El
pasado 6 de diciembre, los políticos españoles celebraron, como de costumbre,
el día de la Constitución. Como celebrábamos el 35 aniversario de su
aprobación, prepararon un ceremonial algo más fastuoso y solemne que otros
años. Pero aún así, la jornada resultó un
tanto desangelada por las numerosas ausencias que se produjeron. Los actos
conmemorativos comenzaron, como viene siendo habitual, con las conocidas
Jornadas de Puertas Abiertas, para que los ciudadanos que quisieran, puedan visitar
tranquilamente las distintas estancias del Palacio de la Carrera de San
Jerónimo.
Comenzó
la jornada con los presidentes del Congreso y del Senado, Jesús Posada y Pio
García-Escudero, recibiendo
conjuntamente a los invitados en la entrada principal de la Cámara Baja. Pasaron
después al Salón de los Pasos Perdidos donde Jesús Posada pronunció un discurso
institucional en el que, derrochando mucho optimismo, definió nuestra Carta
Magna de 1978 “como un marco de valores colectivos en el que todos nos
reconocemos y con los que todos nos sentimos identificados, como la concordia,
la libertad, la igualdad o el pluralismo”.
En otro
momento de su discurso, el presidente del Congreso dijo sin ambages que todos
“los españoles tenemos que estar orgullosos de nuestra Constitución”. Y es
verdad que las gentes de la calle, los ciudadanos que viven honradamente de su
trabajo, la respetan y la cumplen con auténtica fidelidad y veneración. Es
verdad que no somos todos iguales ante la ley y que ni siquiera disfrutamos
todos de la misma libertad, pero saben perfectamente que la culpa no es de
la norma
constitucional que rige, o debiera regir nuestra democracia. Bien
aplicada, hasta el último ciudadano tendría plenamente garantizados todos y
cada uno de sus derechos
La culpa
de semejantes desigualdades la tienen los políticos que, como no piensan más
que en multiplicar sus prebendas,
interpretan la Constitución y la aplican de manera muy interesada y egoísta,
pensando exclusivamente en su propio beneficio. Habituados a vivir siempre del
cuento, no es de extrañar que organicen continuos homenajes a la Constitución, celebren
solemnemente la fecha de su aniversario, organicen lecturas públicas de la misma y la dediquen calles y plazas en todos los pueblos de
España. Pero cuanto más solemnes son esas celebraciones, más graves son los
incumplimientos. La vulneran conscientemente, con el mismo entusiasmo o más que
la agasajan.
En su
momento, la Constitución sirvió eficazmente
como instrumento de convivencia entre españoles, haciendo posible
aquella famosa y ejemplar Transición Democrática Española. Pero desde que el Gobierno
de Felipe González mató a Montesquieu y
Alfonso Guerra, certificó su fallecimiento,
los responsables políticos comenzaron a infringir descaradamente aquellos
mandatos constitucionales que no les gustaban. Desde ese momento, nuestra Carta
Magna ha sido repetida y gravemente ninguneada, repudiada y hasta “prostituida”,
como dijo José Antonio Ortega Lara, en la concentración de las víctimas del
terrorismo del pasado día 6 de diciembre.
En la
práctica, la soberanía nacional ha
dejado de residir en el pueblo español, del que deben emanar todos los poderes
del Estado, como muy bien indica el artículo 1.2 de la Constitución. Ahora son
los partidos políticos en exclusiva los que, frecuentemente, manejan nuestros
derechos y libertades, limitándolos a su antojo. También les debemos la
peligrosa quiebra de la indisolubilidad
de la Nación española, sancionada en el artículo 2 del texto
constitucional. Los 17 reyezuelos de cada taifa han dado al traste por completo con el
principio de solidaridad de unas regiones con otras.
