Las circunstancias que acompañaron a la proclamación
de la Segunda República Española fueron
muy especiales. Llegó inesperadamente sin ser fruto de un proceso plenamente democrático.
Tampoco fue instaurada como consecuencia de la acción revolucionaria de un
pueblo que se echó a la calle. No olvidemos que, de aquella, las clases
populares eran mayoritariamente monárquicas y ahí están los resultados de las
elecciones municipales de abril de 1931 para corroborarlo. Fue más bien la
propia Monarquía por consunción la que, en realidad provocó aquel golpe de
estado incruento que originó el cambio de régimen.
La República llegó inesperadamente aquel 14 de
abril, sin sobresaltos y casi, casi como por ensalmo. Y esa manera de llegar de
improviso y sin brusquedades, animó a muchos intelectuales a implicarse en
política. Algunos ingresaron en los partidos tradicionales de aquella época;
otros, los más, se incorporaron de lleno a la vida política, engrosando las
filas de la recién fundada Agrupación al Servicio de la República. Y aunque no
se les hizo mucho caso, elevaron el atractivo y el nivel de los debates
políticos de aquellas Cortes Constituyentes, que se formaron tras las
elecciones del 28 de junio de 1931.
Es verdad que estos intelectuales trataron de
influir positivamente en la construcción
del Estado republicano pero, en realidad, no se les hizo mucho caso. De ahí que,
a pesar de intentarlo, participaron muy poco en la elaboración de aquella
Constitución republicana, que se aprobó en las Cortes el 9 de diciembre de
1931. Con sus aportaciones, se hubiera mejorado notablemente el texto constitucional y, quizás, se
hubieran ahorrado muchas de las tensiones que se generaron entre unos partidos
y otros.
Pocos meses antes de su aprobación definitiva, en el
debate a la totalidad del proyecto constitucional, José Ortega y Gasset, que
intervenía como portavoz del grupo parlamentario de la Agrupación al Servicio
de la República, ya denunciaba los puntos más débiles de ese proyecto con estas
palabras: "esa tan certera Constitución ha sido mechada con unos cuantos
cartuchos detonantes, introducidos arbitrariamente por el espíritu de
propaganda o por la incontinencia del utopismo".
Y uno de esos “cartuchos detonantes” es precisamente
la autonomía que se instituye para “dos o tres regiones ariscas”, pues esto,
como ya adivinó entonces Ortega y Gasset, dará lugar a que esas regiones se
conviertan en “semi-Estados frente a España, a nuestra España”. Y esto, según
Ortega, animará a realizar campañas de nacionalismo a regiones que nunca habían
sufrido esa tentación. Y así, como es lógico, España dejará de ser una y serán
muchas las regiones que se enfrenten entre sí, y las más indóciles con el
Estado.
El otro "cartucho detonante" es, según
Ortega, "el artículo donde la Constitución legisla sobre la Iglesia".
Para Ortega y Gasset es totalmente improcedente que quieran borrar de un
plumazo la larga historia en común del Estado y la Iglesia en España. Y el 23
de enero de 1932, de acuerdo con la pauta marcada por el artículo 26 de la
Constitución republicana, se redactaba el decreto que estipulaba la disolución
en España de la Compañía de Jesús y la incautación de todos sus bienes. La
quema indiscriminada de iglesias y conventos, que comenzó a mediados de 1931,
se agudizó aún más tras la expulsión de los jesuitas y terminó, claro está,
como terminó.
Como dice un aforismo latino, “errare humanum est”. Y los redactores de la Constitución de 1931,
como señaló oportunamente Ortega y Gasset, cometieron el error de pensar que,
reconociendo la autonomía de esas regiones díscolas y sus supuestas
singularidades, ahogaban definitivamente los preocupantes brotes de
nacionalismo. Y no fue así y en Cataluña no tardó en aparecer el primer
Estatuto de Autonomía, proclamando que Cataluña era “un Estado autónomo dentro
de la República Española” y exigiendo un trato especial y diferenciado del
resto de España. Después vendría el llamado Estatuto de Estella y el Estatuto
de Galicia.
