Para el escritor estadounidense Charles Bukowski, representante máximo del ‘realismo sucio’ y de la literatura
independiente, “el problema en el mundo es que la gente inteligente está llena
de dudas, mientras que la gente estúpida está llena de certezas”. Y es evidente
que José Luis Rodríguez Zapatero estaba completamente lleno “de certezas”,
cuando llegó a La Moncloa a bordo de uno
de aquellos trenes de la red de Cercanías de Madrid, despanzurrados por alguien
que aún no sabemos, en la madrugada de
aquel fatídico 11 de marzo de 2004.
En realidad, Zapatero era un personaje muy normal, un
poco apocado si se quiere, pero extremadamente
dócil y disciplinado. Es verdad que presentó personalmente su
candidatura para liderar al PSOE.
Pero como no esperaba nada, porque sabía que no era nada más que un simple candidato de relleno, como Rosa
Diez y como Matílde Fernández, hizo un discurso de presentación breve y hasta
simplista, en el que abogaba por un
“cambio tranquilo” y por “una España plural, más laica, más solidaria y más
justa”.
Durante
la celebración del XXXV Congreso Federal del PSOE, la corriente oficialista trató de entronizar a José Bono en
la Secretaria General del partido. Los miembros de esa corriente, por qué no
decirlo, sabían perfectamente que, entre
los asistentes a ese histórico Congreso, había muchos delegados críticos, que
rechazaban abiertamente la candidatura del dirigente manchego. Pero estaban
completamente seguros del aplastante triunfo del candidato oficial, porque pensaban
que ese grupo de respondones dispersaría sus votos entre la Nueva Vía
de Zapatero, el guerrismo de Matilde Fernández y el inconformismo de
Rosa Díez.
Los
representantes del viejo aparato del partido no pensaron jamás, que un novato
como Rodríguez Zapatero pudiera desarmarles tan rápidamente su bolera. No
tuvieron en cuenta que los guerristas que apoyaban a Matilde Fernández, odiaban
a Bono en la misma medida que lo temían. No es de extrañar, por lo tanto, que los
partidarios de esa corriente contestataria se dejaran arrastrar por un discurso
espontaneo y atrevido, aunque lleno de simplezas, como el que pronunció
Zapatero para presentar se candidatura. Y aquí, habría que añadir algo más: que
Zapatero contaba con la inestimable ayuda del trabajo sucio de José Blanco.
Y
contra todo pronóstico, se produce la traición de los delegados del ala
izquierdista del partido, los guerristas, y dejan al candidato oficial, José
Bono, compuesto y sin novia. Y eligen sorprendentemente a José Luis Rodríguez
Zapatero como nuevo Secretario General del PSOE.
En aquel 22 de julio del año 2000, el nuevo líder del PSOE podía haber repetido con toda tranquilidad, cómo no, el Veni,
vidi, vici que pronunció Julio Cesar, después de derrotar a Farnaces II
del Ponto en la batalla de Zela.
Por
el simple hecho de ser aupado a la Secretaría General del PSOE, Zapatero ya se envalentonó más de la cuenta y comenzó a
presumir absurdamente de una supuesta superioridad que no tenía. Pero el
verdadero desmadre llegó en abril de 2004, al aterrizar en La Moncloa
convertido ya en presidente del Gobierno. Con este ascenso, tan inesperado como
inmerecido, Zapatero perdió totalmente los estribos y comenzó a vivir en un
mundo tremendamente irreal e incomprensible, dando a todas sus intervenciones
públicas una solemnidad improcedente y postiza,
con frases indefectiblemente huecas y altisonantes.
El
desmedido endiosamiento de Rodríguez Zapatero, le llevó a pensar que tenía los
cielos abiertos, y que una fuerza oculta y misteriosa iluminaba su mente y guiaba convenientemente todos sus pasos. No
aceptaba, por lo tanto, ni la tutela, ni los consejos interesados de personas
que, intelectualmente eran mucho más torpes que él e intentarían entorpecer su
camino.
