II – Un golpe de Estado en toda regla
El afán desmedido de intervenir en política de manera partidista, mostrado por Alfonso XIII desde el
comienzo de su reinado, fue determinante para que varios políticos monárquicos
abandonaran su filiación liberal o
conservadora y se integraran con los republicanos. El 13 de septiembre, por
ejemplo, Miguel Primo de Rivera se sublevó contra el Gobierno para alejar
cualquier posibilidad de contagio con la revolución bolchevique y, por
supuesto, para solucionar de una vez los problemas derivados de la inapelable derrota que sufrieron las
tropas españolas el 22 de julio de 1921,
ante los rifeños, comandados por el famoso Abd el-Krim.
La reacción del Gobierno legítimo ante la rebelión del capitán general de
Cataluña, no se hizo esperar, y el 14 de septiembre, un día después del golpe
de Estado, pidió al monarca la destitución fulminante de los generales golpistas
y que convocara inmediatamente las Cortes Generales. Al no ser atendida su
petición, el Gobierno presentó su dimisión y Alfonso XIII, sin más, nombra
presidente del Gobierno a Miguel Primo de Rivera.
Al oficializar por su cuenta y riesgo la Dictadura Militar, el rey cometió un error francamente garrafal. Con esa
desafortunada decisión, además de sembrar el desánimo entre los políticos de
tendencia liberal o conservadora, abrió una crisis extremadamente grave y
peligrosa que, poco a poco, fue
socavando los cimientos del sistema monárquico tradicional. Es evidente
que, en esa ocasión, Alfonso XIII se olvidó de su condición de monarca
constitucional, y actuó como si fuera un simple jefe de Estado, lleno de tics de
corte dictatorial.
Una vez constituido el Gobierno, Miguel Primo de Rivera confesó espontáneamente
que no pensaba eternizarse al frente de un Ejecutivo y que, por lo tanto, su
régimen sería algo meramente provisional. Y precisó aún más, señalando que su
Gobierno no duraría nada más que los noventa días que, según sus cálculos,
necesitaría para salvar a España de “los
profesionales de la política” y su
regeneración posterior. Pero se olvidó muy pronto de ese propósito inicial, y
su Dictadura duró nada menos que seis años completos y cuatro meses.
Y es en abril de 1924, cuando el dictador da los primeros pasos para eternizarse en el poder. Comienza creando su
propio partido político, la Unión
Patriótica, para que su Directorio Militar encuentre un apoyo civil
suficiente. Y en diciembre de 1925, aprovechando el indiscutible éxito de la
campaña de África, da un paso más y sustituye el Directorio militar por otro
más abierto y de carácter civil, con la intención maquiavélica de
institucionalizar su régimen dictatorial. Con el Directorio Civil, Primo de
Rivera instaura de nuevo el Consejo de Ministros tradicional, en el que
participan indistintamente civiles y militares.
Pero Miguel Primo de Rivera fue aún más lejos, y en septiembre de 1927 creó
la Asamblea Nacional Consultiva que elaboró un anteproyecto de Constitución
diametralmente opuesto a nuestro sistema constitucional. Y no contento con
esto, implanta un régimen corporativo excesivamente centralista, que rompe con los
usos habituales del parlamentarismo español,
provocando así la deserción de muchos de sus seguidores. A partir de ese
momento, la desbandada de sus adeptos e incondicionales fue ciertamente
imparable.
Son muchos y muy variados los grupos sociales y políticos que terminaron
dando la espalda al dictador. Entre ese grupo de nuevos opositores, nos
encontramos con nacionalistas periféricos que se sintieron treméndamente
decepcionados al ver que no llegaban las descentralizaciones que había
prometido. Entre los decepcionados, hay también muchos empresarios, que terminaron
cansándose, cómo no, de las continuas
intrusiones que realizaba la UGT desde los aledaños del Gobierno. Hicieron lo
mismo muchos intelectuales y universitarios, porque estaban totalmente en
contra de una prolongación indefinida de semejante régimen.