Los
aparatos de los partidos políticos olvidan que sus estructuras y su funcionamiento, según el artículo 6 de la Constitución, deben ser totalmente democráticos. Pero en vez de democratizarse, han blindado
sus procesos internos y, de acuerdo con los intereses inconfesables de la
cúpula, laminan descaradamente las discrepancias y el pluralismo político. Si
no hay alguien que se lo impida, los partidos políticos tienden a ejercer el
poder absoluto, sustituyendo las mayorías más o menos cualificadas por el
dedazo del jefe a la hora de decidir.
El
jerarca, faltaría más, se rodeará siempre de domésticos que lo obedezcan
ciegamente y lo aplaudan y lo adulen de
manera desmedida. Y estos, a su vez, se prestan voluntariamente a ese juego de
servilismo absurdo, porque saben que no hay otra manera de escalar puestos
dentro del partido y conseguir algún cargo político del Estado. Aquí en España, los que
logran introducirse en la política, sean jerarcas o lacayos, aspiran a eternizarse en sus puestos y que nadie les mueva de su silla. Lo más importante, para unos y otros, es
solucionar su vida definitivamente, llegando a ser auténticos profesionales de
la política.
Los
privilegios que acompañan al ejercicio de la política son otro acicate más para
luchar denodadamente para mantenerse en el cargo. Tratan de conservar todas sus
prerrogativas y de aumentarlas, si es posible, aunque sea a costa de los
ciudadanos. Y nada mejor para conseguirlo que blindar su permanencia en la
función política que desempeñan. Pero no se puede uno fiar de los políticos
profesionales, que no tienen fecha de
caducidad, que se ocupan exclusivamente
de sus propios intereses y que se han convertido en casta. Y esto es
desgraciadamente lo que son hoy día la mayoría de nuestros políticos.
Aunque
el artículo 9 de nuestra Constitución dice claramente que los poderes públicos
deben promover las condiciones para que
la libertad y la igualdad de los individuos sean reales y efectivas, para que,
sin problema alguno, puedan todos ellos participar en la vida política. Pero ya
vimos que esto no se cumple. Se cierra el camino a todo aquel que discrepa, que
piensa por sí mismo y que tiene iniciativas propias. No tiene posibilidad
alguna el que no acate ciegamente las indicaciones dictadas por las
cúpulas de los partidos..
También
se nos garantiza, en el mismo artículo, el principio de legalidad, la jerarquía
normativa y, cómo no, la irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no
favorables o que sean restrictivas de derechos individuales previamente
adquiridos. Pero llegó el Gobierno de turno y, con la disculpa de la crisis
económica que padecemos, violó conscientemente dicho artículo, al dictaminar
con carácter retroactivo la no
actualización de las pensiones. Con arbitrariedades como esta, el Gobierno no
ha hecho más que limitar nuestros derechos fundamentales, aumentando
considerablemente nuestra inseguridad jurídica.
La casta
política que nos explota de manera inmisericorde, se siente muy ufana y hasta se cree artífice de la
abolición de la pena de muerte con el artículo 15 de nuestra Constitución. La
inconsecuencia de estos políticos de cenáculo es tan ostensible, que se rasgan
sus vestiduras cuando alguien habla de implantar la cadena perpetua para los desaprensivos que cometan
alguno de esos crímenes, que son especialmente graves y odiosos. Y sin embargo,
despenalizaron primero la eliminación traumática de los seres humanos más
inocentes e indefensos y, más tarde, elevaron
a la categoría de derecho esas muertes horrendas de esas pobres
criaturas al comienzo de su vida.
La casta
política ha perdido totalmente el norte y hasta la vergüenza y se empeña en actuar habitualmente
al margen de la Constitución. Su ambición no conoce límites, y como son
terriblemente avariciosos y siempre quieren más, no se conforman con las numerosas prebendas que disfrutan. . Por eso,
en no pocas ocasiones, les puede la codicia y se dejan subyugar por la
corrupción. De ahí que lleven ya unos cuantos años, desde 1985, tratando de
garantizar su impunidad.
