VI –
Estalla la Guerra Civil Española
Como es sabido, la II República se instauró en España
poco menos que a traición y sin contar con el consenso generalizado de la
sociedad. Fue proclamada sin contar con la derecha, y en el contexto de las Elecciones
Municipales del 12 de abril de 1931 que, para más INRI, ganaron abrumadoramente
los monárquicos. Con juego sucio o sin él, es verdad, los republicanos logran
hacerse con la mayor parte de las capitales de provincia, lo que fue
determinante para que, el día 13, sin esperar al recuento definitivo de los
votos, se echaran a la calle para organizar anticipadamente una toma simbólica
de los ayuntamientos.
Y como las noticias que llegaban de las poblaciones
rurales eran inquietantes para los republicanos, el comité revolucionario de
estas formaciones políticas decide adelantarse sin más y, sorprendiendo a
propios y extraños, el mismo día 14 por la tarde, se constituye en “Gobierno Provisional” de la República,
con Niceto Alcalá-Zamora como presidente.
Los republicanos toman esta decisión, claro está,
pervirtiendo gravemente la legalidad, ya que aquellas elecciones no tuvieron
jamás carácter plebiscitario ni de referéndum. Fueron simplemente eso, unas
elecciones municipales más. Entre los conspiradores contra el régimen
monárquico hubo ciertamente gente, no mucha, adscrita a la derecha tradicional.
Se trata, claro está, de personas muy concretas, que han dado ese paso por
despecho o por desencanto. La derecha como tal, es cierto, ni estuvo en esa
guerra, ni se contó con ella.
La izquierda española, en general, siempre ha
defendido que ese cambio de régimen se realizó de una manera modélica y, por
supuesto, respetando escrupulosamente la democracia, aunque sabe perfectamente que no fue así. No es de extrañar, por lo tanto,
que la derecha se sintiera incómoda en una República que se instauró a sus
espaldas y, por añadidura, de una manera francamente ilegal. Pero aun así,
mantuvo un meticuloso respeto por la nueva República, mientras esta respetó,
aunque con ciertos altibajos, las libertades públicas y la democracia. Y hasta
los militares, en general, supieron guardar disciplinadamente las formas
Y esa especie de entendimiento tácito, más o menos
diplomático o de compromiso, persistió hasta
las elecciones generales del 16 de febrero de 1936. Para marginar
definitivamente a la derecha y mantenerla alejada del poder, la izquierda
concurrió a estas elecciones formando el tristemente famoso Frente Popular. Este amplio bloque
electoral, que contaba con el beneplácito expreso de la CNT, estaba integrado por los republicanos de Manuel Azaña, por el
incipiente Partido Comunista y, por supuesto, por la formación política más
numerosa de la izquierda, el Partido Socialista Obrero Español.
La izquierda española, que ha mitificado siempre
aquellas elecciones, suele vanagloriarse de la contundente victoria cosechada
por la coalición, ocultando cuidadosamente, faltaría más, que se valió de un
colosal ‘pucherazo’. Los piquetes de la izquierda, en efecto, organizaron actos
extremadamente violentos para cambiar papeletas y adulterar gravemente el
resultado final del escrutinio, lo que permitió al Frente Popular atribuirse actas de diputado de manera un tanto
arbitraria. Y con la oposición ya hundida en la absoluta irrelevancia, la
izquierda completa a su antojo el evidente desaguisado electoral.
Al contar con la anuencia de socialistas como
Indalecio Prieto, Manuel Azaña sobreestimó su propia capacidad y se propuso
desarrollar plenamente el proyecto reformista radical, auspiciado por la
República y que se interrumpió cuando la derecha ganó las elecciones de noviembre de 1933. Y para cumplir su
propósito, formó un gabinete exclusivamente republicano, aunque sin
socialistas, porque estos tenían sus propios intereses y prefirieron permanecer
al margen del Gobierno para así poder ocuparse libremente de la calle. Pensaban
que, alterando el ambiente callejero, acelerarían la ansiada sovietización de
España.