Al comprobar que Primo de Rivera había perdido casi todos sus apoyos
políticos y morales, Alfonso XIII comienza a preocuparse, porque intuye que, si
sigue apoyando la Dictadura, podía comprometer seriamente el futuro de la
corona. Y para prevenir ese peligroso riesgo, también él le retira su apoyo.
Ante semejante situación, el Dictador, por fin, asume su fracaso y el 28 de
enero de1930 presenta su dimisión. Al día siguiente, el rey nombra presidente
del Consejo de Ministros al general Dámaso Berenguer.
Con este nombramiento, el monarca intentó recuperar nuevamente la
“normalidad constitucional”. Pero era ya demasiado tarde para revertir esa
situación angustiosa. Con su desmedido intervencionismo en política, provocó la desbandada de sus seguidores. Al
final, los adeptos que le quedaron o eran miembros del Ejército, o formaban
parte de la aristocracia o del clero. A partir de ese momento, comenzaron a menudear
las manifestaciones antimonárquicas y se culpaba de todo al rey. Se le achacaba,
incluso, hasta el desdichado Desastre de Annual.
El 17 de agosto de 1930, se celebró una reunión en la capital de Guipúzcoa,
a la que asistió lo más granado del republicanismo español, y se firmó el
famoso Pacto de San Sebastián. Entre
los organizadores de esa confabulación, estaban Niceto Alcalá Zamora y Miguel
Maura, dos antiguos prebostes monárquicos, que habían militado respectivamente
en el Partido Liberal y en el Partido Conservador. En octubre de ese mismo año,
se sumaron también el PSOE y la UGT, y
se encargaron de promover una huelga general para arropar a la insurrección
militar, que estaban organizando para dar el golpe de gracia a la monarquía.
A pesar de los repetidos intentos, la huelga general no llegó a declararse.
Sí se produjo, sin embargo, el previsto pronunciamiento militar. El 12 de
diciembre, adelantándose tres días a la fecha determinada, se sublevó la guarnición
de Jaca, pero fracasó rotundamente y sus cabecillas fueron fusilados. El día
15, de acuerdo con el calendario fijado, se produjo la cuartelada del aeródromo
de Cuatro Vientos (Madrid), pero hubo varias deserciones y el general Orgaz no
tuvo muchos problemas para sofocar esa intentona golpista.
Y como Dámaso Berenguer, que no era político, no lograba restablecer
plenamente la Constitución de 1876, el rey Alfonso XIII lo destituye en febrero
de 1931, y pone al almirante Juan
Bautista Aznar al frente del supuesto Gobierno de concentración monárquica. Nada
más acceder al cargo, el nuevo presidente comienza a preparar el próximo
calendario electoral. Y fijó para el domingo 12 de abril las elecciones
municipales, y reservando el 3 de mayo para las provinciales y el 7 de junio
para elegir a los parlamentarios nacionales.
Unos días antes de la fecha señalada para las elecciones, concretamente el
día 5 de abril, se proclamaron los concejales que se presentaban y no tenían
adversario que les disputase el puesto. En esa especie de primera vuelta,
resultaron elegidos 14.018 concejales monárquicos y solo 1.832 republicanos. Y con
un resultado tan cumplidamente favorable a sus propias candidaturas, los
partidarios de la monarquía se crecieron y pensaron erróneamente que la
agitación republicana desaparecería por completo de la calle tras la próxima
jornada electoral.
Cuando llegó el 12 de abril y se celebró la segunda vuelta de las
elecciones, volvió a repetirse la abrumadora victoria de las candidaturas
monárquicas. Los republicanos tuvieron que conformarse con 5.775 concejalías,
mientras que los monárquicos consiguieron prácticamente cuatro veces más, logrando
22.150 concejales. Y a pesar de tan severa derrota, los republicanos se
atribuyeron sin más la victoria en las urnas, y afirman que, justamente por eso, proclamaron
la Segunda República.
