VII – La guerra de sucesión a la Corona en Cataluña
El último rey español de la casa de Austria, Carlos II, llamado ‘el Hechizado’, murió en Madrid el 1 de
noviembre de 1700, a la edad de 40 años. Se había casado en 1679 con María
Luisa de Orleans, sobrina de Luis XIV de Francia, que muere en 1689 sin dejar
descendencia. Volvió a probar fortuna en 1690, casándose con Mariana de Neoburgo, hija del
elector Felipe Guillermo del Palatinado
y duque de Neoburgo, con la que tampoco logró tener hijos.
Y como pasaban los años, y la salud de Carlos II empeoraba visiblemente,
comenzaron las intrigas palaciegas. Contar lo antes posible con el sucesor
adecuado, se convirtió sin más en una cuestión de Estado. Comenzaron las
intrigas palaciegas para condicionar al Monarca a la hora de elegir uno de los
candidatos posibles. El bando de cortesanos que dirigía el arzobispo de Toledo,
el cardenal Luis Fernández Portocarrero, hostigaba al Rey para que se
decantara, de una vez, por Felipe de
Anjou, el nieto de Luis XIV de Francia y de la hermana de Carlos II, la
infanta María Teresa de Austria, hija
mayor de Felipe IV.
La esposa de Carlos II, la reina Mariana de Neoburgo, que contaba con el
apoyo de otro grupo importante de notables del Reino, apoyaba decididamente las
pretensiones de su sobrino, el archiduque Carlos de Austria, hijo del emperador
Leopoldo I. Esta opción contaba, cómo no, con el apoyo de Austria para mantener
la herencia de los Habsburgo y, por supuesto, con el beneplácito internacional
de Inglaterra y Holanda, tradicionales enemigas de España y que, por añadidura,
desconfiaban seriamente de las intenciones secretas del rey Luis XIV de Francia.
Y en esa lucha abierta para condicionar la voluntad del hechizado Rey de
España, como era de suponer, también tomaron parte activa los distintos
embajadores europeos, especialmente el que representaba al Rey francés. Cansado
de tanta presión, Carlos II decide, ya era hora, poner fin a semejante
incertidumbre, y el 3 de octubre, un mes escaso antes de su muerte, hace
testamento, dejando el Trono de España a Felipe de Anjou, un Borbón, nieto de
Luis XIV y segundo hijo del Gran Delfín Luis de Francia, que ya había
muerto. Le obliga, eso sí, a que se
contente con ser Rey de España y renuncie a la sucesión de Francia.
Tras la apertura del testamento real, casi todas las cancillerías
europeas aparentaban aceptar respetuosamente la voluntad del Monarca que
acababa de morir. Pero esa era una falsa percepción, ya que ese testamento
reavivó nuevamente la discordia y el enfrentamiento entre casi todas esas
naciones, dando lugar a la Guerra de Sucesión española. A pesar de todo, Felipe
V entra en España el 23 de Enero de 1701. Y nada más llegar a Madrid, expulsa
de la Corte al virrey de Cataluña, el príncipe
Jorge de Darmstadt, por ser partidario de los Austrias.
Felipe V, que recibirá muy pronto el sobrenombre de ‘el Animoso’,
fue proclamado rey de España el 8 de mayo por las Cortes de Castilla, que se
habían reunido en el Real Monasterio de San Jerónimo, con ese fin. En
septiembre, jura los fueros del reino de Aragón, dirigiéndose después a
Barcelona, donde jurará igualmente las Constituciones catalanas.
La designación de Felipe V como Rey de España molestó profundamente en el
Imperio austriaco, porque eran incapaces de digerir que, después de tantos
años, un Borbón desplazara de esa manera a los Habsburgo de la Corona española.
No es de extrañar, por lo tanto, que Leopoldo I estuviera dispuesto a utilizar
hasta la violencia, para defender de manera eficaz los derechos de su hijo, el
archiduque Carlos de Austria, que era el aspirante excluido. Y comenzó a
intrigar en las cancillerías de Holanda y de Inglaterra, con esta cantinela:
que se olvidaran de sus intereses comerciales con América, si se consumaba la
alianza franco-española.
El rey de Inglaterra, Guillermo III de Orange, que no quería más que oír,
convocó en la Haya a todos aquellos países que sospechaban fundadamente que una
coalición entre Francia y España podía resultar tremendamente peligrosa. Y de
esa reunión, salió la Gran Alianza europea, que estaba formada por Inglaterra,
Holanda, Dinamarca y por mayoría de los Estados alemanes, y que, en la primavera
de 1702, invadieron posesiones de Luis XIV y de Felipe V en Flandes y en
Italia. Más tarde, en Mayo de 1703, se integrarían también en esa Gran Alianza,
el reino de Portugal y el Ducado de Saboya.
