V
– Desastroso final de la II República Española
A pesar del enorme
fracaso de la Revolución de Octubre de
1934, Francisco Largo Caballero seguía contando con el apoyo de los
socialistas adscritos al sector “bolchevique”
o “leninista”. Y quería conseguir el poder, para cambiar el rumbo de la
República burguesa e impulsar el socialismo soviético. Reconocía, eso sí, que
había cometido un error garrafal al tratar de conseguir ese objetivo,
utilizando exclusivamente la insurrección prescindiendo por completo del
sistema institucional representativo.
Es verdad que Largo
Caballero buscó afanosamente la manera de
importar la revolución rusa, para convertirse inmediatamente en el
indiscutible “Lenin español”. Y tardó demasiado tiempo en comprobar que es
prácticamente imposible imponer por la brava el socialismo marxista en los
pueblos donde la clase media tiene una gran implantación. Y menos aún si, como
ocurre en España, los oficiales y los mandos del Ejército proceden de esa clase
media o, incluso, de la clase alta.
Tras el morrocotudo
fracaso de la Revolución de Octubre de
1934, Largo Caballero y sus acólitos, aceptan sumisamente los consejos de
la Komintern o III Internacional, y comienzan a organizar una especie de frente
antifascista, coaligando a todas las fuerzas políticas y sindicales de
izquierda. Y para que esa alianza tuviera un aire más obrerista, exigieron que
entrara a formar parte de ella el
Partido Comunista de España (PCE). Y
esa coalición entre los republicanos de izquierda y los socialistas se
oficializó, por fin, el 15 de enero de 1936, firmando el PSOE por el PCE, por el
Partido Sindicalista de Ángel Pestaña y por el POUM.
Y la República
defendida por esa coalición, que comenzó a llamarse Frente Popular, discrepaba substancialmente con los dictados de la
II República. Y con el fin de reconvertir el sonado fracaso de octubre en una
indiscutible victoria popular, incluyeron en su programa la amnistía de los
delitos políticos y sociales y, por lo tanto, la excarcelación de todos los
detenidos por la famosa Revolución de Octubre. Semejante consorcio comenzó a
ser operativo tras las elecciones generales, que se celebraron el 16 de febrero
de 1936.
No se habían resuelto
totalmente los problemas derivados del famoso escándalo del estraperlo, cuando
estalló el caso Nombela. Y esta circunstancia es aprovechada inmediatamente por
José María Gil-Robles para forzar la dimisión del presidente del Consejo de
Ministros, Joaquín Chapaprieta, retirando su apoyo al Gobierno de coalición con
el Partido Republicano Radical. Y Gil-Robles completa la faena, exigiendo la
presidencia del Gobierno para sí mismo.
Como era previsible,
el presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora, obvió intencionadamente la
lógica reivindicación de Gil-Robles, y el 14 de diciembre de 1935 encomienda a
Manuel Portela Valladares la formación de un nuevo Gobierno. Pero por culpa del
enfado razonable del partido mayoritario de la derecha y la falta de
representatividad de los nuevos ministros, era muy posible que ese Ejecutivo no
recibiera la perceptiva confianza del parlamento. Y Alcalá-Zamora trató de
eludir el problema, decretando la suspensión de las sesiones parlamentarias
durante quince días.
La imprevista
paralización de las cortes, sin embargo, sentó realmente mal a los diputados de
la CEDA y, sin esperar a más,
convocan para el día 7 de enero la Diputación Permanente de las Cortes, para
que dictamine si, con semejante decisión, hay, o no hay, una usurpación de
funciones. Pero el presidente de la República, temiendo perder la inevitable
votación, decide disolver las Cortes y convoca elecciones para el 16 de febrero
de 1936.
La coalición electoral
entre republicanos de izquierda y los socialistas del PSOE y de la UGT, que
recibe el calificativo de Frente Popular,
lleva en su programa las supuestas reformas sociales del bienio reformista 1931-1933, paralizadas o eliminadas por los
gobiernos conservadores del segundo bienio. Y ofrece, cómo no, más libertad que
nunca, grandes dosis de bienestar y amnistía completa para todos los implicados
en la Revolución de Asturias en 1934.
