“Quod natura non dat, Salmantica non præstat” es un proverbio latino, esculpido en
piedra, que podemos leer cuando accedemos
al edificio donde antiguamente estaban las Escuelas Menores de la Universidad
de Salamanca. Esa especie de sentencia, atribuida a Miguel de Unamuno, tiene
una traducción muy fácil al español: “Lo
que la naturaleza no da, Salamanca no lo presta”.
Aunque se trata de una frase, un tanto
lapidaria, que suele utilizarse habitualmente para justificar los inevitables
fracasos de algunos universitarios, tiene un significado mucho más profundo y
nos indica que las personas nacemos ya con un nivel intelectual determinado
inamovible. Y no hay nadie que pueda pretender que la Universidad le otorgue,
lo que no quiso darle la naturaleza. Esos centros de educación especializada pueden
ayudarte, cómo no, a explotar mejor tus cualidades innatas, pero manteniendo
siempre invariable tu propia capacidad intelectual.
Y como el pueblo llano es mucho más
directo y gráfico que las personas de letras, plasmó esa misma idea en esta
locución que suele repetirse frecuentemente: “Salamanca no hace milagros, el
que va jumento, no vuelve sabio”. Y es verdad, porque ni la Universidad de
Salamanca, ni ninguna otra Universidad, tiene la potestad de hacer milagros. Cada
alumno tiene que conformarse necesariamente con los talentos y la inteligencia con
que vino al mundo.
Pero no todos piensan de la misma
manera. Hay personas tan autosuficientes y tan atrevidas, que discrepan
abiertamente de esas conclusiones. Y entre esas personas está, como no podía
ser menos, Pedro Sánchez, el doctor ‘cum
fraude’ que preside el Gobierno de España. Piensa de sí mismo, que es
un superdotado, que está muy por encima de los demás mortales y, en consecuencia,
que puede mejorar aún más su pericia y su talento.
El orgullo y la vanidad del presidente
del Gobierno, eso sí, no tienen límites. Está tan pagado de sí mismo, que no
reconocerá jamás sus múltiples y clamorosas limitaciones. Ha contado siempre, por
qué no decirlo, con el auxilio inestimable de algún compañero de viaje que le
ha sacado de apuros, ayudándole desinteresadamente hasta redactar incluso su
tesis doctoral. No olvidemos que en esa tesis, además de otros plagios
llamativos, encontramos también, sin entrecomillar, informes oficiales del Ministerio de Industria de Miguel Sebastián.
Y a pesar de todas esas irregularidades, Pedro Sánchez consiguió el doctorado con la calificación máxima, casi sin despeinarse. Sin duda alguna, los miembros del tribunal que lo examinó fueron excesivamente complacientes con él. En un ambiente académico más estricto y exigente, el premio conseguido no habría sido ni tan destacado, ni tan gratificante.
Y no digamos nada del papelón que
hubiera hecho en la etapa dorada de la Universidad de Salamanca, cuando
regentaban sus cátedras maestros de la talla de Antonio de Nebrija, Fray Luis de León o Francisco de Vitoria. Con toda seguridad, estaría
abonado al fracaso y, al no alcanzar el grado de doctor, abandonaría la capilla
de Santa Bárbara sigilosamente, saliendo por la puerta de los carros. Se
quedaría sin la correspondiente fiesta, y tampoco tendría la satisfacción de
pintar su Vítor en las paredes de la Universidad.
Es una pena, pero el presidente del
Gobierno que padecemos está tan satisfecho de sí mismo, que no tiene arreglo. Su desmedido orgullo, su vanidad y su
triunfalismo le mantienen instalado en
su guindo y totalmente aislado de la realidad. Su desahogo y su enorme endiosamiento le incapacitan para
gestionar correctamente una situación tan preocupante y peligrosa como la que
estamos soportando actualmente, por culpa de la pandemia generada por el
Covid-19.
No podemos esperar, por lo tanto, que Pedro
Sánchez reconozca su incompetencia y que asuma de buenas a primeras sus
equivocaciones y sus abundantes fallos. Tiene un concepto tan elevado de sí
mismo, que piensa que no hay nadie en España que pueda hacerle sombra. Es más, está
plenamente convencido, que cuenta siempre con la asistencia de una luz interior
que le ayuda en todas sus actuaciones. Y esto, claro está, facilita el acierto,
cuando hay que tomar decisiones arriesgadas.
No obstante, siempre cabe la
posibilidad de cometer algún error más o menos importante. Y el ínclito líder
del PSOE, como no quiere correr ese riesgo, se pone de perfil y rehúye
gestionar personalmente cualquiera de las situaciones complicadas que se
avecinan. Ahora, por ejemplo, elude hacerse cargo del control de los
preocupantes rebrotes del coronavirus y trata de cargar ese muerto a los
presidentes de las Comunidades Autónomas. Pretende que sean los presidentes
autonómicos los que asuman esa responsabilidad y solucionen correctamente el
problema que nos afecta.
