III –
Primeros pasos de la II República
En España, es verdad, se instauró por dos veces la
República, y terminó rematadamente mal en ambas ocasiones. La I República fue proclamada por las Cortes
el 11 de febrero de 1873, tras la renuncia al trono de España del rey Amadeo I
de Saboya. Hay que reconocer que, de aquella, el republicanismo tenía muy poco
predicamento entre los españoles de a pie, y los políticos estaban internamente
divididos. Por un lado estaban los federalistas moderados que pretendían
construir la federación desde arriba, desde el Estado. Y por otro, estaban los
intransigentes que, como Antonio Gálvez Arce, pretendían construir esa federación
desde abajo.
Y gracias a esa división interna que mantenían los federalistas,
la República mantuvo siempre su debilidad inicial y su enorme inestabilidad
política. Precisamente por eso, y a pesar de su extremada brevedad, fueron
cuatro los presidentes que se sucedieron en ese año escaso: Estanislao
Figueras, Francisco
Pi y Margall, Nicolás
Salmerón y Emilio Castelar, todos ellos militantes del Partido Republicano Federal.
La Tercera Guerra Carlista y los continuos disturbios
que se generaban en las Antillas Mayores con la aparición del sentimiento
nacional en Cuba y en otras colonias, estaban
demorando excesivamente la puesta en marcha del sistema federal acordado. Y ese
retraso fue determinante para que los federalistas jacobinos e intransigentes
decidieran independizarse de Madrid y llenar España de minúsculas repúblicas
autónomas, los famosos cantones independientes, algunos tan pequeños como
Camuñas o Jumilla. Ese levantamiento cantonal afectó principalmente a
localidades de Valencia, Murcia y Andalucía.
Destaca por su violencia, y por su duración, la
República independiente o cantón de Cartagena, que logró mantener su
independencia algo más de medio año. El diputado federal murciano, Antonio
Gálvez Arce, apodado Antonete, asumió el mando del cantón,
y el día 12 de julio de 1873, con la inestimable ayuda de la marinería, se
apoderó de la flota de la Armada, que
estaba fondeada en el puerto de Cartagena.
Comandando esa especie de escuadra pirata, el famoso
diputado Antonete, se dedicaba
constantemente a sembrar el terror en las ciudades y poblaciones costeras más
próximas. Y todo, para que se unieran a la rebelión y, más que nada, para
que contribuyeran a los gastos con cuantiosos impuestos revolucionarios. Y
cuando alguna ciudad se negaba a pagar ese impuesto, era inmediatamente
bombardeada, como ocurrió con Almería y con Alicante, por negarse a abonar los
100.000 duros exigidos.
Aunque Cartagena llevaba meses asediada y la situación
era ya francamente insostenible, Antonio Gálvez (Antonete) y su compinche Juan Contreras y San Román seguían resistiendo
y causando serios problemas a las tropas del Gobierno central. Entre tanto,
llega el 3 de enero de 1874, y el presidente Emilio Castelar pierde la moción
de censura presentada por Francisco Pi y Margall. Tratando de defender a
Castelar, el general Manuel Pavía, capitán general de Castilla la Nueva, da un
golpe de Estado y, entrando en el Congreso, expulsa a los diputados cuando
estaban votando un nuevo presidente.
Fue el 12 de enero, unos días después del triunfo del
golpe de Estado de Pavía, cuando el general José López Domínguez consigue la
rendición de Cartagena. Y al negarse Castelar a seguir en el poder, el general
Pavía nombra presidente del Gobierno al general
Francisco Serrano. Serrano, que disuelve las Cortes republicanas y gobierna de
forma autoritaria. La República federal acaba
prácticamente aquí, y se abre una etapa de transición hacia la restauración
monárquica, que se produce el 29 de diciembre de 1874, cuando Arsenio Martínez
Campos, que se amotina en Sagunto,
proclama a Alfonso XII de Borbón como rey de España.
No corrió mejor suerte la II República Española. La
izquierda española actual sigue afirmando incansablemente, que las fuerzas
progresistas de 1931 volvieron a instaurar la República, porque deseaban
fervientemente modernizar y democratizar el país. Y mantiene, que esos anhelos
eran ampliamente compartidos por los intelectuales y hasta por una gran parte
de los movimientos obreros de la época. La II República no fue democrática, ni
en su origen, ni en su comportamiento posterior. Nació, como ya hemos visto, de
manera ilegal, tras unas elecciones municipales y, por lo tanto, sin capacidad
legal para realizar un cambio de régimen.