Como
el nuevo presidente del Gobierno confiaba plenamente que estaba asistido por
esa fuerza empírea y previsora, recurriendo confiadamente a la improvisación
habitual para solucionar definitivamente el problema de los españoles. Esperaba
liberarles, de una vez por todas, de sus viejos
prejuicios sociales y culturales, para que pudieran conocer la única, la
auténtica e inmarcesible verdad que, desde hace mucho tiempo, sigue siendo
patrimonio exclusivo de la ideología de izquierdas. Precisamente por eso, trató de
infundir la nueva fe de la izquierda a los obcecados, para ver si así, salen de
su pertinaz ceguera.
Sabía
Zapatero que, para pregonar y difundir eficazmente esa religión laica y
liberadora, no tenía nada más que dejarse llevar por su imaginación. Y fueron
varias las ocurrencias aportadas, alguna de ellas, por qué no decirlo,
excesivamente ingeniosa. Entre todas ellas, destacan por su importancia y por
sus consecuencias, la asignatura de Educación para la Ciudadanía, la Ideología
de Género y, por supuesto, la Ley de Memoria Histórica.
Con
la asignatura de Educación para la Ciudadanía, el Estado pretendía ganarse a la
juventud, asumiendo la educación moral de los individuos desde la niñez. Y como la familia era un
estorbo enorme para adoctrinar y moldear libremente la conciencia de los niños,
recurrió a la consabida Ideología de Género,
porque con la deconstrucción de la identidad personal, subvertía la familia y
minaba también la autoridad de los padres.
Y
como contaba con el apoyo incondicional de todos sus acólitos, Rodríguez
Zapatero compendió todo el ideario del movimiento de liberación LGBT en unas leyes tan absurdas y disparatadas, como la del Matrimonio Homosexual, la
Violencia
de Género y la de Identidad de Género. Ninguna de
ellas tuvo problemas para pasar el correspondiente trámite parlamentario y todas
ellas fueron aceptablemente recibidas
por la ciudadanía. Fue aceptada prácticamente, sin discusión alguna, hasta la Ley de Identidad
de Género, aunque dejaba libertad para que, cada uno, pudiera elegir
libremente su sexo.
Cuando
comprobó que la Ley de Identidad de Género había sido
escasamente cuestionada, Zapatero se creció y descubrió que se le abría el
Olimpo y que era muy superior a los demás mortales. Y sin más, asumió confiadamente
el siempre arriesgado papel, no sé muy bien si de redentor o de Leviatán. Y si
con la Ley de Identidad de Género había logrado que desaparecieran totalmente
las diferencias biológicas, que venían determinando quién era hombre o mujer,
¿por qué no podía hacer lo mismo con los hechos históricos que resultaran
molestos, inoportunos o simplemente desagradables?
Y
lleno de entusiasmo, comenzó a preparar la mal llamada Ley de Memoria
Histórica con la malsana intención
de ocultar hechos que sucedieron realmente y que están ahí, y de inventarse
otros nuevos que no existieron jamás. La Ley de Memoria Histórica, aprobada
por el Congreso de los Diputados el 31 de octubre de 2007, es tan
revolucionaria y tan revanchista o más que la de Identidad de Género. Es
una ley tremendamente sectaria, que pone en cuestión el consenso ejemplar de
nuestra transición política y nos devuelve a la época trágica de nuestra
historia en la que había buenos y malos peleándose entre sí.
Salvo
honrosas excepciones, nuestros políticos tienen unos conocimientos sumamente
limitados de la Historia de España. Y Rodríguez Zapatero demostró palpablemente
que, en esa materia, es uno de los más ignorantes. No olvidemos que la
controvertida Ley de Memoria Histórica es una
consecuencia lógica de esa ignorancia suya, combinada convenientemente, claro
está, con una visión de la Guerra Civil
Española, extremadamente simplona y reduccionista. Y completa el cuadro del
desastre, aderezando todo esto, por qué no, con su inmoderado sectarismo y con su
desenfrenada intransigencia.
Con
semejante ley, Zapatero pretendía reescribir los hechos más recientes de
nuestra historia, sobre todo, lo que se refiere a la Guerra Civil. Y pretendía
hacernos ver, que los buenos, los verdaderamente democráticos eran los de la
izquierda, los del Frente Popular. Y tal como explica en el artículo primero de
dicha ley, aboga por el reconocimiento y la ampliación de derechos “de quienes
padecieron persecución o violencia, por razones políticas, ideológicas, o de
creencia religiosa, durante la Guerra Civil y la Dictadura”. Y para eso, es
preciso conocer detalladamente los hechos y las circunstancias que concurrieron
en aquella tragedia bélica.