Con la libertad y el bienestar, faltaría más, intentaba camelar a los
trabajadores, y con la amnistía, buscaba expresamente el voto de los
anarquistas.
La izquierda siempre
ha hecho lo mismo. Se pavonea constantemente de cosas que no tiene y, por
supuesto, de actos que jamás ha practicado. Para los prebostes de aquella
izquierda, el Frente Popular practicaba una democracia auténtica y modélica. La
derecha de entonces, sin embargo, sería todo lo contrario y trataría de
imponernos una “España hitleriana, una España ignorante y con hambre, una
España sin libertad, sometida al terror de la reacción y el fascismo”.
Los líderes
izquierdistas de la República quedaron perfectamente retratados en la campaña
electoral de febrero de 1936. Su apuesta por la democracia no es real. O
estamos ante una fanfarronada de mal gusto o, más bien, ante una auténtica
falacia y ante un engaño manifiesto. Ahí está, por ejemplo, la campaña gansteril
que hicieron. En vez de arrepentirse y pedir perdón por la Revolución de
Octubre de 1934, se vanagloriaban de
unos actos tan subversivos como
aquellos. Y completaban la faena, con constantes y desmedidas loas al
totalitarismo de Stalin, al que deban la calificación, ahí es nada, de
auténtico paraíso democrático.
Las elecciones de
febrero de 1936 se celebraron en un ambiente extremadamente complicado y violento. Eran habituales las
amenazas, menudeaban las agresiones tanto verbales como físicas y, por supuesto,
sin respetar en absoluto la legalidad vigente. Y esto, claro está, influyó en
el resultado de aquellas elecciones. El Frente Popular ocupo las calles antes
de terminar el recuento de los votos, proclamando sin más, su victoria
electoral. Y a instancias de algunos dirigentes irresponsables de la coalición,
estos alborotadores se apoderaron de los documentos electorales.
Según investigaciones
recientes de Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa García, en aquellas
elecciones hubo mucha manipulación y fraude. Tanto la izquierda como la derecha
obtuvieron unos resultados muy parecidos, en torno a los cuatro millones y
medio de votos. Y si el centro se llevó algo más más de 600.000 votos, ¿dónde
está la victoria del Frente Popular?
En las elecciones de
febrero de 1936, utilizaron el pucherazo y la manipulación en el escrutinio
para conseguir, esta vez sí, lo que no logaron en octubre de 1934, la conquista
del poder. Hubo provincias donde ganó claramente la derecha, como es el caso de
La Coruña, Lugo, Cáceres y alguna más. Y en otras hubo una situación de empate
técnico. Pero desaparecieron varias actas y otras fueron convenientemente
manipuladas para que ganara el Frente Popular. Y lo consiguieron, faltaría más,
cometiendo toda clase de irregularidades.
La comisión encargada
de revisar las actas parlamentarias fue elegida por esa coalición de
izquierdas, con el apoyo, claro está, de los reaccionarios vascos. Y como era
de esperar, esa comisión realizó alegremente cantidad de chanchullos a
instancias de socialistas y comunistas. En las provincias donde perdió
claramente la izquierda, por ejemplo, anularon arbitrariamente 23 escaños a la
derecha y proclamaron diputados a otros tantos candidatos de la izquierda que
habían salido derrotados. Y sin embargo, aceptaron sin rechistar todas las
actas de aquellas comarcas donde escamotearon aproximadamente unos 30 escaños a
la derecha.
De esa manera tan
fraudulenta y escandalosa, el Frente popular se hace con 278 escaños, una
mayoría absoluta excesivamente holgada.
Y los líderes de esa coalición comenzaron a actuar como si fueron los
auténticos dueños de vidas y haciendas. Y sin pérdida de tiempo, los secuaces
de Francisco Largo Caballero comenzaron a demoler el sistema primigenio de la
República desde dentro, para sustituirlo por otro eminentemente revolucionario.