Y como los hombres no aprendemos jamás de los
errores pasados, llegó la Transición Española, y los ponentes de la de la
Constitución de 1978 cometieron el mismo error que los de la Constitución
republicana, aunque, eso sí, agravándolo considerablemente. Los padres de la
actual Constitución fueron aún mucho más lejos y, tal como indica el artículo 2
de la misma, crearon, ahí es nada, el Estado de las autonomías, admitiendo el
carácter de nacionalidad para alguna
de ellas. Pecaron de incautos, al pensar que así integraban definitivamente en
el conjunto de España a esas regiones rebeldes y que acababan de una vez con
sus continuas y preocupantes aspiraciones secesionistas. Lo que en 1931 no era
nada más que un simple “cartucho detonante”, se convirtió en 1978 en una
verdadera carga explosiva.
Es de suponer que, a estas alturas de la película,
de los tres ponentes de nuestra Carta Magna que aún viven, Miguel Herrero
Rodríguez de Miñón y José Pedro Pérez-Llorca, se habrán dado cuenta, aunque
tarde, de su torpeza mayúscula, ya que los separatistas, al ver que se
garantizaba constitucionalmente la viabilidad de las nacionalidades, se
crecieron y, como era de esperar, volvieron a la carga con nuevas y más
arriesgadas exigencias. El único que
puede sentirse satisfecho, es Miquel Roca i Junyent, representante
de la Minoría Catalana, aunque no aparezca por ninguna parte ese “futuro más
estable” que vaticinaba.
Y para complicar aún más las cosas, un iluso y
mesiánico Pedro Sánchez, secretario general del PSOE, cree que ha descubierto
la pólvora y promete solucionar el recurrente problema del separatismo catalán
creando simplemente un nuevo marco de convivencia territorial, social y
económica. Piensa erróneamente que, con solo acentuar las pretendidas
singularidades catalanas, los separatistas se van a dar por satisfechos,
abandonan su actitud insolidaria y suicida y vuelve, sin más la concordia y la
armonía entre las distintas sensibilidades de nuestro país. Y esto se consigue,
según dice, reformando la Constitución para convertir a España en un Estado
Federal.
Para el actual líder socialista, el sistema federal
es la panacea que cura todos nuestros males políticos y económicos, e incluso
los sociales. Piensa erróneamente que así se ajusta y se normaliza el reparto
de competencias entre el Estado y las distintas Comunidades Autónomas, garantizando
y compatibilizando, a la vez, la singularidad de cada región, sin que corra
riesgo alguno la igualdad y la unión entre todas ellas. Y es que Pedro Sánchez se
olvida de algo tan importante como es la
típica idiosincrasia y el papanatismo de los nacionalistas.
El nacionalismo, por su propia naturaleza, es
siempre, no lo olvidemos, el más siniestro de todos los populismos. Los
nacionalistas son políticamente insaciables, jamás se dan por satisfechos.
Cuando consiguen alguna de sus aspiraciones, se marcan inmediatamente otras
metas nuevas.
José Luis Valladares Fernández
El nacionalismo es y sera el germen de cualquier conflicto a nivel mundial.Un ejemplo el estallido de la primera y segunda guerra mundial,saludos,
ResponderEliminarPero los nacionalistas siguen a lo suyo, aunque a estas alturas de la película saben de sobra que hacen un daño irreversible a lo que ellos defienden con tanto brío. Saludos
EliminarSe ha dado a la Constitución una aureola de sacrosanta que no tiene.
ResponderEliminarUnos y otros traen demasiado cuento con la Constitución, aunque sean los primeros que, si cuadra, se la saltan a la torera
EliminarRecomiendo vivamente la lectura de todo lo que tuvo que pasar el verdadero artífice de pasar de la ley a la ley Don Torcuato Fernández-Miranda tan injustamente arrumbado en la memoria y ya señalador de los defectos...claro que lo principal es cumplirla más que pretender cambiarla cada vez que surgen tensiones y deslealtades como pueblo inmaduro que somos...
ResponderEliminarDon Torcuato no ha sido valorado como debía, ya que prestó un gran servicio a España
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