domingo, 1 de octubre de 2017

A CADA UNO LO SUYO

VI – Estalla la Guerra Civil Española

 Como es sabido, la II República se instauró en España poco menos que a traición y sin contar con el consenso generalizado de la sociedad. Fue proclamada sin contar con la derecha, y en el contexto de las Elecciones Municipales del 12 de abril de 1931 que, para más INRI, ganaron abrumadoramente los monárquicos. Con juego sucio o sin él, es verdad, los republicanos logran hacerse con la mayor parte de las capitales de provincia, lo que fue determinante para que, el día 13, sin esperar al recuento definitivo de los votos, se echaran a la calle para organizar anticipadamente una toma simbólica de los ayuntamientos.
Y como las noticias que llegaban de las poblaciones rurales eran inquietantes para los republicanos, el comité revolucionario de estas formaciones políticas decide adelantarse sin más y, sorprendiendo a propios y extraños, el mismo día 14 por la tarde, se constituye en “Gobierno Provisional” de la República, con Niceto Alcalá-Zamora como presidente.
Los republicanos toman esta decisión, claro está, pervirtiendo gravemente la legalidad, ya que aquellas elecciones no tuvieron jamás carácter plebiscitario ni de referéndum. Fueron simplemente eso, unas elecciones municipales más. Entre los conspiradores contra el régimen monárquico hubo ciertamente gente, no mucha, adscrita a la derecha tradicional. Se trata, claro está, de personas muy concretas, que han dado ese paso por despecho o por desencanto. La derecha como tal, es cierto, ni estuvo en esa guerra, ni se contó con ella.
La izquierda española, en general, siempre ha defendido que ese cambio de régimen se realizó de una manera modélica y, por supuesto, respetando escrupulosamente la democracia, aunque sabe  perfectamente que  no fue así. No es de extrañar, por lo tanto, que la derecha se sintiera incómoda en una República que se instauró a sus espaldas y, por añadidura, de una manera francamente ilegal. Pero aun así, mantuvo un meticuloso respeto por la nueva República, mientras esta respetó, aunque con ciertos altibajos, las libertades públicas y la democracia. Y hasta los militares, en general, supieron guardar disciplinadamente las formas

