El
concepto de propiedad común no fue inventado ni por Karl Marx, ni por su amigo
y colaborador Friedrich Engels. Las sociedades
antiguas, al menos en el mundo clásico, estaban basadas precisamente en ese
tipo de propiedad comunal. De aquella, nadie hablaba de propiedad privada, nadie disponía de riquezas propias. Todo era
colectivo, todo pertenecía a la comunidad, incluso hasta el producto del propio
trabajo de cada ciudadano. Y por supuesto, era esa misma comunidad la que,
haciendo uso de los bienes de consumo, se preocupaba de cubrir las necesidades particulares
de cada uno de sus miembros.
Es
el caso de los primitivos cristianos que, además de practicar escrupulosamente
la comunidad de bienes, buscaban también la comunidad de personas. Todo lo
ponían en común. Y aquellos, que tenían propiedades, las vendían sin más y
entregaban el dinero conseguido a la colectividad. No se reservaban nada para
sí, lo compartían absolutamente todo con inmensa alegría. Y era la comunidad,
la que, después, daba a cada uno lo que necesitaba.
La
evolución del concepto de propiedad ha sido excesivamente lenta. Las sociedades
primitivas no conocían nada más que la propiedad
común. Con el paso de los años,
desaparece el modo de producción esclavista y se abre paso el sistema
feudal, aunque la propiedad real seguía siendo común. Las personas
individuales, lo mismo que los gremios de artesanos, trabajaban o guerreaban únicamente
para la colectividad. Pero lo hacían, eso sí, utilizando medios propios. Suyas
son, faltaría más, las herramientas de trabajo, las armas, los artilugios para
cazar y pescar y hasta los utensilios de cocina. No es de extrañar que, a
partir de entonces, se hablase ya abiertamente de propiedad personal.
Pero
aún estamos muy lejos de la propiedad
privada propiamente dicha. Mientras estuvo vigente el feudalismo, los
ciudadanos podían ocupar provisionalmente la tierra, pero sin adueñarse de
ella. Por lo tanto, ni podían venderla, ni transmitírsela a sus herederos. Y
esa restricción se mantuvo durante toda la Edad Media, ya que, de aquella, no
poseían tierras nada más que el Rey y la Iglesia.
El
feudalismo, es verdad, alcanzó muy pronto su máximo esplendor y desarrollo. Pero
la clase dominante no fue capaz de arbitrar un sistema de producción fiable y
eficaz que colmara satisfactoriamente su desmedida ambición. Y para lograr su propósito y generar cada vez más
ingresos, comienzan los señores a presionar descaradamente a los campesinos. Y
muchos de estos trabajadores agrícolas, cuando esa presión se hace
insoportable, abandonan la tierra y emigran hacia la ciudad, en busca de nuevos
puestos de trabajo. Y así es como, a principios del siglo XIV, comienza a
descomponerse progresivamente el sistema feudal.
Como
buscan la manera de mejorar continuamente sus beneficios, las élites feudales se
vuelven cada vez más exigentes. Esto es determinante para que aumente, de
manera considerable, el éxodo de los campesinos que llegan a la ciudad,
dispuestos, cómo no, a convertirse en obreros industriales. Y es la industria
textil la primera que utiliza masivamente a esta nueva mano de obra. Se
sumarían más tarde, a esta misma iniciativa, la industria siderúrgica, los
transportes y también la minería.
Como
era de esperar, estas industrias implantaron unos métodos de producción más
rentables, dejando un poco al margen los principios utilizados invariablemente
hasta entonces por el feudalismo. Las ciudades entonces comenzaron a crecer y a
desarrollarse de manera imparable. Simultáneamente, comienza a dar señales de
vida una nueva clase social, la burguesía comercial, que era mucho más dinámica
y emprendedora que los señores feudales. Y como esta nueva clase no tiene nada
que ver con los señores feudales, ni con los siervos y, mucho menos con la nobleza o el clero, todos sus miembros o
son mercaderes o artesanos, o ejercen
libremente alguna de las denominadas profesiones liberales.
Como
no están atados a la jurisdicción feudal, practican el intercambio libre de bienes y servicios. Y
como tratan lógicamente de optimizar su propio bienestar y el de los suyos,
procuran obtener siempre el mayor beneficio posible de todos sus recursos y de
su propio trabajo, aunque respetando escrupulosamente, eso sí, las imposiciones
derivadas del libre mercado y de la libre competencia. El precio de esos bienes
y servicios eran consensuados invariablemente entre vendedores y consumidores,
respetando siempre, faltaría más, las consabidas leyes de la oferta y la
demanda.
