Nada más conocer el éxito
extraordinario de los socialistas en las elecciones generales del 28 de octubre
de 1982, Alfonso Guerra se dejó
llevar por su habitual incontinencia verbal y soltó esta llamativa frase: “el día que nos vayamos, a España no la va a
conocer ni la madre que la parió”. Y el nuevo Gobierno de Felipe González, como era de esperar,
comenzó sin más a introducir numerosos cambios para modernizar adecuadamente
todas nuestras instituciones. Sabía que esa era la mejor manera para que la
sociedad española pudiera equipararse a las sociedades democráticas más
avanzadas de nuestro entorno.
No sabemos si con esa
sorprendente afirmación, el vicesecretario general del PSOE estaba haciendo solo
un pronóstico, o intentaba simplemente reflejar su verdadero estado de ánimo. En
cualquier caso, sí podemos afirmar que Felipe
González, a pesar de su concreto perfil político, jamás pretendió realizar reformas
de calado, que alteraran sustancialmente el conocido proyecto socialista. Se
dedicó más bien, y con verdadero ahínco, a desarrollar y a consolidar nuestro
sistema democrático, respetando siempre, como no podía ser menos, el ejemplar
legado de la Transición Española.
De todos modos, al apagarse la
estrella del presidente González y verse
obligado a dejar el Gobierno, España seguía siendo plenamente reconocible. Pero
la situación cambió radicalmente unos cuantos años más tarde, cuando José Luis Rodríguez Zapatero asumió de
manera sorpresiva la Presidencia del Gobierno. Y a punto estuvo entonces de
cumplirse el vaticinio del ‘vice todo’
Alfonso Guerra, por el clima
rupturista, que impulsó el nuevo presidente con su política revisionista.
Hay que recordar, que Zapatero llegó a La Moncloa a bordo de
un tren despanzurrado por las bombas terroristas de aquel fatídico 11 de marzo
de 2004, dispuesto a reescribir la historia, para reorientar el rumbo político
de la sociedad española. Pretendía exonerar de toda responsabilidad a toda esa izquierda
revolucionaria que participó activamente en la guerra de 1936. También quería
recuperar los objetivos básicos de la Revolución de octubre de 1934, que fracasaron,
gracias a la actuación oportuna de la derecha fascista y reaccionaria. Así que,
sin pensarlo dos veces, comenzó a esbozar su nuevo proyecto de memoria
histórica.
Estaba decidido a blanquear por
completo el pasado de las supuestas víctimas de la Guerra Civil y de todos los que habían sufrido la
persecución franquista. Quería ayudarles a recuperar íntegramente el honor y la
dignidad moral que les habían arrebatado. Y para eso, nada mejor que suscitar
dudas sobre las bondades de la Transición Democrática y volver a restablecer el
viejo marxismo, sustituyendo la democracia que se basada en el consenso
tradicional, por otra mucho más autoritaria, que ponga coto a los fascismos imperantes.
Pero la gestión realizada por José Luis Rodríguez Zapatero fue tan
desastrosa que hundió a España en una crisis económica de tal envergadura, que
aún perdura hoy alguno de sus efectos. El paro, por ejemplo, alcanzó cotas
descomunales, desconocidas hasta entonces. Y pasó algo más de lo mismo con
otros indicadores tan importantes como la deuda pública y la inflación, que
llegaron a registrar valores tan inasumibles, que el presidente del Gobierno se
vio obligado a convocar elecciones anticipadas y a marcharse a su casa.
Es verdad que, tras la
desaparición de Rodríguez Zapatero
de la vida pública, su proyecto de memoria histórica terminó siendo una
auténtica mascarada. Sin embargo, no pasó lo mismo con el resto de sus leyes ideológicas
que, por su carácter marcadamente izquierdista y sectario, siguieron rezumando
ideología de género a rabiar. Y para mayor desgracia, le sustituyó Mariano Rajoy que, vete a saber por qué,
se olvidó de sus solemnes promesas electorales y, aunque tenía una mayoría
absoluta considerable, llegó al final de aquella legislatura sin proceder a su definitiva
derogación.