Y esa especie de entendimiento tácito, más o menos diplomático o de compromiso, persistió hasta  las elecciones generales del 16 de febrero de 1936. Para marginar definitivamente a la derecha y mantenerla alejada del poder, la izquierda concurrió a estas elecciones formando el tristemente famoso Frente Popular. Este amplio bloque electoral, que contaba con el beneplácito expreso de la CNT, estaba integrado por los republicanos de Manuel Azaña, por el incipiente Partido Comunista y, por supuesto, por la formación política más numerosa de la izquierda, el Partido Socialista Obrero Español.
La izquierda española, que ha mitificado siempre aquellas elecciones, suele vanagloriarse de la contundente victoria cosechada por la coalición, ocultando cuidadosamente, faltaría más, que se valió de un colosal ‘pucherazo’. Los piquetes de la izquierda, en efecto, organizaron actos extremadamente violentos para cambiar papeletas y adulterar gravemente el resultado final del escrutinio, lo que permitió al Frente Popular atribuirse actas de diputado de manera un tanto arbitraria. Y con la oposición ya hundida en la absoluta irrelevancia, la izquierda completa a su antojo el evidente desaguisado electoral.
Al contar con la anuencia de socialistas como Indalecio Prieto, Manuel Azaña sobreestimó su propia capacidad y se propuso desarrollar plenamente el proyecto reformista radical, auspiciado por la República y que se interrumpió cuando la derecha ganó las elecciones  de noviembre de 1933. Y para cumplir su propósito, formó un gabinete exclusivamente republicano, aunque sin socialistas, porque estos tenían sus propios intereses y prefirieron permanecer al margen del Gobierno para así poder ocuparse libremente de la calle. Pensaban que, alterando el ambiente callejero, acelerarían la ansiada sovietización de España.
Y a pesar de tan sospechosa decisión, Azaña siguió creyendo que podría controlar a las huestes socialistas. Pero no tardó mucho en imponerse la realidad, ya que, a partir de esa fecha, comenzaron a crecer desmesuradamente los crímenes políticos, los incendios y toda clase de desmanes. El ambiente en la calle terminó siendo irrespirable. Entre febrero y junio, por ejemplo, se cometieron en España más de trescientos asesinatos. Y muchos de ellos llevaban desgraciadamente el sello del PSOE que, a la hora de cometer delitos, estaba a la altura de los anarquistas.
 Y como en el otro bando contestaban los falangistas, la situación terminó siendo extremadamente complicada para el Gobierno. Podía enfrentarse, claro está, a la derecha, pero tenía que morderse la lengua y callar ante los desbocados socialistas, si no quería perder la mayoría actual parlamentaria. Ante semejante fracaso, y con la intención de desactivar esa situación tan explosiva y afianzar su poder, Azaña se conchabó con el socialista Indalecio Prieto y, sin pensárselo dos veces, deciden destituir a Alcalá-Zamora, alejándole de la presidencia de la República. Creían que así lograrían domesticar a la facción más sovietizada del PSOE.
Gracias a esta especie de golpe de mano contra Alcalá-Zamora, Manuel Azaña no tuvo problemas y, tal como habían previsto, se convirtió, sin más, en el presidente constitucional de la República. Sin embargo, les falló estrepitosamente la otra parte del acuerdo, ya que Indalecio Prieto no pudo hacerse con la presidencia del Gobierno. Se opuso, faltaría más, el grupo mayoritario del PSOE, que seguía ciegamente las indicaciones dictadas por Largo Caballero.
Era presumible que Francisco Largo Caballero se opusiera radicalmente a que Indalecio Prieto se hiciera cargo del Ejecutivo. No olvidemos que, de aquella, Largo Caballero no reconocía más liderazgos que el suyo. Sabía además que, con Indalecio Prieto dirigiendo el Gobierno, peligraba seriamente el proceso revolucionario emprendido. Y necesitaba urgentemente importar la revolución rusa de 1917 e instaurar la dictadura del proletariado, si quería verse convertido en el ‘Lenin español’ que siempre había soñado.
Y ante la manifiesta imposibilidad de encargar la formación de Gobierno a Indalecio Prieto, Manuel Azaña recurrió a Santiago Casares Quiroga, que era un hombre de su confianza. Pero Casares Quiroga no era el personaje más indicado para enfrentarse a una izquierda tan alocada y desquiciada como aquella. Tenía un carácter excesivamente débil y, en consecuencia,  totalmente inapropiado para imponerse a unos revolucionarios que estaban decididos a todo. De ahí que, para no molestar a estos izquierdistas enloquecidos,  Casares Quiroga procuró ser simpático para congraciarse con ellos.
Mientras tanto, el grupo socialista dirigido por Largo Caballero se aprovechó de esa especie de pasividad del Gobierno para promover intencionadamente, en competencia con los anarquistas y los comunistas, el desorden y la violencia callejera. Y esto fue determinante, claro está, para que se dispararan considerablemente los crímenes políticos. Al constatar estos hechos, la derecha comenzó obviamente a preocuparse y  a valorar detenidamente las posibilidades que tenía de acabar con aquella conmoción y aquella borrachera de odio que se había desatado en la calle. Y todo para volver a restaurar la paz social y la añorada convivencia ciudadana.