Pero
Zapatero tiene un concepto enormemente restrictivo y maniqueo, cuando exige que
se reconozcan y amplíen los derechos de todas las víctimas de la Guerra Civil. En ese ‘todas
las víctimas’, solamente incluye al bando de los rojos, a los republicanos
que, por lo visto, eran unos angelitos. Para la izquierda recalcitrante, sin
embargo, no tienen cabida los del otro bando,
los nacionales, porque con el golpe
militar contra el poder establecido, contra la República, acabaron con la
democracia y sumieron a España en
aquella cruel Guerra Civil.
No
podemos pretender que Rodríguez Zapatero comprenda los hechos que, por
desgracia, sucedieron en esa época de nuestra historia, ni sabrá nunca porqué estalló
aquella Guerra Civil, que enfrentó a unos españoles contra otros. Está
completamente incapacitado para ello por
su notable ignorancia, por su fanatismo y, por supuesto, por su exacerbado
resentimiento.
No
olvidemos que la Revolución de octubre de 1917 dejó una huella realmente
profunda en los diferentes partidos de izquierdas de los años 30, que terminarían
coaligándose entre sí, para formar el famoso Frente Popular. El radicalismo
revolucionario desplegado por los bolcheviques en Rusia entusiasmó tanto a los
del PSOE, que acabarían
condicionando todos los acontecimientos posteriores, con la intención de
sovietizar a España e implantar aquí la Revolución rusa, con Francisco Largo
Caballero como Lenin español.
Para
lograr su propósito, el Frente Popular se las arregló para perpetrar un
monumental “pucherazo” o, más exactamente aún, el fraude del siglo, en las Elecciones Generales del 16 de Febrero
de 1936. Consiguieron la mayoría absoluta que necesitaban para gobernar en
solitario, manipulando un buen número de actas en varias localidades, para
apropiarse alrededor de unos cincuenta escaños, que birlaron desvergonzadamente
al centro y a la derecha. Fueron tan atrevidos, que anularon todas las actas de
algunas provincias, donde había ganado claramente la oposición y proclamaron
diputados a candidatos amigos que habían sido derrotados.
Ante
una situación así, ¿qué podíamos esperar del Frente Popular, estando
excesivamente mediatizado por personajes
tan siniestros como Largo Caballero que afirmaba, sin el menor rubor, que “La
clase obrera debe adueñarse del poder
político, convencida de que la
democracia es incompatible con el
socialismo”? Gracias al influjo degradante del PSOE, la República liberal soñada por Manuel Azaña, terminó siendo
una auténtica pesadilla para el común de los españoles y para quien tenía ideas
propias.
Con
la llegada al Gobierno del malhadado Frente Popular, además de generalizarse la
violencia más extrema, aparecieron inmediatamente las arbitrariedades más
absurdas y los atropellos de los derechos y las libertades fundamentales de los
ciudadanos. En muy poco tiempo, emponzoñaron la convivencia, borraron hasta el
más mínimo vestigio democrático de la II República e instauraron una dictadura
comunista ferozmente represiva. Con su actuación miserable, institucionalizaron
la revancha y la violencia, la República se volvió irrespirable y terminó
perdiendo hasta la poca legalidad que le quedaba.
Se
ha hablado mucho, es verdad, del golpe militar del 18 de julio, para defender a
los dirigentes irresponsables del Frente Popular, que fueron los que, en
realidad atentaron alevosamente contra la Republica, al intentar sovietizarla,
para hacer de España una simple colonia de la Rusia de Stalin. El levantamiento
de Franco, nos guste o no nos guste, no fue por una simple disputa de poder.