Ya se sabe que los
incumplimientos electorales se olvidan frecuentemente. Pero de vez en cuando
hay excepciones y terminan pasando su
correspondiente factura, que es lo que pasó a Rajoy en las siguientes
Elecciones Generales. Por supuesto que volvió a ganar, pero por tan estrecho
margen, que a punto estuvo de costarle la nueva investidura. Y terminó siendo
presidente, gracias a la abstención pactada con el PSOE.
Pero los Gobiernos tan
extremadamente débiles e inestables están siempre a merced de cualquier
contingencia política y, sobre todo, supeditados a los posibles caprichos de
los dirigentes del principal partido de la oposición. Y no digamos nada si,
como en este caso, entra en escena una persona tan ambiciosa, falsa y
narcisista, como el pseudo doctor Pedro
Sánchez Pérez-Castejón. Alentado por su personalismo y por su desmedida
avaricia, se olvida del PSOE, de España, de los españoles y, si me apuras un
poco, hasta de su propia familia. Una persona así, solo se importa a sí misma.
Y mira por dónde, sucedió lo que
tenía que suceder. Un personaje tan vanidoso y tan insaciable como Pedro Sánchez, jamás consiente que se malogre ninguno de sus
antojos y que se esfumen sus posibilidades de convertirse en presidente del
Gobierno. Por eso comenzó inmediatamente ese vergonzoso cabildeo con las
fuerzas políticas que antaño perturbaban su sueño. Buscaba recabar apoyos para
presentar una moción de censura contra Mariano
Rajoy, para apropiarse de la Presidencia del Ejecutivo, sin necesidad de
correr riesgos electorales, derivados de la inconstancia y la volubilidad de
los votantes.
Y el 1 de junio de 2018, como
consecuencia de ese indecente trapicheo político con los irreconciliables
enemigos de España y de la insensatez de un PSOE excesivamente ambiguo y desorientado,
el Congreso aprobó esa moción de censura y apartó a Mariano Rajoy del poder, dejando vía libre al intrigante y desvergonzado Pedro
Sánchez.
Y aquí comienza precisamente,
quien lo iba a decir, el verdadero calvario de los españoles. Es cierto que Zapatero ya había intentado dar
al Estado el carácter plurinacional que exigían los nacionalistas. Y también se
propuso blanquear la actuación de los que perdieron la guerra y sufrieron la
represalia del franquismo. Pero fracasó estrepitosamente, porque de aquella,
aunque parezca mentira, el PSOE todavía
conservaba algo de la decencia, que le permitió llegar a codearse con la
socialdemocracia europea.
Como es sabido, en política, las
desgracias, nunca vienen solas y aparecen cuando menos las esperas. Y el PSOE
no podía ser una excepción. Y cuando se prestaba a celebrar la recuperación de
la Presidencia del Gobierno, se encontró con la manifiesta imbecilidad de un
presidente irresponsable y sectario, que pretendía volver a reinstaurar el
viejo Frente Popular. Y por si fuera esto poco, pretendía convertir a España en
un Estado Federal, con Cataluña, el País Vasco y Galicia como naciones. Y ya de
puestos, ¿por qué no completar la faena, admitiendo igualmente el derecho a
decidir?
Todo indica que el endiosamiento
de Pedro Sánchez no le permitía aceptar consejos de nadie, ni de su propio
partido. Y su monumental inmodestia le llevó a pregonar, que no hay nadie tan
capacitado como él, para reinterpretar la historia y encauzar la vida de los
españoles. Y amparándose persistentemente en los postulados clásicos de los
socialistas republicanos de los años 30, comenzó a dar un aire nuevo a las
leyes ideológicas de José Luis Rodríguez Zapatero, y a presentarlas
como si se tratara de una nueva enmienda a la totalidad del legado de la
Transición Democrática Española.