No es de extrañar, por lo tanto que generales tan destacados como Franco y Mola se reunieran conjunta y discretamente con otros generales de confianza y con políticos de la derecha, para buscar la mejor manera de poner fin a tanta injusticia y desafuero. Están plenamente convencidos, cómo no, que cualquier decisión que tomen, provocará inevitablemente el derrame de mucha sangre y, entre todas esas decisiones o medidas posibles, quieren saber cuál de ellas es  la menos arriesgada y peligrosa.
Es de suponer que el general Mola no conocía tan detalladamente como Franco el ambiente que se vivía en los cuarteles. Quizás por eso Mola pretendía organizar una marcha militar sobre Madrid, partiendo, claro está, desde  Barcelona, Pamplona, Galicia y desde cualquier otro punto de la periferia española. Franco, sin embargo, era mucho más precavido y solía ser sumamente prudente. Es más: procuraba mantenerse al margen de las distintas soluciones violentas que se iban presentando. Quería agotar antes todos los recursos posibles que estuvieran al alcance de su mano.
Precisamente por eso, viendo que se multiplicaban constantemente  los desafueros y los atropellos políticos, decide utilizar el último cartucho disponible, para evitar la tragedia de una Guerra Civil. Así que el 23 de junio, esperando poco menos que un milagro, manda un escrito  al ministro de la Guerra, Casares Quiroga, que también era presidente del Gobierno. Con todo respeto, le mostraba su propia inquietud y la de una buena parte de las Fuerzas Armadas por la situación política que se estaba viviendo en España. Y Casares Quiroga se hizo el sordo, y no le contestó.
Y llega el fatídico día 13 de julio de 1936. Ese día, un grupo de policías, dirigido por Fernando Condés, sale del  cuartel de la Guardia de Asalto de Pontejos, dispuestos a atentar contra los líderes de la oposición, José María Gil-Robles y José Calvo Sotelo. Todos los miembros de ese grupo policial mantenían una vinculación muy especial con las milicias socialistas y formaban parte de aquella famosa ‘Motorizada’, que utilizaba frecuentemente Indalecio Prieto como escolta personal y también, cómo no, para doblegar voluntades, tanto dentro, como fuera de su partido.
Cuando esos sicarios policiales llegaron al  domicilio del Gil-Robles, este había desaparecido. Alguien le informó a tiempo de lo que podía pasar. No tuvo la misma suerte el líder de Renovación Española, Calvo Sotelo que, a pesar de haber recibido amenazas serias de muerte en el propio Parlamento, estaba durmiendo tranquilamente en su domicilio. Eran las 3 de la mañana cuando entraron en su casa y le pidieron que fuera con ellos a la sede de la Dirección General de Seguridad. En un principio, se negaba a obedecer, pero terminó cediendo y, despidiéndose de su familia, marchó con ellos.
Ya en la calle, suben al furgón de la Guardia de Asalto y éste se pone en marcha. Y tras circular unos pocos metros, Luis Cuenca Estevas descerraja dos tiros en la cabeza de Calvo Sotelo, que lógicamente muere en el acto. Una vez cometido el asesinato, abandonan su cadáver en el Cementerio del Este. Y ese día Franco dejó de dudar. Quedó tan impresionado con ese crimen que, esa misma noche, repitió lo que ya había dicho otras veces: “Al Ejército no le es lícito sublevarse contra un Partido ni contra una Constitución porque no le guste; pero tiene el deber de levantarse en armas para defender a la Patria cuando está en peligro de muerte”.
El asesinato de Calvo Sotelo fue determinante  para que, sin esperar a más, se produjera el alzamiento militar. Comenzó en Melilla el 17 de julio por la tarde y se extendió rápidamente a Tetuán y a Ceuta. Al día siguiente, 18 de julio, procedente de Canarias, el general Franco llega a Tetuán a bordo  del famoso ‘Dragon Rapide’ y se pone al mando de las tropas sublevadas. Ese mismo día, el levantamiento se extiende también a la Península, dando paso así a casi tres años de una enconada y sangrienta Guerra Civil.

Barrillos de las Arrimadas, 26 de septiembre de 2017


José Luis Valladares Fernández

4 comentarios:

  1. Lo de Calvo Sotelo,fue un mensaje muy claro del Socialismo de Largos Caballero,de que apostaban por una Revolucion sangrienta,saludos,

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    1. Las huestes de Largo Caballero, buscaban desesperadamente que se levantara el Ejército que no comulgaba con la sovietización de España para aplastar a los desidentes. Pensaban que sería otra Sanjurjada más.Saludos

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  2. La presión que ejerció la izquierda, al menos parte de ella, con revueltas, atentados y asesinatos, fue innegable.

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    1. Efectivamente no era toda la izquierda. Eran las huestes de Largo Caballero, que quería ser el Lenin español. Pero le salió torda.

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