Y a pesar de tan sospechosa decisión, Azaña siguió
creyendo que podría controlar a las huestes socialistas. Pero no tardó mucho en
imponerse la realidad, ya que, a partir de esa fecha, comenzaron a crecer
desmesuradamente los crímenes políticos, los incendios y toda clase de
desmanes. El ambiente en la calle terminó siendo irrespirable. Entre febrero y
junio, por ejemplo, se cometieron en España más de trescientos asesinatos. Y
muchos de ellos llevaban desgraciadamente el sello del PSOE que, a la hora de cometer delitos, estaba a la altura de los
anarquistas.
Y como en el
otro bando contestaban los falangistas, la situación terminó siendo
extremadamente complicada para el Gobierno. Podía enfrentarse, claro está, a la
derecha, pero tenía que morderse la lengua y callar ante los desbocados
socialistas, si no quería perder la mayoría actual parlamentaria. Ante
semejante fracaso, y con la intención de desactivar esa situación tan explosiva
y afianzar su poder, Azaña se conchabó con el socialista Indalecio Prieto y,
sin pensárselo dos veces, deciden destituir a Alcalá-Zamora, alejándole de la
presidencia de la República. Creían que así lograrían domesticar a la facción
más sovietizada del PSOE.
Gracias a esta especie de golpe de mano contra
Alcalá-Zamora, Manuel Azaña no tuvo problemas y, tal como habían previsto, se
convirtió, sin más, en el presidente constitucional de la República. Sin
embargo, les falló estrepitosamente la otra parte del acuerdo, ya que Indalecio
Prieto no pudo hacerse con la presidencia del Gobierno. Se opuso, faltaría más,
el grupo mayoritario del PSOE, que
seguía ciegamente las indicaciones dictadas por Largo Caballero.
Era presumible que Francisco Largo Caballero se
opusiera radicalmente a que Indalecio Prieto se hiciera cargo del Ejecutivo. No
olvidemos que, de aquella, Largo Caballero no reconocía más liderazgos que el
suyo. Sabía además que, con Indalecio Prieto dirigiendo el Gobierno, peligraba
seriamente el proceso revolucionario emprendido. Y necesitaba urgentemente
importar la revolución rusa de 1917 e instaurar la dictadura del proletariado,
si quería verse convertido en el ‘Lenin español’ que siempre había soñado.
Y ante la manifiesta imposibilidad de encargar la
formación de Gobierno a Indalecio Prieto, Manuel Azaña recurrió a Santiago
Casares Quiroga, que era un hombre de su confianza. Pero Casares Quiroga no era
el personaje más indicado para enfrentarse a una izquierda tan alocada y
desquiciada como aquella. Tenía un carácter excesivamente débil y, en
consecuencia, totalmente inapropiado
para imponerse a unos revolucionarios que estaban decididos a todo. De ahí que,
para no molestar a estos izquierdistas enloquecidos, Casares Quiroga procuró ser simpático para
congraciarse con ellos.
Mientras tanto, el grupo socialista dirigido por Largo
Caballero se aprovechó de esa especie de pasividad del Gobierno para promover
intencionadamente, en competencia con los anarquistas y los comunistas, el
desorden y la violencia callejera. Y esto fue determinante, claro está, para
que se dispararan considerablemente los crímenes políticos. Al constatar estos
hechos, la derecha comenzó obviamente a preocuparse y a valorar detenidamente las posibilidades que
tenía de acabar con aquella conmoción y aquella borrachera de odio que se había
desatado en la calle. Y todo para volver a restaurar la paz social y la añorada
convivencia ciudadana.
No es de extrañar, por lo tanto que generales tan
destacados como Franco y Mola se reunieran conjunta y discretamente con otros
generales de confianza y con políticos de la derecha, para buscar la mejor
manera de poner fin a tanta injusticia y desafuero. Están plenamente
convencidos, cómo no, que cualquier decisión que tomen, provocará
inevitablemente el derrame de mucha sangre y, entre todas esas decisiones o
medidas posibles, quieren saber cuál de ellas es la menos arriesgada y peligrosa.