Trataban de instaurar por la brava una dictadura del proletariado socialista.
De ahí, esas llamadas del PSOE a los
demás grupos de la coalición para “constituir en todas partes, conjuntamente y
a cara descubierta, las milicias del pueblo”.
Y para lograr este
propósito, instauraron una censura de prensa extremadamente rígida y, sin
pérdida de tiempo, destituyeron todas las corporaciones municipales que
consideraban hostiles o simplemente neutrales. Se las arreglaron, incluso, para
destituir a Niceto Alcalá-Zamora, que acababa de abrirles el camino hacia el
poder con la última convocatoria de elecciones. Le acusaron, ahí es nada, de
haber disuelto las Cortes por dos veces
y de manera manifiestamente inconstitucional.
Tras la llegada del
Frente Popular al Gobierno, los socialistas y los comunistas utilizaron
miserablemente la violencia en la calle para imponer su ley, deteriorando
gravemente el orden público y la convivencia social. Comenzaron a menudear
nuevamente los asesinatos y la quema de iglesias, la invasión de fincas, el
cierre de periódicos de derechas y el asalto a las sedes de los partidos de la
oposición. Ante la falta de derechos de los ciudadanos, los partidos obreristas
aplicaban su programa revolucionario sin cortapisas y, al ser partidarios de la
acción directa y violenta, sumieron a España en una continua huelga salvaje.
Y para complicar aún
más la situación, la fuerza pública comenzó a prestar voluntariamente su apoyo
a los partidos que integraban el Frente Popular, apoyo que utilizaban, sobre
todo los socialistas y los comunistas, para agredir de manera inmisericorde a
los militantes y a los simpatizantes de la derecha y, por supuesto, a los que
sintonizaban con la religión católica. No olvidemos que tanto el PCE,
como el PSOE y la UGT, trataban de importar íntegramente
la revolución soviética. Los comunistas, incluso, querían que España se
convirtiera, sin más, en una simple sucursal de la Unión Soviética, bajo el
dictado de Stalin.
Es verdad que los
socialistas formaban parte integrante de las fuerzas republicanas de izquierdas
adscritas al Frente Popular. Pero Francisco Largo Caballero, que contaba con un
amplio respaldo dentro del partido y del sindicato, se negó tajantemente a que
su formación política entrara en el Gobierno de esa coalición. También se opuso
a que Indalecio Prieto sustituyera a Manuel Azaña en la presidencia del
Gobierno, cuando éste se hizo cargo de la presidencia de la República.
De aquella, Largo
Caballero, se dedicaba fundamentalmente a mimar
a las distintas “organizaciones obreras”, para ayudarlas, cómo no, a
preservar íntegramente su unidad y su ilusión. Preveía que el fracaso de los
“burgueses republicanos” era ya algo inevitable y que no iba a tardar en producirse.
La clase obrera, por lo tanto, no podía descuidarse y tenía que estar
preparada, para poder conquistar el
poder cuando llegue ese momento. Después vendría la imposición de la “dictadura
del proletariado” y, por supuesto, la sustitución de la república burguesa o
democrática por otra claramente más revolucionaria y totalitaria.
Y esa oportunidad
llegó, pero demasiado tarde. Cuando Francisco Largo Caballero asumió la
presidencia del Gobierno, España estaba ya sumida en la Guerra Civil. Tras el
supuesto triunfo del Frente Popular, la movilización intempestiva de la clase
obrera y campesina generó desgraciadamente una agitación social y laboral,
desconocida hasta entonces, que provocó
un aumento considerable de la violencia política. De las intimidaciones
y las amenazas iniciales, se pasó muy
pronto a las agresiones físicas y a los asesinatos indiscriminados por
cuestiones estrictamente ideológicas.