Con este tipo de maniobras, que
rezuman odio y rencor por todas partes, el felón Sánchez puso en marcha una especie de Regresión progresiva de nuestra
ejemplar Reforma o Transición, sin tener en cuenta que había sido aprobada
unánimemente por Las Cortes españolas en octubre de 1976. Es su manera muy particular,
creo yo, de imponer el régimen socialcomunista, tal como piden los enemigos
declarados de la unidad de España, entre los que se encuentran, faltaría más, los
herederos de la banda terrorista de ETA.
Era esta, cómo no, una decisión
política realmente peligrosa, entre otros motivos, porque no respeta la
verdadera historia y se atreve a cuestionar el principio de reconciliación
nacional, sancionado por la Constitución Española. Y más que nada, porque los
miembros de la “vieja guardia” del
PSOE estaban especialmente molestos por los acuerdos de Pedro Sánchez con Bildu, que prolongaban las consecuencias del
franquismo, nada menos que hasta diciembre de 1983. Les disgustaba, claro está,
que pretendiera disculpar y hasta legitimar los crímenes, cometidos por los
etarras, entre la desaparición de Franco y dicha fecha.
En realidad, la obsesión del
presidente Sánchez por el poder no
tiene límites. Y esto le lleva a seguir ciegamente los arriesgados dictados de
toda esa ralea de políticos hispanófobos que le prestan su apoyo, y le permiten
seguir disfrutando de la poltrona. Y no debe extrañarnos que, para mantener
intactas y reforzar aún más sus posibilidades, esté dispuesto incluso a
utilizar las cargas de profundidad que dejó Zapatero, para derribar los muros constitucionales y deslegitimizar, de una vez por todas, el
proceso de nuestra Transición a la democracia.
Como si fuera un pozo séptico de
maldades y miserias, el actual secretario general del PSOE y líder máximo del
Ejecutivo español utiliza caprichosamente su ley de ‘memoria democrática’, con la malsana intención de volver a
recuperar las dos Españas. Y como suele confundir el progresismo con el
revanchismo, magnifica las atrocidades del bando franquista y silencia
intencionadamente las salvajadas cometidas por los socialistas con el propósito
de hacerse con el poder e implantar seguidamente la dictadura del proletariado.
En ningún caso podemos esperar que Sánchez airee el movimiento
insurreccional del PSOE de 1934. Tampoco hará publicidad de los espantosos
crímenes, que se gestaron en las tristemente famosas checas madrileñas de los
socialistas. Y ocultará, qué casualidad, la violencia desatada por el Frente
Popular, tras aquel famoso pucherazo de las elecciones de 1936. No habrá
referencia alguna, ni a la quema indiscriminada de iglesias católicas, ni a la
persecución y asesinato de tantos clérigos y peligrosas monjitas, además de
otras muchas personas que cometieron el terrible delito de practicar la
religión católica.
De este modo tan peregrino, digámoslo
claramente, nos encontramos con la mal llamada ley de ‘memoria democrática’, porque más que de memoria, se trata de una
auténtica desmemoria, tanto si es democrática como si no. Y debemos agregar que esta ley, además de
injusta, es profundamente revanchista y discriminatoria, porque solo favorece a
los del bando represaliado por el franquismo.
Por eso, el sufrido grupo de los ‘buenos’, que fue derrotado en la guerra,
puede honrar tranquilamente a sus muertos, y volver a recuperar todo lo que
perdió entonces. Y para compensar sus pasados infortunios, tiene derecho a
exigir que se prohíban y castiguen los homenajes al bando de los ‘malos’, para que no puedan disfrutar de
lo que lograron a la sombra del fascismo y pierdan ahora hasta la misma guerra
que ganaron hace ya más de 80 años.
Gijón, 24 de julio de 2022
José Luis Valladares Fernández