Fue más bien como un acto de supervivencia de la España tradicional, la España
que no quería morir. Y para que España siguiera siendo España, tenía que acabar
cuanto antes con la barbarie y con el caos que trajo la peste soviética
Pablo
La
Guerra Civil fue inevitable por culpa de la izquierda socialista, que
capitaneaba Largo Caballero. En los discursos incendiarios que soltó en
Alicante y en Valencia, pocos meses antes del 18 de julio de 1936, aparece
claramente su malsana intención. Deseaba “una República sin lucha de clases”. Y para
conseguir esto, había que acabar con los enemigos, con los indeseables que
integraban la otra clase, necesitaba un conflicto bélico, que provocaría el PSOE. Eso da a entender, al menos,
Indalecio Prieto cuando, desencantado por la marcha de los acontecimientos, afirmó:
“esto es la Guerra Civil, la hemos buscado nosotros y la perderemos”.
Creíamos
que, con nuestra famosa transición política a la democracia, habíamos acabado
definitivamente con el enfrentamiento irreductible de las dos Españas, que
habían desaparecido para siempre los escarnios y los exabruptos políticos y que,
pensaras como pensaras, nadie te volvería a insultar llamándote facha, nazi o
rojo. Los que antes eran enemigos irreconciliables, terminaron afortunadamente siendo
simples adversarios políticos.
En
el año 2004, ya no se hablaba de la República, ni de la Guerra Civil. Eran
temas de nuestra historia más o menos reciente, carentes totalmente de
actualidad que, en realidad no
interesaban a casi nadie. Pero llegó Rodríguez Zapatero a La Moncloa y, con la
disculpa de rehabilitar al capitán Juan Rodríguez Lozano, su abuelo paterno, decide
desenterrar el pasado y volver nuevamente a la España del revanchismo más
absurdo e irracional. Y nos sorprende con su famosa Ley de Memoria Histórica, arrogándose la capacidad de interpretar la
realidad de lo sucedido en España, aunque tiene un conocimiento muy limitado de
nuestra historia.
Con
la Ley de Memoria Histórica,
Zapatero vuelve a desenterrar el lenguaje del odio, del enfrentamiento y del
revanchismo que había puesto en marcha el Frente Popular. Y aunque desconoce
totalmente nuestra historia, trata de reescribirla falseando deliberadamente
hechos muy concretos que dejaron una huella muy profunda en España. Afirma
rotundamente que el pronunciamiento militar
de 1936 fue un ataque directo contra la legitimidad de la República que,
según dice, era una institución plenamente democrática. Por eso pide un
reconocimiento para quienes “lucharon
por la defensa de los valores democráticos”.
En
el año 2008, el Gobierno de Rodríguez Zapatero pone en marcha la Oficina de
Víctimas de la Guerra Civil y la Dictadura,
para informar y atender al colectivo que sufrió injustamente las consecuencias de aquel conflicto bélico. Pero
esa Oficina solamente reconocía como víctimas de la guerra civil a uno de los
bandos, el bando represaliado por la dictadura franquista. Los del otro bando,
los masacrados por el Frente Popular no eran considerados víctimas de la Guerra
Civil. Estos tenían que morir por ser fascistas y rebeldes. Y las peligrosas
monjitas, los sacerdotes y los imberbes seminaristas
por ser cristianos.
Para
Zapatero, como era de esperar, los socialistas que sovietizaron a España,
juntamente con los anarquistas, los comunistas, los trotskistas y otros de
parecida ralea, como los brigadistas internacionales, no eran nada más que
simples hermanitas de la caridad. Hermanitas de la caridad que, según Rodríguez
Zapatero, comprometieron desinteresadamente su vida y su libertad, defendiendo
heroicamente la democracia y las libertades de todos los españoles. Y eso,
claro está, merece una compensación y un
reconocimiento.
Sin
lugar a dudas, Zapatero utilizó la Ley de Memoria
Histórica, para exaltar deliberadamente a los angelitos del
Frente Popular, a los que perdieron la Guerra Civil. Y lo hace, ¡faltaría
más!, silenciando y denostando maniqueamente
a los que, afortunadamente, la ganaron. Y
pensando en el alzamiento militar de julio de 1936, y olvidando lo que hizo el PSOE en 1934, sentenció tranquilamente:
"Nadie puede sentirse legitimado, como ocurrió en el pasado, para
utilizar la violencia y establecer regímenes totalitarios contrarios a la
libertad y la dignidad de todos los ciudadanos".