En mayo de 1936,
cuando Manuel Azaña asume la presidencia de la República y encarga la formación
de un nuevo Gobierno a Santiago Casares Quiroga, el clima que se respiraba en
España era ya extremadamente convulso e irrespirable. Y Casares Quiroga, cuando
puso en marcha ese Gobierno, comenzaba a oírse el eco lejano de los tambores de
guerra de la España tradicional que no se resignaba a morir, y que protestaba
airadamente porque el Estado se había
convertido ya en un “instrumento sectario puesto al servicio de la violencia y
del crimen”.
La situación política
en España llegó a ser tan crítica y caótica que, tras la trifulca parlamentaria
con José Calvo Sotelo, Julián Besteiro, sumamente preocupado, hizo este
acertado comentario: "Si el gobierno no cierra el Parlamento hasta que se
aquieten las pasiones, seremos nosotros mismos los que desencadenaremos, aquí
dentro, la guerra civil". Y así fue. Toda la derecha española quería
enderezar el rumbo suicida iniciado por la República y poner fin
definitivamente a esa revolución de corte soviético que trataba de liquidar las
libertades públicas y que había comenzado a sembrar el terror rojo en la
sociedad española.
Y el alevoso asesinato
de Calvo Sotelo, que se produjo el 13 de julio, une por fin a toda la derecha.
Y una vez puestos de acuerdo, aceptan el reto de restablecer el orden, la cordura y las libertades públicas que se
habían perdido y, el 18 de julio, ponen en marcha el llamado “Alzamiento
Nacional”. Cuentan con la complicidad de una parte importante del Ejercito,
para acabar urgentemente con la violencia imperante y, faltaría más, con el
entreguismo irresponsable de los jerarcas republicanos, que estaban haciendo de
España un pueblo esclavo de Rusia y de las veleidades de Stalin.
El Gobierno, sin
embargo, no aguantó el envite planteado por el Ejército, y Casares Quiroga
dimitió la misma tarde del 18 de julio. Acuciado por la gravedad del momento, y
con la intención de frenar la rebelión militar, el presidente de la República,
Manuel Azaña, acude inmediatamente al presidente de las Cortes, Diego Martínez
Barrio, y le insta a que forme un Gobierno lo más rápidamente posible,
recomendándole, eso sí, que incorpore a algún que otro miembro de la derecha,
excluyendo, por supuesto, a los comunistas. Pero los socialistas, instigados
por el propio Largo Caballero, no quisieron participar en el Gobierno.
Y al final, los
socialistas y los anarcosindicalistas hicieron causa común con los comunistas y
terminaron negándose a reconocer al nuevo Gobierno. Martínez Barrio se asustó y
dimitió el mismo día 19. Para solucionar el problema de la mejor manera
posible, el presidente de la República requirió el consejo de todos los
partidos políticos. Largo Caballero, por ejemplo, condicionó nuevamente la
participación de los socialistas al reparto de armas a los sindicatos y, por
supuesto, la licencia inmediata de todos los soldados.
Después de escuchar a
unos y otros, Manuel Azaña encargó la formación de un nuevo Gobierno a José
Giral, que se rodea exclusivamente de republicanos izquierdistas. También
estaba de acuerdo con la distribución de armas y con la disolución del
Ejército, tal como exigía Largo Caballero. Pero el nuevo presidente fue incapaz
de restaurar la autoridad del Gobierno y comenzó a perder incluso hasta el
necesario apoyo de la izquierda radical. Esto supuso, claro está, su inevitable
y profunda desmoralización, lo que le llevó a presentar su dimisión
irrevocable, apenas mes y medio después de haber asumido el cargo.
Es verdad que Manuel
Azaña culpaba a los sindicatos del terrible caos que estaba soportando la
República y, en consecuencia, era completamente reacio a que participaran en un
Gobierno. Pero en aquella ocasión tan crítica que estaban viviendo, soportando
continuos y bochornosos fracasos bélicos, no tuvo más remedio que entregar el
poder a Francisco Largo Caballero, líder indiscutible dela UGT. Y en ese su
primer Gobierno de coalición, predominaban claramente, es cierto, los ministros
socialistas, pero había también unos cuantos ministros republicanos, varios
comunistas y hasta uno del PNV.