Durante todo ese período, la libertad de expresión o
información estuvo sujeta a una rigurosa censura previa, mucho más implacable
que en tiempos de la Dictadura de Miguel Primo de Rivera. Los responsables de
la República llenaron esa etapa de atropellos e ilegalidades. Y con la misma
irresponsabilidad que excusaban a los que quemaban iglesias y conventos, se
servían de las instituciones republicanas para dictar frecuentemente la
suspensión de las garantías constitucionales, o para organizar desde dentro
todo tipo de insurrecciones y, mira por dónde,
hasta algún asesinato político.
Hay que reconocer, por qué no, que los grupos izquierdistas
deseaban fervientemente implantar el régimen republicano. Pero esos grupos
estaban tan atomizados y dispersos, eran
tan irrelevantes, que no tenían poder alguno de decisión. Para poder disfrutar
de cierto grado de representatividad y ser operativos, necesitaban limar
asperezas entre unos grupos y otros, abandonar personalismos propios, aunar
esfuerzos y, por supuesto, elaborar un proyecto común. Y esa labor fue
realizada magistralmente por dos personajes de la derecha tradicional española,
tan importantes como Niceto Alcalá-Zamora y Miguel Maura.
Por culpa de la
Dictadura de Miguel Primo de Rivera, tanto Alcalá-Zamora, antiguo militante del
Partido Liberal, como el conservador Miguel Maura, abandonan su antigua
posición monárquica y se hacen republicanos. Por despecho hacia la Corona, y
con ánimo claro de revancha, organizan el famoso Pacto de San Sebastián y
comienzan a conspirar para derrocar a la
monarquía, representada por el rey Alfonso XIII. Y para lograr ese propósito,
comienzan a coordinar y a organizar cuidadosamente a todos esos grupos
republicanos de izquierda y los empujan a tomar el poder el 14 de abril de
1931.
Y aunque queda ya un poco lejos esa fecha, los
responsables de los distintos partidos de la izquierda siguen vendiéndonos la
República como si fuera el régimen político más democrático que existe y la
única forma de Gobierno que puede garantizar plenamente nuestras libertades y,
de rebote, solucionar todos los males históricos que ha padecido España. Y siguen
defendiendo absurdamente que, cuando llegó la II República, se produjo una
explosión de júbilo incontenible, lanzándose la gente a la calle para
celebrarlo, lo que no es verdad.
La gente se echó a la calle, es verdad, pero después
de ser convenientemente manipulada por los que protagonizaron el cambio ilegal
de régimen. Otra cosa, no, pero calentar a las masas y manejarlas
caprichosamente, es algo que siempre ha hecho muy bien la izquierda. Una vez
enardecida la muchedumbre resulta extremadamente fácil ocupar la calle y, a
base de algaradas y revueltas, tratar de condicionar en un sentido u otro el
desarrollo de los acontecimientos.
Los hechos demostrarían muy pronto que la República no
era, en realidad, el auténtico paradigma
de las libertades y del respeto mutuo de los ciudadanos, pregonado
constantemente por los republicanos. No olvidemos que, pocas semanas después
del advenimiento de la República, entre el 10 y el 13 de mayo de 1931, se
desató una ola de violencia inusitada contra instituciones de la Iglesia
Católica.
Esos disturbios, que comenzaron en Madrid, se extendieron después a otras ciudades de
levante y del sur de la península. Tuvieron, como es lógico, consecuencias
francamente catastróficas. Además de arder un buen número de iglesias y conventos, se profanaron algunos
cementerios conventuales y se destruyeron cantidad de objetos valiosos del
patrimonio artístico de la Iglesia. Y lo que es aún peor, esas revueltas
violentas produjeron lamentablemente varios muertos y una cantidad considerable
de heridos.
Los distintos partidos de la izquierda republicana
mantenían cierta prevención enfermiza contra la derecha, tildándola
injustamente de reaccionaria y fascista. Fue acusada absurda y descaradamente
de intentar conspirar contra el proyecto democrático y progresista, avalado por
el Gobierno Provisional de la República. La derecha, por lo tanto, estaba incapacitada
de por vida para asumir responsabilidades de Gobierno. Como la República era
“para todos los españoles”, según expresión de Manuel Azaña, se la permitía,
eso sí, convivir con otras fuerzas, pero desempeñando exclusivamente papeles secundarios o meramente testimoniales.
Es verdad que a la derecha no le gustaba mucho la
República. Y aunque desconfiaba del régimen republicano, acató disciplinadamente
sus leyes sin la menor protesta. Al defender abiertamente la democracia liberal
y representativa, la derecha aceptaba sin más la alternancia política en el
poder y, por qué no decirlo, se mantuvo fiel al nuevo régimen hasta el final mismo
de la II República. Bastante más fiel, por supuesto, que los anarquistas y
mucho más que los socialistas.
