VI – Primera proclamación de la República Catalana
Cuando muere Felipe III en marzo de 1621, Felipe IV, apodado el Grande,
hereda los distintos reinos de España, sin darse cuenta que había empezado a
esfumarse todo el antiguo esplendor del viejo Imperio español. Durante la
primera etapa de su reinado, el nuevo Rey dejó en manos de su valido Gaspar de
Guzmán y Pimentel, el famoso conde-duque de Olivares, los complicados asuntos
de Estado.
No olvidemos que, cuando Felipe IV comenzó a gobernar, España estaba
metida de lleno en la Guerra de los Treinta Años, en la que estaban complicadas
casi todas las grandes potencias europeas de aquella época. Y que tuvo que
reabrir nuevamente la vieja Guerra de los Ochenta Años, porque no logró ponerse
de acuerdo con las Diecisiete Provincias de los Países Bajos, para prorrogar la
famosa Tregua de los Doce Años, que expiraba precisamente en 1621. Hay que
tener en cuenta que ni Luis XIII de Francia, ni su Primer Ministro, el cardenal
Richelieu, lograban digerir el prestigio
alcanzado por España y su enorme relevancia internacional.
La victoria cosechada en 1635 por
los ejércitos imperiales en la Guerra de los Treinta Años, puso aún más
nerviosos a los gobernantes galos y decidieron utilizar cualquier tipo de
subterfugio que les ayudara a neutralizar completamente a los Habsburgo, tanto
en España como en Alemania. Esto les llevó a iniciar una política de
enfrentamientos constantes, aliándose tanto con los rebeldes de los Países
Bajos, que estaban en guerra con España, como con los protestantes alemanes,
que luchaban contra los Habsburgo en la Guerra de los Treinta Años. E
instigaron convenientemente a Inglaterra para que reanudara sus hostilidades
contra España.
Para hacer frente a estos peligrosos retos y seguir preservando la
hegemonía española en Europa, había que acrecentar considerablemente los
recursos humanos y económicos y, por supuesto, contar con un ejército común.
Pero Castilla ya no daba más de sí y su economía estaba ya exhausta y al borde
de la ruina. Y para colmo de males, comenzaron
a escasear las remesas de plata que llegaban en las flotas que venían de
las indias. Esto tuvo una repercusión prácticamente inmediata en los ingresos
de la Hacienda real. Se necesitaba, por tanto, la generosidad de todos los
demás reinos peninsulares.
Precisamente por eso, el conde-duque de Olivares pidió solidaridad a los
demás territorios de la Corona, exigiendo que todos ellos contribuyeran con
soldados y con dinero, teniendo en cuenta, eso sí, su población y su riqueza. Y
aunque esta propuesta que fue elogiada y aplaudida sinceramente por Castilla y
por la corte de Madrid, fue tajantemente rechazada por los demás reinos de la
Monarquía Hispánica y, de manera más radical incluso, por las instituciones
catalanas. Pensaban que la mera exigencia de esos tributos violaba sus fueros y
sus derechos.
Los Tercios españoles, dirigidos por el hermano de Felipe IV, el
Cardenal-infante Fernando de Austria, derrotan a los franceses en Flandes en
1635, y después invaden Francia y llegan victoriosamente hasta las mismísimas
puertas de París. Pero la escasez de medios para mantener el abastecimiento en
una zona tan amplia, obliga a las tropas españolas a replegarse, regresando
nuevamente a Flandes. A pesar de los importantes descalabros, sufridos por las
huestes del Cardenal Richelieu, Francia sigue adelante con su ofensiva y
consigue cortar la vía de comunicación entre Italia y Flandes y envía su
ejército a los Pirineos.
Y ante la negativa de los catalanes a participar en la defensa común, aportando medios humanos
y materiales, el conde-duque Olivares envía un ejército de 40.000 hombres a
Cataluña para hacer frente a los franceses y defender convenientemente la frontera de los Pirineos. Aunque había
soldados castellanos, la tropa desplegada por Olivares estaba compuesta
básicamente por mercenarios de diversa procedencia. A partir de ese momento, Cataluña
comienza a ser uno de los escenarios fundamentales de la Guerra de los Treinta
Años.