Conocedores
de su fragilidad ante las tentaciones, nuestros políticos no quieren exponerse,
en caso de cometer algún delito, a que
los juzgue algún tribunal que tenga el mal gusto de hacer justicia aplicando
simplemente la Ley y, por supuesto, el sentido común. Es verdad que gozan de
inmunidad parlamentaria y que solamente podrá
juzgarlos la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, siempre que la Cámara correspondiente conceda el
suplicatorio. Pero siguen corriendo un grave
riesgo, ya que ese Tribunal, si es independiente, también puede tener la
desagradable ocurrencia de aplicar el sentido común en la sentencia.
El
artículo 117 de la Constitución es meridianamente claro. Comienza indicando que
“La justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey por Jueces y
Magistrados integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles,
responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley”. Y estos Jueces y
Magistrados, como indica el texto constitucional en el siguiente punto, “no
podrán ser separados, suspendidos, trasladados ni jubilados, sino por alguna de
las causas y con las garantías previstas en la ley”. Pero la casta política,
que no quiere correr riesgo alguno, ignora sin más este artículo.
. Así
que, para estar a cubierto de cualquier sorpresa o imprevisto, los aparatos de
los partidos mayoritarios eligen ellos mismos, al margen de la Constitución, a
los integrantes del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal
Constitucional. De este modo, al depender de los partidos, los Jueces y los
Magistrados perderán irremisiblemente su independencia y, desde ese momento,
actuarán teniendo en cuenta los dictados marcados por los políticos.
Así
queda en muy mal lugar la obligatoria y necesaria independencia de los tres
poderes clásicos, pero puede llegar a evitar que algún preboste político pague
por sus desmanes punibles. Y de hecho, habrá casos importantes de corrupción en
los que, los infractores, en vez de condenas ejemplares, recibieron una absolución
pública y generosa.
Lo
ocurrido en el bar Faisán, por ejemplo, es un caso tremendamente significativo.
No hay encausados más que los policías que previsiblemente obedecían órdenes
superiores. Y aún así, la sección
tercera de la Sala de lo Penal de la Audiencia no vio en el chivatazo a ETA ni
indicios siquiera de colaboración con la organización terrorista, aunque frustró otra operación policial,
montada para detener a determinados miembros de la banda etarra. Fueron
imputados simplemente por revelar secretos con la intención, según reza la
sentencia, para no "entorpecer el proceso que estaba en marcha para lograr
el cese de la actividad de ETA".
José
Luis Valladares Fernández
Las palabras son baratas.
ResponderEliminarPero a base de palabras tienen embaucada a la sociedad.
EliminarCaca.
ResponderEliminarY ¿qué le vamos a hacer?
EliminarLa "PEPA" de 1812 fue breve (6 años) y en muchos aspectos nada progresista. La que tenemos ahora (1978) deberíamos llamarla la "BERNARDA", pues ha sido y es amancillada por todos los políticos y jueces de cualquier signo y color. Un texto que solamente se ha quedado en una cita literaria para nuestros políticos, que la quieren modificar a conveniencia, y que nunca la han respetado.
ResponderEliminarUn saludo.
Así es. La mayor parte de nuestros políticos están en la vida pública, no para servir. Están para servirse y la Constitución lógicamente no puede coartar nada su marcha. Hasta ahí podíamos llegar
EliminarHola, José Luís:
ResponderEliminarCreo que esta Constitución de chicle,como ha sido denominada en más de una ocasión, no va a servir de tabla de salvación de un Estado cuarteado por el tsunami de corrupción constatable.
Como bien apuntas, muerto Monstesquieu a manos de Guerra y Felipe, se ha acabado el Estado de Derecho.
Un abrazo
Mientras la Ley Electoral no se cambie, cada vez estaremos peor, cada vez habrá más pobres en España. Porque no somos nosotros los que elegimos a los que nos representan, tenemos que conformarnos con optar simplemente por una lista que defiende no a los ciudadanos, sino a un partido determinado. Y todos los que van en esas listas, solamente oyen la voz de su amo, porque sino les borran. Es una vergüenza
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