Si los responsables de las distintas
Autonomías logran contener eficazmente los rebrotes del Covid-19, el presidente
del Gobierno se colocaría, sin más, al frente de la manifestación, para recibir
las felicitaciones y los parabienes del acierto como si fuera propio. Y terminaría
hastiándonos con sus discursos triunfalistas.
Si los presidentes autonómicos
fracasan y tenemos que seguir soportando
el azote de la pandemia, serán ellos solos los verdaderos culpables. Pero aun
así, como no quiere que nadie pueda culparle de una gestión nefasta, volverá a
recurrir a la propaganda, ocultando la
realidad. Y como ya ha hecho, continuará
camuflando infectados y muertos para despistar y dar la sensación que
todo se está haciendo bien.
Es evidente que Pedro Sánchez se
desvive por los agasajos y los aplausos. Por recibir halagos y elogios, es
capaz de cualquier cosa, llegando incluso hasta poner en peligro su propia
dignidad. Es, ni más ni menos, lo que pasó tras su regreso triunfal de la
última cumbre de Bruselas. En esa cumbre, la Comisión Europea habilitó unos
fondos, utilizables exclusivamente para aliviar la crisis económica provocada
por la pandemia.
En esa cumbre, por supuesto, España no
consiguió lo que quería. En primer lugar, el Consejo Europeo se opuso
rotundamente a la emisión de la deuda conjunta, o creación de los ‘coronabonos’ o ‘eurobonos’,
que solicitaba el Gobierno español. Pero aún hay más, ya que el importe del
paquete concedido a España, no alcanzó la cifra que se esperaba. A pesar de
todo, Pedro Sánchez aceptó resignadamente y sin discusión, la cantidad que le
ofrecieron.
Hay que reconocer que, en este caso, el
presidente Sánchez no influyó en absoluto en los importes asignados a España. Fueron
los líderes más influyentes de Unión
Europea los que determinaron esas cantidades. Pero como le gusta destacar, y
busca incansablemente la adulación y el cumplido, regresó de la capital de
Europa fanfarroneando y alardeando de haber conseguido esa cantidad de dinero,
gracias a sus dotes como negociador. Era la mejor manera de preparar el
ambiente para ser recibido en olor de multitudes.
Comenzó subrayando la importancia de las
ayudas que suministraba la Comisión Europea, para paliar el problema económico, que había generado el
coronavirus. Y llegó a decir que esa ayuda era realmente como “un auténtico
plan Marshall”. De los 140.000 millones de euros que correspondían a España,
72.700 millones los recibiría en transferencias, y el resto en préstamos
normales. Y aparentando estar lleno de satisfacción, confesó que estábamos ante
un “gran acuerdo para Europa y para España”, dando a entender que se había logrado, faltaría más, gracias a
su acertada intervención. Y eso, por supuesto, había que celebrarlo.
Para satisfacer los deseos del
presidente del Gobierno, sus ministros decidieron homenajearle, aplaudiéndole a rabiar y con un pasillo, al
llegar a la reunión del Consejo de Ministros del 21 de julio. Y Pedro Sánchez,
que era incapaz de ocultar su inmensa satisfacción, respondió también con otro
aplauso.
Y la bancada socialista parlamentaria,
que da cobijo a lo más granado de los prosélitos del presidente Sánchez,
decidió copiar el bochornoso espectáculo
de los aplausos, para repetir esa misma faena festiva en el Congreso de los
Diputados. Todos ellos saben perfectamente que nos enfrentamos a un rescate en
toda regla y que tendremos que renunciar a muchas cosas para comenzar a recibir
esas ayudas económicas. Pero eso es lo de menos, ya que, de momento, prima la
consigna de lisonjear al Jefe.
Así que el 29 de julio, ocho días
después que los ministros, los parlamentarios
socialistas organizaron su propio festival de aplausos para adular y lisonjear también
al presidente del Gobierno. Para montar ese sarao absurdo, asistieron al pleno
de ese día todos los diputados
socialistas, incumpliendo flagrantemente la distancia de seguridad de al menos
2 metros entre persona y persona, y saltándose todas las normas que se
especifican en el Plan de Contingencia contra el Covid-19, que aprobó la Mesa de la Cámara Baja el pasado 12 de
mayo.
No cabe duda, que todos esos acólitos incondicionales de Pedro Sánchez serían mucho más comedidos si siguieran las recomendaciones que hace Hamlet a los cómicos en el Acto III, al principio de la Escena II. Además de exigirles cierta discreción, les ruega que acomoden “la acción a la palabra y la palabra a la acción, cuidando especialmente de no traspasar los límites de la natural moderación”. De momento, es verdad, no pasa nada. La frustración llegará naturalmente cuando la Comisión Europea nos obligue a realizar reformas que afecten directamente al bolsillo de los españoles. Y ese problema no hay manera de arreglarlo con aplausos.
Gijón,
29 de agosto de 2020
Un vanidoso de tomo y lomo.
ResponderEliminarQue, además, ya no tiene arreglo
EliminarEste personaje tiene un narcisismo a prueba de bombas, esperemos que le llegue la hora de rendir cuenta en las urnas, saludos
ResponderEliminarLo malo es que, para entonces, ya habrá hecho un daño irreparable a todos los españoles. Saludos
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