Y ¿qué hizo la izquierda española en 1936, cuando se vio al frente de la
República? Los socialistas, con toda la izquierda revolucionaria, utilizaron
despiadadamente la intimidación y el terror, para convertir a España en una
simple colonia de Rusia. Conscientes de su poder y de su superioridad, forzaron
intencionadamente la situación para que estallara la guerra. Pensaban que así
acababan, de una vez por todas, con el sector del ejército que se oponía a la
sovietización de España. Pero algo salió mal, y perdieron la guerra.
Con la promulgación de la Ley de Memoria Histórica, Rodríguez Zapatero procuró recuperar la
llama de la Guerra Civil, con la secreta
intención de vengarse de los que, inesperadamente, la ganaron. Ofrece una
vulgar falsificación de la verdad, ocultando cuidadosamente la violencia política
generada por la izquierda durante la República. Se olvidó de las
revueltas callejeras, de la destrucción y quema de iglesias y monumentos, y de los miles de muertos que se produjeron en
las fechas previas al 18 de julio de 1936. Para un personaje tan resentido como
Zapatero, la historia comienza ese 18 de julio.
Su política es tan sumamente rastrera y mezquina, tan de andar por casa
que, si decide mirar hacia atrás, es para manipular hechos concretos de nuestra
historia real. Hará todo lo posible para borrar hasta la más mínima de las
tropelías que haya podido cometer la izquierda revolucionaria, exagerando y
magnificando convenientemente, eso sí, las acciones pecaminosas de la derecha.
Y si le dejan, claro está, intentará rematar la jugada declarando como única
verdad posible una visión de la realidad subjetiva, excesivamente parcial y,
por lo tanto, radicalmente falsa.
Y si es inadmisible la postura intolerante
y abusiva de Rodríguez Zapatero, que trata de recortar nuestra libertad con
la promulgación de la Ley de Memoria
Histórica, resulta bastante más comprometida la actitud de alguno de sus incondicionales,
como Pedro Sánchez, que quiere modificar esa ley para decirnos cómo tenemos que
pensar. Con esas reformas, bendecidas con toda seguridad por Pablo Iglesias bis
y sus huestes, el nuevo líder del PSOE,
hará cuanto esté en sus manos para poner en marcha una nueva Inquisición, mucho
más severa e intransigente, si cabe, que el famoso Santo Oficio medieval.
Y una de dos: o somos obedientes y admitimos ciegamente que no hay libertad
de pensamiento, ni libertad de opinión, y que nadie puede tener creencias
particulares, o los nuevos inquisidores, quemarán en la hoguera del odio, de la mordaza y del insulto, a
todos los infieles que se atrevan a
discrepar o a negar los dogmas de la
historia que reescriba la izquierda. Si se aceptan las modificaciones que
propone Pedro Sánchez, se endurecerá aún más la Ley de Memoria Histórica, será mucho más injusta y totalitaria y, por
supuesto, mucho más eficaz a la hora de aplicar sanciones a quien no se adapte
al guión preestablecido.
El proyecto de reforma de la Ley de Memoria
Histórica, presentado por el actual secretario general del PSOE, exige la desaparición inmediata
de cruces, placas de recuerdo o cualquier otro monumento o símbolo religioso
relacionado directa o indirectamente con el franquismo, tanto si están en
espacios públicos, como en recintos de propiedad privada o de la Iglesia. Y
serán los comisarios políticos, previstos en la ley, los encargados de
redondear la fiesta, imponiendo multas y otras sanciones, incluidas penas de
cárcel, a quien se salte alguna de las
indicaciones especificadas en la Ley de Memoria
Histórica.
Gijón, 18 de abril de 2018
José Luis Valladares Fernández
QUE MAL gusto lo de la memoria historica,el morbo de esta gente es patologico.AHORA SE TRATA DE DESENTERRAR CADAVERES,SALUDOS,
ResponderEliminarEs dar guerra, por dar guerra. En esto la izquierda se comporta como críos caprichosos. Saludos
EliminarLa herencia que nos ha dejado este hombre es bastante nefasta.
ResponderEliminarNo, si llevamos ya tiempo que el PSOE parece que acierta a elegir como líderes a lo más nefasto que tienen en sus filas
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