No tardaron mucho, es verdad, en aparecer las primeras protestas de la
población catalana, inicialmente porque tenían que correr con los gastos de
alojamiento y la manutención de las tropas asentadas en Cataluña. Y esas quejas
subirían considerablemente de tono por los abusos que atribuían justa o
injustamente al ejército real. Se acusaba a la soldadesca de cometer robos,
exacciones y toda clase de arbitrariedades. Con la intención de apaciguar la
situación, en 1638, el conde-duque de Olivares nombra Virrey de Cataluña a
Dalmau de Queral, conde de Santa Coloma y aparentemente miembro destacado de la
nobleza catalana.
Y como el conde de Santa Coloma, no dio la talla como Virrey, o no se la
dejaron dar, terminó encrespando aún más los ánimos. Y esto le llevó a lo largo
del año 1640, a adoptar medidas extremadamente duras contra los pueblos que se
negaban a dar alojamiento a las tropas reales o se quejaban de sus abusos.
Llegó incluso a tomar represalias tan contundentes contra esas poblaciones, que
hasta permitió que las saquearan e incluso que las incendiaran. Esto dio lugar
a una serie de brutales enfrentamientos entre campesinos y soldados que, como
era de esperar, terminaron desembocando en una insurrección generalizada.
Empezaron los empobrecidos campesinos de Gerona que, además de atacar
decididamente a los soldados acogidos en sus casas, decidieron llevar la
revuelta a todo el Principado de Cataluña. Llegaron a Barcelona el 7 de junio
de 1640, fiesta del Corpus Christi. Y uniéndose a un grupo bastante numeroso de
segadores, que acudían a la ciudad en busca de un contrato temporal para la
cosecha del año, se amotinaron y se adueñaron de Barcelona, iniciando así la
sublevación de Cataluña.
Los disturbios provocados por los campesinos rebeldes y los segadores
fueron tan graves, que finalizaron con varias personas muertas, entre ellas el
propio Virrey, conde de Santa Coloma. Esta especie de subversión, que pasó a
llamarse el Corpus de Sangre, estaba dirigida inicialmente contra los soldados y los funcionarios
reales. Pero el odio de los amotinados llegó a tales extremos que, sin
pensárselo dos veces, comenzaron muy
rápidamente a llevarse por delante
también a los hacendados, a los nobles y a los ricos de las ciudades que
encontraban en su camino.
Llegó un momento que, ni los miembros de la propia Generalidad, eran
capaces de controlar al grupo enfurecido de campesinos y segadores. La
situación llegó a ser tan complicada, que los dirigentes catalanes, temiendo
que la situación se les escapara de las manos, adoptaron claramente una actitud
mucho más conciliadora, que tampoco dio resultado alguno. Y al comprobar que la
rebelión popular seguía agravándose y que aumentaban las dificultades para
entenderse con la monarquía española, rompen con Felipe IV y, después de proclamar
por primera vez la República Catalana, se alían con Luis XIII, enemigo del rey
de España.
Ante semejante despropósito, el propio Olivares, faltaría más, comienza rápidamente
a preparar un ejército para volver a recuperar la región de Cataluña. El
clérigo Pau Claris, que preside la Diputación del General de Cataluña, trata de
curarse en salud y pide apoyo armamentístico a Francia. Luis XIII y el cardenal
Richelieu, que no quieren más que oír, utilizan al plenipotenciario Bernard Du
Plessis-Besançon para comunicar a las autoridades catalanas que, si no
reconocen al rey francés como soberano, Francia no puede implicarse en esa
guerra.
El 23 de
enero de 16 41, sin reflexionar apenas sobre las posibles
consecuencias de esta atrevida propuesta, la Junta de Brazos y el Consejo de
Ciento aceptan sin más las exigencias de la Corte francesa, convirtiendo así a
Luis XIII en el nuevo conde de Barcelona. Pocos días después, y gracias a esa
absurda decisión, un ejército franco-catalán comienza a ocuparse de la defensa
de Barcelona. Al sufrir una contundente derrota, las tropas de Felipe IV se
retiran previsoramente, en espera de una oportunidad más propicia.
