lunes, 15 de enero de 2018

LOS SUEÑOS DEL NACIONALISMO CATALAN

VI Primera proclamación de la República Catalana


Cuando muere Felipe III en marzo de 1621, Felipe IV, apodado el Grande, hereda los distintos reinos de España, sin darse cuenta que había empezado a esfumarse todo el antiguo esplendor del viejo Imperio español. Durante la primera etapa de su reinado, el nuevo Rey dejó en manos de su valido Gaspar de Guzmán y Pimentel, el famoso conde-duque de Olivares, los complicados asuntos de Estado.
No olvidemos que, cuando Felipe IV comenzó a gobernar, España estaba metida de lleno en la Guerra de los Treinta Años, en la que estaban complicadas casi todas las grandes potencias europeas de aquella época. Y que tuvo que reabrir nuevamente la vieja Guerra de los Ochenta Años, porque no logró ponerse de acuerdo con las Diecisiete Provincias de los Países Bajos, para prorrogar la famosa Tregua de los Doce Años, que expiraba precisamente en 1621. Hay que tener en cuenta que ni Luis XIII de Francia, ni su Primer Ministro, el cardenal Richelieu, lograban  digerir el prestigio alcanzado por España y su enorme relevancia internacional.
 La victoria cosechada en 1635 por los ejércitos imperiales en la Guerra de los Treinta Años, puso aún más nerviosos a los gobernantes galos y decidieron utilizar cualquier tipo de subterfugio que les ayudara a neutralizar completamente a los Habsburgo, tanto en España como en Alemania. Esto les llevó a iniciar una política de enfrentamientos constantes, aliándose tanto con los rebeldes de los Países Bajos, que estaban en guerra con España, como con los protestantes alemanes, que luchaban contra los Habsburgo en la Guerra de los Treinta Años. E instigaron convenientemente a Inglaterra para que reanudara sus hostilidades contra España.
Para hacer frente a estos peligrosos retos y seguir preservando la hegemonía española en Europa, había que acrecentar considerablemente los recursos humanos y económicos y, por supuesto, contar con un ejército común. Pero Castilla ya no daba más de sí y su economía estaba ya exhausta y al borde de la ruina. Y para colmo de males, comenzaron  a escasear las remesas de plata que llegaban en las flotas que venían de las indias. Esto tuvo una repercusión prácticamente inmediata en los ingresos de la Hacienda real. Se necesitaba, por tanto, la generosidad de todos los demás reinos peninsulares.
Precisamente por eso, el conde-duque de Olivares pidió solidaridad a los demás territorios de la Corona, exigiendo que todos ellos contribuyeran con soldados y con dinero, teniendo en cuenta, eso sí, su población y su riqueza. Y aunque esta propuesta que fue elogiada y aplaudida sinceramente por Castilla y por la corte de Madrid, fue tajantemente rechazada por los demás reinos de la Monarquía Hispánica y, de manera más radical incluso, por las instituciones catalanas. Pensaban que la mera exigencia de esos tributos violaba sus fueros y sus derechos.
Y aunque los reinos no castellanos de la Corona española seguían dando la espalda a los continuos requerimientos del conde-duque de Olivares, tropas imperiales y españolas infligen  una contundente derrota a Suecia y a los protestantes en la batalla de Nördlingen. Este hecho, cómo no, molestó profundamente en la corte de Francia. Y Luis XIII, inducido por el rencoroso cardenal Richelieu, declara la guerra a España y entra de lleno en la Guerra de los Treinta Años, lanzando una gran ofensiva contra los Países Bajos de España.
Los Tercios españoles, dirigidos por el hermano de Felipe IV, el Cardenal-infante Fernando de Austria, derrotan a los franceses en Flandes en 1635, y después invaden Francia y llegan victoriosamente hasta las mismísimas puertas de París. Pero la escasez de medios para mantener el abastecimiento en una zona tan amplia, obliga a las tropas españolas a replegarse, regresando nuevamente a Flandes. A pesar de los importantes descalabros, sufridos por las huestes del Cardenal Richelieu, Francia sigue adelante con su ofensiva y consigue cortar la vía de comunicación entre Italia y Flandes y envía su ejército  a los Pirineos.