Es verdad que los republicanos ganaron ampliamente en la mayor parte de las
capitales de provincia. Aunque también es cierto que, en esas elecciones, hubo mucho juego sucio. En
Madrid, por ejemplo, gracias a la mediación del concejal socialista, Andrés Saborit,
votaron por su partido varios miles de difuntos. De todos modos, con esa
victoria en las ciudades, los republicanos se crecieron y, el día 13, sacaron
las masas a la calle para organizar una especie de toma simbólica y revolucionaria de los ayuntamientos. Entre
los monárquicos, en cambio, cundió el desánimo y, por miedo a una revolución
cruenta, aceptaron cobardemente la derrota.
No olvidemos que las elecciones de abril de 1931 no tuvieron nunca carácter
plebiscitario, y tampoco de referéndum. Fueron simplemente eso, unas elecciones
municipales y que, por añadidura, fueron ganadas ampliamente por los monárquicos.
Obviando estos resultados, a las ocho de la tarde del día 14 de abril, el “comité revolucionario” se constituyó
en “Gobierno Provisional” de la
República, con Niceto Alcalá-Zamora como presidente. A esa misma hora y ese
mismo día, por culpa del retraimiento de unos ministros pusilánimes, y por su
propia cobardía, el rey Alfonso XIII abandonó Madrid, camino del exilio.
La izquierda española, en general, presume de ese cambio de régimen, que
dicen que fue modélico y que se llevó a cabo respetando escrupulosamente la
democracia. Y no es verdad. Se instauró la República de manera irregular y pervirtiendo
gravemente la legalidad. Ni las masas se lanzaron a la calle para exigir ese
cambio, ni se preguntó al pueblo si quería o no otra forma de Estado. Aquello
fue un golpe de Estado en toda regla, tan perfecto, que hasta lograron
disimular la ilegalidad de ese cambio.
Las últimas horas que pasó Alfonso XIII en las dependencias del Palacio de
Oriente fueron realmente muy duras y dramáticas. El rey, que estaba totalmente abatido
por los resultados electorales de las ciudades, después de escuchar al
presidente del Gobierno, el almirante Aznar y a su ministro de Estado, Álvaro
Figueroa y Torres, el famoso conde de Romanones, se da cuenta que está muy solo
y sin apoyos. Y al no poder contar ni con el Ejército ni con la Guardia Civil,
presenta su renuncia al trono y afirma que se aparta “de cuanto sea lanzar a un
compatriota contra otros en fratricida guerra civil”.
Entre los miembros del Gobierno, solo el ministro de Fomento, el murciano
Juan de la Cierva y Peñafiel se atrevió a apostar por la continuidad de la
monarquía y dijo al rey que resistiera valientemente y que permaneciera en
España, por lo menos, hasta que se celebraran elecciones generales. Y de manera
un tanto profética agregó: “El Rey se equivoca si piensa que su alejamiento y
pérdida de la Corona evitarán que se viertan lágrimas y sangre en España. Es lo
contrario, señor”. Pero Alfonso XIII ya había tomado la determinación de partir
hacia el exilio y España comenzó a
caminar ciegamente hacia la guerra civil.
Gijón, 29 de abril de 2017
José Luis Valladares Fernández
Muchas cosas se hicieron mal entonces y de algunas de ellas aún estamos pagando las consecuencias.
ResponderEliminarLo peor de todo fue el intento absurdo de instaurar en España la Revolución rusa de 1917 que, en realidad, fue lo que hizo inevitable la Guerra Civil
Eliminarlo incredible del golpe de primo de Rivera, es que no hubo derramamiento de sangre,saludos
ResponderEliminarFue un golpe de Estado que no produjo víctimas, porque fue aceptado y oficializado por el rey Alfonso XIII y, en consecuencia, aceptado por las fuerzas políticas. Saludos
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