Es de suponer que el general Mola no conocía tan
detalladamente como Franco el ambiente que se vivía en los cuarteles. Quizás
por eso Mola pretendía organizar una marcha militar sobre Madrid, partiendo,
claro está, desde Barcelona, Pamplona,
Galicia y desde cualquier otro punto de la periferia española. Franco, sin
embargo, era mucho más precavido y solía ser sumamente prudente. Es más:
procuraba mantenerse al margen de las distintas soluciones violentas que se
iban presentando. Quería agotar antes todos los recursos posibles que
estuvieran al alcance de su mano.
Precisamente por eso, viendo que se multiplicaban
constantemente los desafueros y los
atropellos políticos, decide utilizar el último cartucho disponible, para
evitar la tragedia de una Guerra Civil. Así que el 23 de junio, esperando poco
menos que un milagro, manda un escrito
al ministro de la Guerra, Casares Quiroga, que también era presidente
del Gobierno. Con todo respeto, le mostraba su propia inquietud y la de una
buena parte de las Fuerzas Armadas por la situación política que se estaba
viviendo en España. Y Casares Quiroga se hizo el sordo, y no le contestó.
Y llega el fatídico día 13 de julio de 1936. Ese día,
un grupo de policías, dirigido por Fernando Condés, sale del cuartel de la Guardia de Asalto de Pontejos,
dispuestos a atentar contra los líderes de la oposición, José María Gil-Robles
y José Calvo Sotelo. Todos los miembros de ese grupo policial mantenían una
vinculación muy especial con las milicias socialistas y formaban parte de
aquella famosa ‘Motorizada’, que
utilizaba frecuentemente Indalecio Prieto como escolta personal y también, cómo
no, para doblegar voluntades, tanto dentro, como fuera de su partido.
Cuando esos sicarios policiales llegaron al domicilio del Gil-Robles, este había
desaparecido. Alguien le informó a tiempo de lo que podía pasar. No tuvo la
misma suerte el líder de Renovación Española, Calvo Sotelo que, a pesar de
haber recibido amenazas serias de muerte en el propio Parlamento, estaba durmiendo
tranquilamente en su domicilio. Eran las 3 de la mañana cuando entraron en su
casa y le pidieron que fuera con ellos a la sede de la Dirección General de
Seguridad. En un principio, se negaba a obedecer, pero terminó cediendo y,
despidiéndose de su familia, marchó con ellos.
Ya en la calle, suben al furgón de la Guardia de
Asalto y éste se pone en marcha. Y tras circular unos pocos metros, Luis Cuenca
Estevas descerraja dos tiros en la cabeza de Calvo Sotelo, que lógicamente
muere en el acto. Una vez cometido el asesinato, abandonan su cadáver en el
Cementerio del Este. Y ese día Franco dejó de dudar. Quedó tan impresionado con
ese crimen que, esa misma noche, repitió lo que ya había dicho otras veces: “Al Ejército no le es lícito sublevarse
contra un Partido ni contra una Constitución porque no le guste; pero tiene el
deber de levantarse en armas para defender a la Patria cuando está en peligro
de muerte”.
El asesinato de Calvo Sotelo fue determinante para que, sin esperar a más, se produjera el
alzamiento militar. Comenzó en Melilla el 17 de julio por la tarde y se
extendió rápidamente a Tetuán y a Ceuta. Al día siguiente, 18 de julio,
procedente de Canarias, el general Franco llega a Tetuán a bordo del famoso ‘Dragon Rapide’ y se pone al mando de las tropas sublevadas. Ese
mismo día, el levantamiento se extiende también a la Península, dando paso así
a casi tres años de una enconada y sangrienta Guerra Civil.
Barrillos de las Arrimadas, 26 de septiembre de 2017
José Luis Valladares Fernández
Lo de Calvo Sotelo,fue un mensaje muy claro del Socialismo de Largos Caballero,de que apostaban por una Revolucion sangrienta,saludos,
ResponderEliminarLas huestes de Largo Caballero, buscaban desesperadamente que se levantara el Ejército que no comulgaba con la sovietización de España para aplastar a los desidentes. Pensaban que sería otra Sanjurjada más.Saludos
EliminarLa presión que ejerció la izquierda, al menos parte de ella, con revueltas, atentados y asesinatos, fue innegable.
ResponderEliminarEfectivamente no era toda la izquierda. Eran las huestes de Largo Caballero, que quería ser el Lenin español. Pero le salió torda.
Eliminar