Y ante la negativa de los catalanes a participar  en la defensa común, aportando medios humanos y materiales, el conde-duque Olivares envía un ejército de 40.000 hombres a Cataluña para hacer frente a los franceses y defender convenientemente  la frontera de los Pirineos. Aunque había soldados castellanos, la tropa desplegada por Olivares estaba compuesta básicamente por mercenarios de diversa procedencia. A partir de ese momento, Cataluña comienza a ser uno de los escenarios fundamentales de la Guerra de los Treinta Años.
No tardaron mucho, es verdad, en aparecer las primeras protestas de la población catalana, inicialmente porque tenían que correr con los gastos de alojamiento y la manutención de las tropas asentadas en Cataluña. Y esas quejas subirían considerablemente de tono por los abusos que atribuían justa o injustamente al ejército real. Se acusaba a la soldadesca de cometer robos, exacciones y toda clase de arbitrariedades. Con la intención de apaciguar la situación, en 1638, el conde-duque de Olivares nombra Virrey de Cataluña a Dalmau de Queral, conde de Santa Coloma y aparentemente miembro destacado de la nobleza catalana.
Y como el conde de Santa Coloma, no dio la talla como Virrey, o no se la dejaron dar, terminó encrespando aún más los ánimos. Y esto le llevó a lo largo del año 1640, a adoptar medidas extremadamente duras contra los pueblos que se negaban a dar alojamiento a las tropas reales o se quejaban de sus abusos. Llegó incluso a tomar represalias tan contundentes contra esas poblaciones, que hasta permitió que las saquearan e incluso que las incendiaran. Esto dio lugar a una serie de brutales enfrentamientos entre campesinos y soldados que, como era de esperar, terminaron desembocando en una insurrección generalizada.
Empezaron los empobrecidos campesinos de Gerona que, además de atacar decididamente a los soldados acogidos en sus casas, decidieron llevar la revuelta a todo el Principado de Cataluña. Llegaron a Barcelona el 7 de junio de 1640, fiesta del Corpus Christi. Y uniéndose a un grupo bastante numeroso de segadores, que acudían a la ciudad en busca de un contrato temporal para la cosecha del año, se amotinaron y se adueñaron de Barcelona, iniciando así la sublevación de Cataluña.
Los disturbios provocados por los campesinos rebeldes y los segadores fueron tan graves, que finalizaron con varias personas muertas, entre ellas el propio Virrey, conde de Santa Coloma. Esta especie de subversión, que pasó a llamarse el Corpus de Sangre, estaba dirigida inicialmente  contra los soldados y los funcionarios reales. Pero el odio de los amotinados llegó a tales extremos que, sin pensárselo dos veces,  comenzaron muy rápidamente a  llevarse por delante también a los hacendados, a los nobles y a los ricos de las ciudades que encontraban en su camino.
Llegó un momento que, ni los miembros de la propia Generalidad, eran capaces de controlar al grupo enfurecido de campesinos y segadores. La situación llegó a ser tan complicada, que los dirigentes catalanes, temiendo que la situación se les escapara de las manos, adoptaron claramente una actitud mucho más conciliadora, que tampoco dio resultado alguno. Y al comprobar que la rebelión popular seguía agravándose y que aumentaban las dificultades para entenderse con la monarquía española, rompen con Felipe IV y, después de proclamar por primera vez la República Catalana, se alían con Luis XIII, enemigo del rey de España.
Ante semejante despropósito, el propio Olivares, faltaría más, comienza rápidamente a preparar un ejército para volver a recuperar la región de Cataluña. El clérigo Pau Claris, que preside la Diputación del General de Cataluña, trata de curarse en salud y pide apoyo armamentístico a Francia. Luis XIII y el cardenal Richelieu, que no quieren más que oír, utilizan al plenipotenciario Bernard Du Plessis-Besançon para comunicar a las autoridades catalanas que, si no reconocen al rey francés como soberano, Francia no puede implicarse en esa guerra.
El 23 de enero de 1641, sin reflexionar apenas sobre las posibles consecuencias de esta atrevida propuesta, la Junta de Brazos y el Consejo de Ciento aceptan sin más las exigencias de la Corte francesa, convirtiendo así a Luis XIII en el nuevo conde de Barcelona. Pocos días después, y gracias a esa absurda decisión, un ejército franco-catalán comienza a ocuparse de la defensa de Barcelona. Al sufrir una contundente derrota, las tropas de Felipe IV se retiran previsoramente, en espera de una oportunidad más propicia.