Como era de esperar, la Guerra de Sucesión internacional se convirtió en
España en una guerra civil, extremadamente cruenta entre los partidarios de
Felipe V contra los partidarios del duque Carlos de Austria. En la Corona de
Castilla, cómo no, predominaban los borbónicos, aunque también había
partidarios de los Habsburgo. En la Corona de Aragón, sin embargo, había una
mayoría francamente notable de aliados imperiales o austracistas, aunque
también había borbónicos importantes.
En ambos bandos había españoles de
todas las regiones de España y, por supuesto, extranjeros. En los maulets o ejército partidario del
archiduque Carlos de Habsburgo, había aragoneses, valencianos y catalanes. Y había también, cómo no,
gallegos, castellanos y andaluces. No hubo nadie que defendiera Barcelona con
tanto arrojo y pundonor como el famoso ‘Tercio de Castellanos’, cuando
ya estaba totalmente acorralada por el
ejército borbónico. Los Borbones tenían
partidarios en Castilla, en Galicia, en Andalucía, y hasta en el País Vasco y,
también tenían adeptos, mira por donde, en Valencia, en Aragón y hasta en Cataluña.
En los Pirineos, y hasta en el interior de la provincia de Barcelona,
hubo comarcas, como el Valle de Arán, que mantuvieron permanentemente su
lealtad a Felipe V. La misma ciudad de Barcelona, que soportaba frecuentemente
bombardeos brutales, conservó su fidelidad a la causa borbónica hasta el 22 de
agosto de 1705, fecha en que fue tomada
por las tropas austracistas. Aun así, el
pueblo de Barcelona no se sintió especialmente entusiasmado con el nuevo dueño
de la situación, el archiduque austriaco, que había sido ya proclamado como rey
Carlos III de España, en Viena, el 12 de septiembre de 1703.
La burguesía catalana siempre ha sido excesivamente pragmatista y
terminó, claro está, adhiriéndose a la
causa de los Habsburgo previendo que así disfrutarían de un poder de decisión
mucho mayor. Pero sucedió algo que trastocó inevitablemente todos sus planes.
El 17 de abril de 1711, muere en Viena, sin descendencia, el emperador José I de Habsburgo. El
archiduque Carlos de Austria, que llevaba en España desde 1705, tiene que regresar
a Viena para convertirse en el emperador Carlos VI de Habsburgo.
Este suceso fue determinante para que los ingleses abandonen
inmediatamente la causa de la dinastía austriaca, y dejen en la estacada al
recién estrenado Carlos III. No podían tolerar que, quien era ya emperador de
Austria, ocupara también el trono de
España, porque era tanto como volver a reeditar el viejo imperio de Carlos V. Y
eso sería bastante más peligroso para los intereses de Inglaterra que una
simple coalición de las Coronas de Francia y España. Esta nueva postura del
reino de Gran Bretaña desembocará, tres años más tarde, en la firma del Tratado
de Utrecht, que puso fin a la Guerra de
Sucesión Española.
Con el Tratado de Utrecht, Inglaterra logró sacar tajada tanto de
Francia, como de España. ¿Quién no se acuerda de Gibraltar? Pero gracias al Tratado
de Utrecht, que se firmó en abril de 1713, y al Tratado de Rastatt,
firmado un año más tarde, Felipe V fue reconocido internacionalmente como Rey
de España y de sus colonias de ultramar. Pero tuvo que renunciar solemnemente,
eso sí, a sus derechos a la Corona francesa.
Una vez conseguida la paz con Inglaterra y con Austria, Felipe V decidió
acabar rápidamente con la rebelión de Cataluña y castigar severamente a los
culpables. Y como se sintió vilmente traicionado por los dirigentes burgueses
catalanes, prescindió totalmente de
cualquier tipo de arreglo o componenda. Les amenazó, incluso, con no respetar
los fueros, ni las instituciones típicamente catalanas, como la Generalitat, la
Junta General de Brazos o el Consejo de Ciento. Y como los austracistas
catalanes no estaban dispuestos a rendirse, los borbónicos iniciaron el asedio
a Barcelona.
Los dirigentes catalanes, aunque tarde, comprendieron que se habían
equivocado gravemente, una vez más, al decantarse por Carlos de Habsburgo. Y
sus embajadores en Londres y en Viena intentaron conseguir una salida digna
para Cataluña, pero no consiguieron nada más que buenas palabras. El bombardeo
de la ciudad era cada vez más intenso. En julio de 1714 llega a Barcelona el
mariscal James Fitz-James, duque de Berwick, con 20.000 soldados franceses y
comienza el asalto definitivo a la ciudad sitiada.
Y como nadie les garantizaba la conservación de sus fueros, los barceloneses
seguían negándose a capitular. Se
recrudecieron notablemente los ataques y se concentró el fuego de la artillería sobre puntos muy
concretos de la muralla. Y cuando llegó el 11 de septiembre, ya tenían abiertas
varias brechas por las que comenzaron a entrar en la ciudad las tropas
borbónicas, desencadenando así el asalto final al último reducto peninsular de
los austracistas.