Y no tarda mucho Cataluña en pagar caro su atrevimiento y su osadía. Nada
más ser reconocido como conde de Barcelona, Luis XIII se olvida de los
catalanes y nombra virrey a Urbain de Maillé, marqués de Brézé, un personaje
francés, que inundó la administración catalana de funcionarios pro-franceses o
afrancesados que rivalizaban entre sí a ver quién seguía más ciegamente los
dictados de París. La situación en Cataluña empeoró rápidamente.
No olvidemos que los catalanes habían sido siempre sumamente reacios a
sufragar los gastos de un ejército, y no
estaban dispuestos en absoluto a compartir con nadie la administración de sus
propias instituciones. Y ahora, mira por donde, se encuentran con la irónica
paradoja de tener que correr con los gastos del ejército francés que, cada vez,
resulta más caro y que, además, se comporta realmente como un ejército de
ocupación. Y por si todo esto fuera poco, la Corte francesa inunda Cataluña de
productos franceses, convirtiéndola de hecho en un nuevo mercado para Francia.
Con la irresponsable huida hacia delante de la oligarquía catalana, la
región de Cataluña pasó a ser el campo de batalla de la guerra entre Francia y
España. Y esa situación de guerra dio origen, cómo no, a una disparatada
inflación y a otra serie de calamidades, como es el caso de las plagas y de las
enfermedades, que aparecen
necesariamente en todas las contiendas bélicas importantes. El descontento
comenzó a hacer acto de presencia entre la población, al constatar que su situación había empeorado
considerablemente desde que comenzaron a rendir pleitesía a Luis XIII como
nuevo conde de Barcelona.
Tuvieron que pasar diez años más para que Felipe IV recuperara nuevamente
la región de Cataluña para la Corona española. El rey de España sabía
perfectamente que la población catalana estaba
muy descontenta con la ocupación francesa y que sus defensas habían sido
diezmadas por una peste muy virulenta. Viendo que aquel era el mejor momento
para acabar con la ocupación gala, en 1651, un ejército dirigido por Juan José
de Austria comenzó el asedio a Barcelona. Y 15 meses más tarde, en octubre de
1652, tras la rendición de la plaza, los catalanes aceptaron a Felipe IV como
soberano y Juan José de Austria como virrey de Cataluña.
Es verdad que, tras el asedio a Barcelona por el ejército de Juan José de
Austria, el hijo bastardo de Felipe IV, Francia se vio obligada a abandonar
Cataluña. Pero supo aprovechar esa situación para quedarse definitivamente con
el principal territorio transpirenaico de España: el Rosellón y la mitad del
condado de Cerdeña. La sublevación catalana, es verdad, sumió a España en una
inestabilidad interna sumamente complicada, pero fue Cataluña la que, sin lugar a dudas, se llevó la peor
parte.
Por supuesto que los nacionalistas de turno, que son especialistas en
tergiversar la historia a su antojo, no reconocerán esto jamás. Y de hecho,
siguen con sus elucubraciones, defendiendo tercamente que la fuerza militar
desplegada en Cataluña en el año 1635, por orden del valido Olivares, era un
auténtico ejército de ocupación. E insisten una y otra vez que, con la disculpa
de defender la frontera de los Pirineos, intentaban apoderarse disimuladamente del
Principado catalán.
Y toda esta tribu de separatistas sobrevenidos, aún hoy día, trata de
convertir aquel llamado ‘Corpus de sangre’ o ‘la Guerra de los
Segadores’, en una revolución heroica contra España. Y califican el hecho
como algo memorable, cuando no fue nada más que una semana sumamente trágica y
sangrienta, en la que desgraciadamente se perdieron muchas vidas.
Gijón, 8 de enero de 2018
José Luis Valladares Fernández
Si se hubiera consumado la dominación francesa en Cataluña, hoy no tendrían ni siquiera Estatuto de Autonomía.
ResponderEliminarEso es indudable. Ya de aquella, se volvieron a marchar de Francia completamente escamados.
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