Hay que tener en
cuenta que Largo Caballero esperaba impacientemente que llegara este momento.
Tras el fracaso sonado de la Revolución de Octubre de 1934, necesitaba llegar
al Gobierno para poder sovietizar más fácilmente a la sociedad española. Pero
la oportunidad de acceder al Gobierno le llega en un momento extremadamente
complicado, ya que tiene que hacer frente a la Guerra Civil, teniendo
además al ejército de Franco a las
puertas de Madrid.
Y a pesar de las
enormes dificultades sobrevenidas, Francisco Largo Caballero seguirá intentando
importar la Revolución Soviética, aprovechando, claro está, las nuevas
facilidades que le da el hecho de presidir
el Gobierno de la República. Para ampliar sus apoyos entre la clase
trabajadora, el 4 de noviembre de 1936 da entrada en su Gobierno a cuatro
destacados miembros de la CNT. Y entre
ellos estaba, como ministra de Sanidad y Asistencia Social, la famosa
anarcosindicalista Federica Montseny.
Entre otras cosas, al
Gobierno de Largo Caballero le perdió su afán desmedido por imponer el
socialismo revolucionario a los españoles. Estaba tan interesado en la
liquidación violenta de todas las libertades públicas, que fue incapaz de
gestionar correctamente la defensa de la capital y las demás operaciones
bélicas. Para verse convertido en el Lenin español, Largo Caballero era extremadamente
condescendiente con sus propias huestes, con los anarquistas y con los
trotskistas del POUM. Esto provocó, como es lógico, el descontento de los
republicanos de izquierda, de los comunistas y hasta de los seguidores de
Indalecio Prieto.
Ante el descontento
generalizado de los sectores políticos que integraban la coalición de Gobierno,
Largo Caballero emprende la reorganización del poder republicano y, por
supuesto, de las Milicias Antifascistas Obreras y Campesinas y de las demás
fuerzas que se enfrentan al Ejército de Franco. Pero era ya demasiado tarde.
Los comunistas, que aún no habían digerido convenientemente la negativa del
presidente del Gobierno a fusionar PSOE y PCE para formar un gran partido
marxista, comenzaron a protestar de manera airada y a pedir insistentemente su
inmediata dimisión.
Y aducen la disculpa
de la desastrosa gestión que hace de la guerra, para abroncar tan duramente al
presidente del Gobierno. Los comunistas cambiaron inesperadamente de actitud
porque Largo Caballero se negó en redondo a ilegalizar al Partido Obrero de
Unificación Marxista (POUM), tal como exigía la Unión Soviética. A esa especie
de repulsa hacia el presidente del Gobierno, se sumaron seguidamente los
socialistas de Prieto y, por supuesto, el presidente de la República, Manuel
Azaña. La presión ejercida por estos grupos fue tan alta, que Francisco Largo
Caballero presentó su dimisión el 17 de mayo de 1937.
Y ese mismo día,
siguiendo fielmente las indicaciones interesadas de los seguidores de Indalecio
Prieto, Manuel Azaña entrega la presidencia del Gobierno a Juan Negrín López. Y
como buen vasallo y cortesano de Stalin, procuró ignorar bellacamente los
asesinatos de Andreu Nin y de los dirigentes más destacados del POUM. Publicó,
eso sí, los llamados “Trece puntos de Negrín”, con los que pretendía, entre
otras cosas, establecer un principio de acuerdo con los militares rebeldes.
Pero Franco se mostró inconmovible, y
mantuvo firmemente su exigencia de rendición incondicional.
