Cada 6 de diciembre se viene celebrando en España el aniversario de la Constitución Española, aprobada en referéndum en 1978. Este año hemos conmemorado el XXXI aniversario de la misma y, con tal motivo, el Congreso de los Diputados se ha vestido de gala y ha celebrado por todo lo alto lo que se ha dado en llamar el Día de la Constitución.
Los festejos arrancaron ya el día 4 en el propio Hemiciclo, con la lectura de forma ininterrumpida, artículo por artículo, del texto constitucional. Este hecho lo protagonizaron un grupo de estudiantes, además de varias figuras del mundo del deporte, de la música y la televisión. Y la fiesta se prolongó durante los días 7 y 8 de diciembre, con la habitual Jornada de Puertas Abiertas. Los ciudadanos interesados en la visita realizaron un recorrido por las estancias más representativas del Palacio, incluido el edificio de Ampliación de la Cámara Baja.
Festejos similares se celebraron igualmente en los diversos Parlamentos Autonómicos, con actos calcados a los del Congreso de los Diputados. Sobresale en estas celebraciones, sobre todo, la recepción de autoridades y las Jornadas de Puertas Abiertas para cualquiera que esté interesado en esta visita festiva.
La fecha del 6 de diciembre, día de la Constitución, ha estado siempre marcada por estas vistosas celebraciones, en las que abundan las declaraciones rimbombantes y también algún que otro discurso ditirámbico. Destaca el fervor y la suntuosidad que derrocha la variopinta progresía de izquierda para organizar estos festejos conmemorativos de la Constitución. Han hecho de ella todo un adorable fetiche. Aparentemente la han deificado y quieren que los ciudadanos corrientes les crean capaces de postrarse de hinojos ante ella.
Llega hasta tal punto la ceremonia de la exaltación de nuestra norma suprema, que han sembrado toda nuestra geografía con el nombre de la Constitución. No hay ciudad en España, ni pueblo alguno, por pequeño que sea, que no tenga alguna calle o avenida bautizada con tan bendito nombre.
Desde el año 1978, todo lo bueno que nos ha acontecido, según sentencian los progres de última hora, se lo debemos a la Constitución. El presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, vincula a su vigencia “la alternancia en el poder, el desarrollo pleno de los derechos fundamentales” y hasta el nivel de autogobierno de las comunidades autónomas. Y recalca con aparente satisfacción que, gracias a ella, hemos logrado consolidar “la paz, la libertad, la estabilidad y el progreso” y hemos podido recuperar nuestro papel en el mundo.
Pero si ahondamos en el comportamiento real de las huestes de la progresía, veremos con claridad que, todo este rimbombante discurso sobre la Constitución, carece de base real. Palabrería barata, utilizada conscientemente para montar una oportuna escenografía del despiste. La Constitución es, para todas estas mesnadas de nuevos conversos, todo un dogma laico, bastante maleable, y muy útil como instrumento de poder para doblegar y anatematizar a los adversarios políticos.
Cuando la izquierda española, por algún interés oculto y a veces inconfesable, se despacha con alguna norma o comportamiento opuesto a lo dictado por la Carta Magna, y se le ocurre a alguien interponer el correspondiente recurso de inconstitucionalidad, buscan inmediatamente el oportuno compadreo con los miembros del Tribunal Constitucional para bendigan su actuación y la declaren conforme a la Constitución.
En los 31 años de vigencia de la Constitución, nos encontramos con varios casos muy llamativos que el alto Tribunal declaró plenamente constitucionales, no se si a sabiendas de que no era así. El más llamativo y el más sangrante, por su volumen, quizás sea la expropiación de Rumasa. Y veremos a ver en que termina el Estatuto catalán, ya que abundan las maniobras y las presiones para consagrar y declarar constitucional la desigualdad de los españoles ante la Ley y la insolidaridad de sus territorios. Si se declara constitucional el famoso Estatuto catalán, el Tribunal Constitucional perdería el poco crédito que aún le queda.
Al hablar de esta izquierda que, desde el Gobierno y sus aledaños, no hace más que cantar incansablemente loas a la Constitución, me viene a la mente aquel dicho de Adolfo Suarez ante los fracasos electorales con el CDS: “Amarme menos y votarme más”. Parafraseando esta expresión del ex presidente Suarez, podemos decir a los miembros del Ejecutivo y a quienes les apoyan, que amen menos a la Constitución, que no la enaltezcan tanto, pero que la respeten y cumplan sus dictados con toda fidelidad. Todos saldríamos ganando.