Con
la práctica creciente de semejantes transacciones, se acelera la desintegración
del régimen feudal, y comienza a coger fuerza un nuevo sistema económico, el
capitalismo. Con la Revolución Industrial, ese proceso de transformación económica y social maduró
primeramente en Gran Bretaña y, desde aquí, se extendió rápidamente al resto de
Europa Occidental y a Estados Unidos, alcanzando su máximo esplendor en pleno siglo XIX. Con el afianzamiento del
este nuevo sistema socioeconómico, entra en escena la propiedad privada con todas sus consecuencias. A partir de
entonces, cualquiera podía comprar tierras y venderlas después o
transmitírselas legalmente a sus herederos.
Una
vez desaparecidos los últimos resabios del feudalismo medieval, el capitalismo
pasó a ser un sistema totalmente hegemónico e indiscutible a nivel mundial y
mantuvo esa preponderancia hasta el comienzo de la Primera Guerra Mundial. Compradores y
vendedores organizaban libremente sus actividades económicas, sin más trabas y
controles que la competencia. Hasta entonces, el sector público apenas si
intervenía en las transacciones comerciales.
Pero
todo cambió con la Primera Guerra Mundial. Los distintos países europeos que
soportaron aquellas violentas batallas quedaron completamente devastados, sus
campos de cultivo arrasados, impracticables sus redes de comunicaciones y
destruidas numerosas fábricas y casi todas las infraestructuras. Y para
complicar aún más tan desastrosa situación, se desata una brutal crisis
económica, que se prolongará hasta 1924, y que causará verdaderos estragos
entre la clase media y, sobre todo, entre la clase trabajadora.
Las
clases medias, que estaban formadas por gentes de la vieja burguesía
terrateniente y de la baja nobleza, habían salido muy empobrecidas de la Gran
Guerra. Y aunque se había restablecido la paz,
su situación continuaba siendo extremadamente preocupante por culpa de
aquella inoportuna crisis económica. Pero aún salió peor parada la clase
trabajadora, que contaba con muchos menos medios que la opulenta burguesía para
hacer frente al duro proceso inflacionario provocado por la guerra y el
posterior azote de aquella monstruosa crisis económica.
Se
daban, además, otras circunstancias muy especiales, que encrespaban aún más los
ánimos de unos trabajadores. Muchos
miembros de la clase dominante se estaban haciendo inmensamente ricos, colaborando
en la reconstrucción de los países y especulando con los artículos de primera
necesidad. Las masas trabajadoras, en cambio, aunque ya estaban organizadas en
sindicatos para defender mejor sus intereses, se sentían cruelmente explotadas por
las nuevas formaciones empresariales y veían con enorme preocupación que cada
vez se hundían más en la miseria. La intensa agitación social y laboral que
soportaban los obreros, derivó, cómo no, en un auténtico hervidero de huelgas,
muchas de ellas salvajes y claramente revolucionarias.
La
situación no puede ser más explosiva. Por su continuada lucha y su rebeldía
contra la clase dominante, los trabajadores comienzan a soportar una dura
represión. Y con ese ambiente de enfrentamiento generalizado irrumpe en Europa,
con enorme fuerza, un nuevo sistema
socioeconómico, el comunismo. Este movimiento político, defendido por Karl Marx
y Fiedrich Engels, comenzó a competir abiertamente con el propio capitalismo. Con
esta nueva doctrina se pone en marcha la famosa y revolucionaria lucha de clases entre el proletariado y
la burguesía, como único medio para construir, faltaría más, una auténtica sociedad sin clases sociales.
Esta
nueva organización social y económica, ideada por Marx y Engels, eliminaba la
propiedad privada y nacionalizaba todos los medios de producción y el
transporte para ponerlos en manos de la colectividad. Se trataba de sustituir el capitalismo por un estado
comunista y revolucionario que, sin remilgos, controlara y planificara
detalladamente toda la vida comunitaria, que repartiera el trabajo de manera
equitativa entre unos y otros teniendo en cuenta, claro está, la habilidad de
cada uno. Y como los beneficios conseguidos pertenecen a la comunidad, es esta
la que debe repartirlos, dando a “cada uno según sus necesidades”.
El
líder bolchevique Vladimir Lenin recoge las teorías revolucionarias de Marx y
Engels y, una vez adaptadas a sus propios intereses, trata de aplicarlas en
Rusia y crear así ese quimérico estado de los trabajadores. Para conseguir su
propósito, tuvo que mantener duros enfrentamientos con los mencheviques y otras fuerzas
contrarrevolucionarias. Pero su esfuerzo se vio finalmente recompensado, con el
concluyente triunfo de la famosa Revolución de octubre de 1917. Así es como el
comunismo se hizo por primera vez con todo el poder en un país tan importante
como Rusia.
Los
postulados de aquel primer Partido Comunista, dirigido por Lenin, guardaban enormes
diferencias con lo que predicaron en su día Marx y Engels. Tras la muerte de
Lenin, esas diferencias aumentaron considerablemente en Rusia, bajo la batuta
de Stalin y sus sucesores. Pasó
exactamente lo mismo en todos los países donde el comunismo se imponía, una vez
que conquistaban el poder político.
