Cuando hablamos de sindicatos, nos estamos refiriendo a las asociaciones que, al menos en teoría, se encargan de la defensa del mundo del trabajo. Estarían formadas por aquellos trabajadores que, sin romper su relación contractual con la empresa, asumen responsablemente la tarea de defender los intereses sociales, económicos, e incluso profesionales de todo el colectivo obrero. Y en esa defensa deben estar incluidos, incluso, aquellos trabajadores que, atendiendo a que la libertad sindical es un derecho humano básico, no han querido sindicarse. Se trataría de una asociación encargada de negociar con el empresario las condiciones de trabajo y los emolumentos a percibir a cambio del trabajo.
Pero la prosaica realidad es muy distinta. Las organizaciones sindicales carecen de objetivos universales. Para empezar, se olvidan de los trabajadores no afiliados y hasta, en muchas ocasiones, prescinden conscientemente de los propios afiliados que los auparon al cargo. Prescinden incluso, con relativa frecuencia, hasta de aquellos pocos que pagan religiosamente su cuota sindical. Los cuadros directivos se han prostituido de tal manera, que aceptan cualquier cosa, a cambio de beneficios personales. La multiplicación de los puestos de liberados, que ocuparán los propios dirigentes, sus familiares o amigos, es una de las prebendas más valoradas.
Y los gobiernos de izquierda, que se autoproclaman progresistas, conscientes de las aspiraciones inconfesables de estos dirigentes sindicales, ponen todo su empeño en favorecer esa especie de prostitución sindical. De ahí que, si interesa políticamente, faciliten el diálogo entre los sindicatos más representativos y las propias organizaciones empresariales. De este modo y sin coste político alguno, pueden evitar muchas movilizaciones o huelgas inoportunas, contener salarios y, a veces, recortar alguno de los derechos ya adquiridos por los trabajadores. Los sindicatos son la verdadera barrera que ponen los gobiernos de izquierda para mantener a raya a los simples obreros que se atreven a exigir mejoras sociales.
Con la aparición de las primeras asociaciones legales que reivindicaban mejoras laborales, comienza ya el intento de manipulación de las mismas. Los propios dirigentes de estas asociaciones muchas veces, y los mismos gobiernos, buscaban descaradamente la utilización política del creciente descontento de los obreros. Con el señuelo de que nadie como un partido obrero puede defender los intereses económicos de los asalariados, lograron cautivar la voluntad de los que, con gran riesgo personal, exigían mejoras sociales y la humanización de los centros de trabajo.
De este modo, alguna de estas primeras organizaciones llegó a constituirse en lo que denominaban partidos de trabajo, auténticos partidos políticos que se arrogaban la representación de la clase obrera en los Parlamentos, cuyos intereses laborales decían defender. Pero estos dirigentes ocultaban a los trabajadores su verdadera intención. No se conformaban con ser un partido más, mediante el cual obtenían unas plazas parlamentarias que les proporcionaban un status superior al de sus propios compañeros. Buscaban ante todo, a largo plazo por lo menos, la posibilidad de hacerse con todos los resortes del poder. Ahí están, para demostrarlo, las distintas democracias llamadas populares que esclavizaron aún más a los pobres trabajadores.
En consecuencia, ninguna de las organizaciones, que se dicen sindicales, calcadas de las que se formaron a raíz de la revolución industrial, es ajena a una ambición desmedida por el poder. El influjo doctrinal del marxismo y del recién aparecido fabianismo se dejó sentir de una manera desmedida. Todas estas agrupaciones, desde su constitución, se olvidan de su condición sindicalista y actúan como si de un partido político se tratara. Marxismo y fabianismo, aunque de distinto modo, aspiraban ambos a desembocar en el socialismo. Ambos sistemas criticaban con fuerza al liberalismo reinante, que había iniciado su reflujo, y propugnaban la sustitución del capitalismo por otra alternativa económica, más acorde con sus propias ideas. Marx predicaba que el cambio debía ser revolucionario, mientras que la Sociedad Fabiana aspiraba a que esa evolución hacia el socialismo no fuera traumática y que se alcanzara de un modo gradual.
Hoy día todas estas organizaciones, nacidas teóricamente para la defensa del mundo del trabajo, se parecen más a una formación política que a una fuerza auténticamente sindical. A la vista está, que su comportamiento no es el mismo con un gobierno que con otro. Si se trata de un gobierno liberal-conservador, los sindicatos serán mucho más belicosos y exigentes que cuando se trata de un gobierno pretendidamente progresista. Sean o no verdaderas correas de transmisión de ciertos partidos políticos de izquierda, lo que si es cierto, al menos aquí en España, es que se comportan actualmente como si se tratara de un auténtico partido más de la izquierda.