Y no tarda mucho Cataluña en pagar caro su atrevimiento y su osadía. Nada más ser reconocido como conde de Barcelona, Luis XIII se olvida de los catalanes y nombra virrey a Urbain de Maillé, marqués de Brézé, un personaje francés, que inundó la administración catalana de funcionarios pro-franceses o afrancesados que rivalizaban entre sí a ver quién seguía más ciegamente los dictados de París. La situación en Cataluña empeoró rápidamente.
No olvidemos que los catalanes habían sido siempre sumamente reacios a sufragar los gastos de un ejército,  y no estaban dispuestos en absoluto a compartir con nadie la administración de sus propias instituciones. Y ahora, mira por donde, se encuentran con la irónica paradoja de tener que correr con los gastos del ejército francés que, cada vez, resulta más caro y que, además, se comporta realmente como un ejército de ocupación. Y por si todo esto fuera poco, la Corte francesa inunda Cataluña de productos franceses, convirtiéndola de hecho en un nuevo mercado para Francia.
Con la irresponsable huida hacia delante de la oligarquía catalana, la región de Cataluña pasó a ser el campo de batalla de la guerra entre Francia y España. Y esa situación de guerra dio origen, cómo no, a una disparatada inflación y a otra serie de calamidades, como es el caso de las plagas y de las enfermedades,  que aparecen necesariamente en todas las contiendas bélicas importantes. El descontento comenzó a hacer acto de presencia entre la población, al constatar  que su situación había empeorado considerablemente desde que comenzaron a rendir pleitesía a Luis XIII como nuevo conde de Barcelona.
Tuvieron que pasar diez años más para que Felipe IV recuperara nuevamente la región de Cataluña para la Corona española. El rey de España sabía perfectamente que la población catalana estaba  muy descontenta con la ocupación francesa y que sus defensas habían sido diezmadas por una peste muy virulenta. Viendo que aquel era el mejor momento para acabar con la ocupación gala, en 1651, un ejército dirigido por Juan José de Austria comenzó el asedio a Barcelona. Y 15 meses más tarde, en octubre de 1652, tras la rendición de la plaza, los catalanes aceptaron a Felipe IV como soberano y Juan José de Austria como virrey de Cataluña.
Es verdad que, tras el asedio a Barcelona por el ejército de Juan José de Austria, el hijo bastardo de Felipe IV, Francia se vio obligada a abandonar Cataluña. Pero supo aprovechar esa situación para quedarse definitivamente con el principal territorio transpirenaico de España: el Rosellón y la mitad del condado de Cerdeña. La sublevación catalana, es verdad, sumió a España en una inestabilidad interna sumamente complicada, pero  fue Cataluña  la que, sin lugar a dudas, se llevó la peor parte.
Por supuesto que los nacionalistas de turno, que son especialistas en tergiversar la historia a su antojo, no reconocerán esto jamás. Y de hecho, siguen con sus elucubraciones, defendiendo tercamente que la fuerza militar desplegada en Cataluña en el año 1635, por orden del valido Olivares, era un auténtico ejército de ocupación. E insisten una y otra vez que, con la disculpa de defender la frontera de los Pirineos, intentaban apoderarse disimuladamente del Principado catalán.
Y toda esta tribu de separatistas sobrevenidos, aún hoy día, trata de convertir aquel llamado ‘Corpus de sangre’ o ‘la Guerra de los Segadores’, en una revolución heroica contra España. Y califican el hecho como algo memorable, cuando no fue nada más que una semana sumamente trágica y sangrienta, en la que desgraciadamente se perdieron muchas vidas.

Gijón, 8 de enero de 2018

José Luis Valladares Fernández

2 comentarios:

  1. Si se hubiera consumado la dominación francesa en Cataluña, hoy no tendrían ni siquiera Estatuto de Autonomía.

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    1. Eso es indudable. Ya de aquella, se volvieron a marchar de Francia completamente escamados.

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