Gijón 10 de diciembre de 2009
José Luis Valladares Fernández
Los festejos arrancaron ya el día 4 en el propio Hemiciclo, con la lectura de forma ininterrumpida, artículo por artículo, del texto constitucional. Este hecho lo protagonizaron un grupo de estudiantes, además de varias figuras del mundo del deporte, de la música y la televisión. Y la fiesta se prolongó durante los días 7 y 8 de diciembre, con la habitual Jornada de Puertas Abiertas. Los ciudadanos interesados en la visita realizaron un recorrido por las estancias más representativas del Palacio, incluido el edificio de Ampliación de la Cámara Baja.
Festejos similares se celebraron igualmente en los diversos Parlamentos Autonómicos, con actos calcados a los del Congreso de los Diputados. Sobresale en estas celebraciones, sobre todo, la recepción de autoridades y las Jornadas de Puertas Abiertas para cualquiera que esté interesado en esta visita festiva.
La fecha del 6 de diciembre, día de la Constitución, ha estado siempre marcada por estas vistosas celebraciones, en las que abundan las declaraciones rimbombantes y también algún que otro discurso ditirámbico. Destaca el fervor y la suntuosidad que derrocha la variopinta progresía de izquierda para organizar estos festejos conmemorativos de la Constitución. Han hecho de ella todo un adorable fetiche. Aparentemente la han deificado y quieren que los ciudadanos corrientes les crean capaces de postrarse de hinojos ante ella.
Llega hasta tal punto la ceremonia de la exaltación de nuestra norma suprema, que han sembrado toda nuestra geografía con el nombre de la Constitución. No hay ciudad en España, ni pueblo alguno, por pequeño que sea, que no tenga alguna calle o avenida bautizada con tan bendito nombre.
Desde el año 1978, todo lo bueno que nos ha acontecido, según sentencian los progres de última hora, se lo debemos a la Constitución. El presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, vincula a su vigencia “la alternancia en el poder, el desarrollo pleno de los derechos fundamentales” y hasta el nivel de autogobierno de las comunidades autónomas. Y recalca con aparente satisfacción que, gracias a ella, hemos logrado consolidar “la paz, la libertad, la estabilidad y el progreso” y hemos podido recuperar nuestro papel en el mundo.
Pero si ahondamos en el comportamiento real de las huestes de la progresía, veremos con claridad que, todo este rimbombante discurso sobre la Constitución, carece de base real. Palabrería barata, utilizada conscientemente para montar una oportuna escenografía del despiste. La Constitución es, para todas estas mesnadas de nuevos conversos, todo un dogma laico, bastante maleable, y muy útil como instrumento de poder para doblegar y anatematizar a los adversarios políticos.
Cuando la izquierda española, por algún interés oculto y a veces inconfesable, se despacha con alguna norma o comportamiento opuesto a lo dictado por la Carta Magna, y se le ocurre a alguien interponer el correspondiente recurso de inconstitucionalidad, buscan inmediatamente el oportuno compadreo con los miembros del Tribunal Constitucional para bendigan su actuación y la declaren conforme a la Constitución.
En los 31 años de vigencia de la Constitución, nos encontramos con varios casos muy llamativos que el alto Tribunal declaró plenamente constitucionales, no se si a sabiendas de que no era así. El más llamativo y el más sangrante, por su volumen, quizás sea la expropiación de Rumasa. Y veremos a ver en que termina el Estatuto catalán, ya que abundan las maniobras y las presiones para consagrar y declarar constitucional la desigualdad de los españoles ante la Ley y la insolidaridad de sus territorios. Si se declara constitucional el famoso Estatuto catalán, el Tribunal Constitucional perdería el poco crédito que aún le queda.
Al hablar de esta izquierda que, desde el Gobierno y sus aledaños, no hace más que cantar incansablemente loas a la Constitución, me viene a la mente aquel dicho de Adolfo Suarez ante los fracasos electorales con el CDS: “Amarme menos y votarme más”. Parafraseando esta expresión del ex presidente Suarez, podemos decir a los miembros del Ejecutivo y a quienes les apoyan, que amen menos a la Constitución, que no la enaltezcan tanto, pero que la respeten y cumplan sus dictados con toda fidelidad. Todos saldríamos ganando.
Gijón 10 de diciembre de 2009
José Luis Valladares Fernández
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