Con las primeras luces de la mañana, el general Villarroel comunica al Conseller en Cap y alcalde de la ciudad,
Rafael Casanova, que la defensa de la ciudad se complica y que están siendo
peligrosamente superados por las tropas de Felipe V. Y entonces Casanova,
enarbolando el estandarte de Santa Eulalia, venerada por los barceloneses, se
presentó ante los defensores para darles ánimos con una encendida arenga. Entre
otras cosas, les dijo algo que echa por tierra la historia inventada por el
nacionalismo catalán: “Por nosotros y por la nación española peleamos
defendiendo a su rey, por la fe de su religión y por sus privilegios”.
Como la situación de los defensores de Barcelona, si no variaban las
circunstancias, era ya prácticamente insostenible, los Tres Comunes de Cataluña
se reúnen a primeras horas de la tarde para ver si aún queda alguna solución
posible. Y después de analizar detenidamente los problemas y las carencias que
padecen los sitiados, deciden publicar
un bando, que descoloca a los exaltados inventores de historias mitológicas
catalanas. En ese bando, piden a los barceloneses que sean generosos y que se
presten a “derramar gloriosamente su sangre y vida por su Rey, por su honor,
por la Patria y por la libertad de toda España”.
Y las tres organizaciones que integran los Tres Comunes de Cataluña, la
Diputación del General, el Consejo de Ciento y el Brazo Militar, van aún más
lejos y agregan, que pedirán la capitulación si, en el plazo de una hora, no
disponen de gente suficiente para organizar convenientemente la defensa de la
ciudad. Y como la llamada del bando no surtió el efecto esperado, los Tres
Comunes de Cataluña deciden parlamentar con los asaltantes para rendirse
oficialmente el 12 de septiembre, y hacer entrega de la ciudad.
Y esta fue la última batalla de aquella espeluznante Guerra de Sucesión
en la que murieron muchos patriotas, luchando denodadamente en bandos opuestos,
buscando, eso sí, una España mejor, más libre y más justa. Solamente un
nacionalista rematadamente perturbado puede decir que, el 11 de septiembre de
1714, Cataluña perdió su soberanía y comenzó a soportar la opresión de España.
Más bien, ese día empezó a fraguarse la prosperidad catalana,
convirtiéndose en la región más
industrializada de España.
El 11 de septiembre de cada año, los catalanes celebran su Fiesta
Nacional con la famosa Diada. Y es la Generalidad la encargada de
organizar la famosa Diada de Cataluña. Ese acto institucional se celebra
habitualmente en el Parque de la Ciudadela y termina con una ofrenda floral en
memoria del añorado conseller en cap,
Rafael Casanova. Gracias a la testarudez y a la
chifladura de unos nacionalistas tremendamente sectarios, Rafael
Casanova ha pasado a ser un personaje heroico, un mártir que sacrificó valerosamente
su vida en defensa de Barcelona, más que nada, para salvaguardar las
instituciones catalanas.
Y todo esto no es verdad. Son todo exageraciones interesadas de la
mitología nacionalista para crear un icono del catalanismo. Como otros muchos
españoles, Casanova era partidario de la España del archiduque Carlos y, por
consiguiente, estaba en contra de la España borbónica. Y tampoco fue un mártir
que entregara desinteresadamente su vida, luchando contra las tropas de Felipe
V, en defensa de las instituciones de Cataluña, ya que murió realmente, casi
treinta años más tarde, en Sant Boi de
Llobregat, mucho tiempo después de haber recibido el perdón real.
No es verdad que Rafael Casanova i Comes
se comportara como un auténtico héroe en la última batalla de la Guerra
de Sucesión que se libró en Barcelona. Todo lo contrario. Tras la capitulación
de los Tres Comunes de Cataluña con el duque de Berwick, comienza a
organizar su espantada. Quema
precipitadamente los documentos que llevan su nombre y, como fue herido en el
asedio, hace que un médico falsifique su certificado de defunción. Y después de
delegar la rendición en otro consejero, huye cobardemente, disfrazado de
fraile, para vivir escondido y no dar la cara mientras haya peligro.
Y a pesar de todo, el catalanismo oficial sigue distorsionando obscenamente
la figura histórica de dicho conseller en
cap, transformándolo en un falso mito del nacionalismo catalán. Y en
realidad, no hace falta mucha sensatez para encontrar fácilmente algún
personaje que otro, mucho más ilustre que Casanova, a quien poder homenajear
sin hacer tanto el ridículo.
Gijón, 27 de enero de 2018
José Luis Valladares Fernández
En efecto, una manipulación de la historia en la que se ha convertido en héroes a muchos que siguieron detentando altos cargos tras ser derrotados.
ResponderEliminarSe llegó muy lejos consintiendo que hicieran lo que les venia en gana, y ahora tiene mal remedio.
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