Como toda la izquierda republicana, los anarquistas estaban
claramente en contra de la democracia liberal y no tenían complejos para reprobar
la alternancia en el poder. No se identificaban en absoluto con la República, pero
contribuyeron voluntariamente a instaurarla con sus votos, porque pensaban que
era ese el mejor régimen para conspirar desde dentro del propio sistema, y así
poder propagar su comunismo libertario.
En los años 30, los socialistas eran aún más radicales
y violentos que los anarquistas, y consideraban que la democracia liberal no era
nada más que un invento burgués para dividir y explotar descaradamente a la
clase trabajadora. Y cuando comprobaron que la República era un régimen
ostensiblemente débil y manipulable, comenzaron a colaborar con las izquierdas republicanas, con la intención
de desbordarlas. Pensaban que esa colaboración iba a ser mucho más útil y
rentable que la huelga revolucionaria de 1917, para hacerse con el poder e imponer seguidamente el socialismo que estaba
triunfado en Rusia.
Como era de esperar, las actuaciones iniciales del
Gobierno Provisional de la República fueron todas ejemplarmente moderadas. Pero
comenzó muy pronto a escorarse a la izquierda, sobre todo en cuestiones relacionadas
con la religión, de modo que la derecha y la izquierda republicana terminaron
defendiendo posiciones totalmente contradictorias e inconciliables. La derecha,
cómo no, defendía la secularización del Estado, pero mantenía la libertad de
cultos, la “libertad de enseñanza” y la llamada “escuela neutra” que respetaba
escrupulosamente las creencias religiosas de cada uno.
Los izquierdistas de la II República, en cambio, iban
mucho más lejos y no se conformaban con la simple secularización del Estado. Llevados
de su anticlericalismo radical, pidieron también la secularización de la
sociedad, el divorcio y, por supuesto, acabar de una vez con la vinculación
religiosa de los cementerios. Y no contentos con esto, decretaron la supresión de
las distintas Órdenes Religiosas, especialmente de la Compañía de Jesús, a la
vez que nacionalizaban todos sus bienes. Y crean la famosa escuela “única” y
laica para sustituir a los colegios que venían regentando los religiosos.
La izquierda republicana se aprovechó taimadamente de su
mayoría en el Gobierno Provisional de la II República, para llevar a la
Constitución que se estaba redactando sus aspiraciones laicistas y
anticlericales. Como es lógico, la minoría conservadora, que solía llevar la
voz cantante desde la celebración del Pacto de San Sebastián, se sintió
tremendamente desairada. Y el 14 de octubre de 1931, tras la aprobación por las
Cortes del artículo 24 donde aparece alguna de esas medidas radicales, el
presidente del Ejecutivo, Niceto Alcalá-Zamora, y el ministro de la
Gobernación, Miguel Maura, deciden abandonar el Gobierno Provisional.
Con la llegada de Manuel Azaña a la presidencia del
Gobierno de la República sustituyendo a Alcalá-Zamora, se abre un período de
reformas, en el que los socialistas asumen nuevas responsabilidades en
detrimento del Partido Republicano Radical de Alejandro Lerroux. El 9 de diciembre de 1931, con la inevitable abstención
de la derecha, las Cortes Constituyentes aprueban la nueva Constitución. Y para
evitar protestas de la derecha liberal católica y su más que probable campaña
de desprestigio contra los responsables del Gobierno, Manuel Azaña designa personalmente
a Alcalá-Zamora como primer presidente constitucional de la República.
A partir de ese momento, la coalición de los
republicanos de izquierdas con los socialistas comienza a transformar el país,
profundizando y radicalizando apropiadamente las distintas reformas realizadas
durante el período constituyente. Y como Niceto Alcalá-Zamora y Miguel Maura
fueron incapaces de constituir y de organizar mínimamente una derecha
republicana con posibilidades reales de competir, el partido de Manuel Azaña y
las mesnadas del PSOE y de la UGT endurecían arbitraria y libremente sus
reformas, sin encontrar oposición.
Gijón, 16 de mayo de 2017
José Luis Valladares Fernández
De aquellos barros vienen estos lodos que vivimos en la actualidad.
ResponderEliminarAsí es. Y lo malo es que esa circunstancia se repite con demasiada frecuencia
Eliminarbuena lecion de historia,aunque hoy son muchos los que le agradaria,una tercera republica.pues la actual monarquia no es muy popular que digamos,saludos,
ResponderEliminarPero si esa tercera república repitiera los mismos errores, vale más que se quede allá. Y el folclore que vemos en muchas formaciones políticas, indican que volveríamos a tropezar en la misma piedra. Saludos
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