Aunque
Mars y Engels sabían que el movimiento de la clase obrera aún era muy
rudimentario y estaba muy desorganizado, esperaban que, con el tiempo, al ganar
experiencia en la lucha de clases, terminaría organizando espontáneamente su
propia emancipación, sin ayudas extrañas. Hasta la propaganda y la agitación
social, que son absolutamente necesarias para calentar ánimos y aunar
esfuerzos, deberían ser realizadas de manera exclusiva por los propios obreros.
Actuando así, según las previsiones de los padres del marxismo, la clase obrera
habría terminado controlando los medios
de producción y se habría adueñado del poder político. Y esto supondría, según
dicen, la abolición de la propiedad
burguesa, la desaparición de las clases sociales y el mismísimo Estado.
Pero
Lenin no respetó el proceso descrito por los autores del Manifiesto Comunista.
Para empezar, el líder bolchevique, que desconfiaba de la capacidad intelectual
de la clase trabajadora, se adelanta a los acontecimientos y usurpa
personalmente la representación de los obreros, les impone su propia dictadura
y establece un auténtico capitalismo de estado en Rusia. Según Lenin, la
vanguardia de la clase obrera tiene que
estar compuesta por revolucionarios profesionales, procedentes todos ellos del
staff más rancio de la burguesía. Estos agitadores profesionales se dedicaban
preferentemente a producir consignas para movilizar a la clase obrera y
orientar su lucha proletaria. El tinglado político montado por Vladimir Lenin,
como vemos, no tiene nada que ver en absoluto con la doctrina de Karl Marx, que
murió soñando con la auto emancipación de los obreros.
Y
si los proyectos puestos en marcha por Lenin eran realmente la antítesis de la doctrina
de Marx, ¿qué tendríamos que decir de Iósif Stalin y de sus sucesores? ¿Cómo
catalogaríamos a los distintos líderes que encabezaron, a lo largo de los
tiempos, los distintos Estados comunistas que fueron surgiendo en el mundo? Todos
estos personajes eran unos auténticos sátrapas en el peor sentido de la
palabra, unos autócratas fanatizados, sedientos de poder y que, allí donde
pudieron, sometieron a la más cruel de las tiranías a las propias clases
trabajadoras y a sus pueblos.
Y
es lo que harían hoy día esa nueva hornada de comunistas despóticos que
padecemos: someterían y esclavizarían cruelmente a sus conciudadanos, sean
estos trabajadores o no. Que se lo pregunten, si no, a los antiguos miembros de
Partido Comunista de España y, por supuesto, a Podemos. Que les compre, quien
no les conozca.
Gijón,
9 de mayo de 2015
José
Luis Valladares Fernández
Esperemos que esa banda de Podemos sea flor de un día o refugio de okupas y gentes de la extrema izquierda, ya les hemos visto sus maneras dictatoriales, aunque nunca llegarán a la altura del gran BORRICO coreano que mata a cañonazos al que se duerme mientras rebuzna.
ResponderEliminarQue Dios nos proteja de estas bandas bolivarianas.
No sé cómo puede haber gente que vote a esta gente, porque todo mundo sabe lo que pretenden, aunque últimamente se hayan disfrazado de corderitos. El ejemplo es Venezuela y no creo que haya nadie que le entusiasme la vida que les obligan allí a llevar
EliminarLo inexplicable es que gente de reconocido nivel intelectual, siga defendiendo a estas alturas y después de las experiencias vividas, regímenes como el cubano o el de la antigua URSS.
ResponderEliminarTen en cuenta que ninguno de esa gente aceptaria que le impusieran lo que ellos quieren imponer. Es que pretenden ser ellos los que dirijan el cotarro. Si no fuera así, eran más de derechas que los famosos guerrilleros de C.R.
EliminarToda idea o doctrina que nacen pura,mas tarde son adulterada.El Comunismo fue un gran ejemplo,magnifico post,un abrazo,
ResponderEliminarEl mismo Lenin adulteró la doctrina de Marx, para convertirse él en el único capitoste, dueño de vidas y de voluntades. Un abrazo
EliminarInvolución permanente, aunque ahora lo viejo vuelva a estar de moda disfrazado de novedad...
ResponderEliminarLos españoles deberían tener la suficiente experiencia, para que no se la dieran estos tipos como al ratón con queso
Eliminarbien por el comunismo!!!!1
EliminarSolamente hablan bien del comunismo los miembros de la Nomenklatura que explotan infamemente a los trabajadores. Y hacen lo mismo los tontos útiles que se dejan embaucar por discursos interesados de quienes quieren vivir del sudor ajeno.
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