Ante la manifiesta
imposibilidad de alcanzar la paz utilizando el diálogo, Negrín puso en marcha
una gran ofensiva bélica que fracasó rotundamente. Dicha ofensiva se saldó
realmente con la derrota humillante de los republicanos en las batallas de
Brunete y Belchite. Además de adueñarse
de todo el Norte, las tropas de Franco conquistaron fácilmente Teruel y el
importante enclave de Alcañiz en Aragón. Pasa lo mismo en Cataluña, con Lérida
y Tortosa y en Castellón, con Vinaroz y Benicarló, cortando así en dos la zona
republicana y aislando a Cataluña, donde estaban el Gobierno y las Cortes de la
España republicana, sin más salidas que Francia o el mar.
Los republicanos
respondieron con la batalla del Ebro
que fue, con mucho, la más larga y una de las más sangrientas de toda la Guerra
Civil. Y tras cuatro meses de encarnizada lucha, y a pesar de los esporádicos
éxitos iniciales, el ejército republicano sufrió una contundente derrota y,
humillado, fue obligado a huir, teniendo que cruzar nuevamente el Ebro, pero en
sentido inverso. Con esta abultada derrota, el destino de la Segunda República
Española estaba ya cantado y, a partir de ese momento, fueron cayendo
seguidamente los objetivos pendientes sin un gran esfuerzo.
Una vez derrotado el
llamado Ejército rojo y hundida finalmente la República Española, comenzó la
desbandada de los prebostes del Frente Popular. Huyeron cobardemente, dejando
en la estacada, en muchos casos, a izquierdistas ocasionales que cometieron la
torpeza de seguir ciegamente sus consignas. Abandonaron, incluso, a Largo Caballero
que se vio aislado en Francia, sin seguidores y hasta sin dinero, aunque fue
uno de los máximos gerifaltes republicanos. Todo lo contrario que Indalecio
Prieto y Juan Negrín que se beneficiaron desvergonzadamente del gigantesco
tesoro expoliado a los españoles, y que llegó a México a bordo del yate Vita.
Cuando la derrota del
Ejército Popular de la República era ya inapelable, Juan Negrín se instaló en
Francia, trasladándose posteriormente a Londres y continuó, claro está,
presidiendo el Gobierno de la República en el exilio. Finalizada la Guerra Mundial se instala en México y, allí,
al aparecer nuevas y graves divergencias con Indalecio Prieto y con Diego
Martínez Barrio, Negrín dimite en 1945 de todos sus cargos ante las Cortes en
el exilio. Y hasta fue expulsado del PSOE
en abril de 1946, aunque lo rehabilitaron en el Congreso Federal que los
socialistas celebraron en el año 2008.
A todos los dirigentes
del Frente Popular, tanto si están exiliados en un país o en otro, se les cae la baba confesándose
firmes defensores de la II República Española y tildan alegremente a Franco de
golpista, acusándole de haber utilizado la violencia para acabar de una vez con
el régimen que se habían dado libremente
los españoles. Y ésta falsa posición es asumida invariablemente por
todos los izquierdistas que en España han sido.
No olvidemos que la
República del 14 de abril de 1931, proclamada de manera francamente irregular,
y que terminó siendo aceptada con reparos, y como mal menor, por una mayoría
significativa de españoles. Y no es menos cierto que los cabecillas del Frente
Popular, en vez de defender la República, la utilizaron indecentemente para
hacerse con el poder, para imponer por la fuerza la revolución socialista que
había triunfado en Rusia. Fueron ellos los primeros que conspiraron contra la
Republica para acabar con la democracia e implantar la famosa Dictadura
del proletariado.
Barrillos de Las
Arrimadas, 29 de julio de 2017
Desde la progresía interesada se habla del golpe de estado de julio del 36, pero no se da el mismo tratamiento a la Revolución del 34, otro golpe de estado en toda regla contra las instituciones democráticas de la República.
ResponderEliminarLargo Caballero murio en exilio,eso si con el dinero del Vita.Que gran diferencia con Zugazagoitia.El llamado Lenin de nuestra gran nacion,hizo merito mas que suficiente para ser fusilado.un abrazo.
ResponderEliminarel hijoputa de franco ya se encargó.
ResponderEliminarviva la república!!!!!!!!!!!!!!!!1
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