese momento, y sin gran esfuerzo, las tropas del que ya era conocido como “generalísimo” Franco, se apoderaron primero de Cataluña, cayendo seguidamente los demás objetivos pendientes.

Como el resultado de la Guerra era ya irreversible, comenzó la desbandada de los prebostes del Frente Popular, alguno de ellos, como Indalecio Prieto y Juan Negrín, para darse la gran vida en México, a costa del gigantesco tesoro que expoliaron a los españoles. Fue su manera particular de certificar los cacareados ‘cien años de honradez’. Pero dejaron, eso sí, descompuestos y sin novio, a muchos izquierdistas ocasionales, que siguieron ciegamente sus consignas.

Y como era de esperar, el 1 de abril se confirma la derrota incuestionable del llamado Ejército rojo y aparece el último parte de la Guerra Civil Española, que firma en Burgos el propio Franco y que dice así: “En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado”.

 Barrillos de Las Arrimadas, 7 de octubre de 2018

José Luis Valladares Fernández

4 comentarios:

  1. "Pucherazo" demostrado por Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa García, en su libro '1936: Fraude y Violencia', una obra que supone, según alguien tan poco sospechoso como el historiador e hispanista estadounidense Stanley G. Payne, "el fin del último de los grandes mitos políticos del siglo XX".

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    1. Pero la izquierda española sigue en sus trece, intentando reescribir la historia, sin tener en cuenta lo que realmente sucedió.

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  2. Algunos desearian resucitar otra vez,LA guerra civil.Esperemos que nunca suceda jamas,saludos.

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    1. Esperemos que no lo consigan. Pero ¡ya se sabe! el hombre es el újnico animal que es capaz de tropezar más de una vez en la misma piedra. Saludos

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