No es de extrañar, ante tales hechos, que los trabajadores españoles desconfíen de las centrales sindicales mayoritarias, cuyo descrédito ante la ciudadanía es cada día mayor. Esto explica la baja afiliación que, en la actualidad y en plena recesión no va más allá de un exiguo 15 %, y tendiendo a disminuir. Esto invalida su pretensión de representar a la mayoría de los trabajadores españoles.
Desde fuera de los sindicatos, se tiene la percepción de que estas organizaciones se han convertido en auténticas y enormes burocracias que viven muy bien, a costa del resto de los ciudadanos, mediante las subvenciones nada baladíes que les otorga el Gobierno. Y, por si fuera esto poco, dan muestras también de un descarado clientelismo que asusta y un favoritismo ideológico con este Gobierno del paro y de la crisis, que les inhabilita para representar a nadie.
Ante tales circunstancias, es muy normal que sean muy pocos los que vean en UGT y CCOO a unas auténticas organizaciones dispuestas a defender, contra viento y marea, los intereses de los asalariados. Y si los que aún conservan su trabajo desconfían abiertamente de estos sindicatos de clase ¿qué no harán los autónomos, los parados y los que buscan desesperadamente su primer empleo, ya que carecen de la más mínima representatividad en los mismos? Se da la triste casualidad de que nuestros sindicatos protestan cuando España va bien y si va mal, como es nuestro caso, guardan tal silencio, que parecen tumbas etruscas.
Pero la prosaica realidad es muy distinta. Las organizaciones sindicales carecen de objetivos universales. Para empezar, se olvidan de los trabajadores no afiliados y hasta, en muchas ocasiones, prescinden conscientemente de los propios afiliados que los auparon al cargo. Prescinden incluso, con relativa frecuencia, hasta de aquellos pocos que pagan religiosamente su cuota sindical. Los cuadros directivos se han prostituido de tal manera, que aceptan cualquier cosa, a cambio de beneficios personales. La multiplicación de los puestos de liberados, que ocuparán los propios dirigentes, sus familiares o amigos, es una de las prebendas más valoradas.
Y los gobiernos de izquierda, que se autoproclaman progresistas, conscientes de las aspiraciones inconfesables de estos dirigentes sindicales, ponen todo su empeño en favorecer esa especie de prostitución sindical. De ahí que, si interesa políticamente, faciliten el diálogo entre los sindicatos más representativos y las propias organizaciones empresariales. De este modo y sin coste político alguno, pueden evitar muchas movilizaciones o huelgas inoportunas, contener salarios y, a veces, recortar alguno de los derechos ya adquiridos por los trabajadores. Los sindicatos son la verdadera barrera que ponen los gobiernos de izquierda para mantener a raya a los simples obreros que se atreven a exigir mejoras sociales.
Con la aparición de las primeras asociaciones legales que reivindicaban mejoras laborales, comienza ya el intento de manipulación de las mismas. Los propios dirigentes de estas asociaciones muchas veces, y los mismos gobiernos, buscaban descaradamente la utilización política del creciente descontento de los obreros. Con el señuelo de que nadie como un partido obrero puede defender los intereses económicos de los asalariados, lograron cautivar la voluntad de los que, con gran riesgo personal, exigían mejoras sociales y la humanización de los centros de trabajo.
De este modo, alguna de estas primeras organizaciones llegó a constituirse en lo que denominaban partidos de trabajo, auténticos partidos políticos que se arrogaban la representación de la clase obrera en los Parlamentos, cuyos intereses laborales decían defender. Pero estos dirigentes ocultaban a los trabajadores su verdadera intención. No se conformaban con ser un partido más, mediante el cual obtenían unas plazas parlamentarias que les proporcionaban un status superior al de sus propios compañeros. Buscaban ante todo, a largo plazo por lo menos, la posibilidad de hacerse con todos los resortes del poder. Ahí están, para demostrarlo, las distintas democracias llamadas populares que esclavizaron aún más a los pobres trabajadores.
En consecuencia, ninguna de las organizaciones, que se dicen sindicales, calcadas de las que se formaron a raíz de la revolución industrial, es ajena a una ambición desmedida por el poder. El influjo doctrinal del marxismo y del recién aparecido fabianismo se dejó sentir de una manera desmedida. Todas estas agrupaciones, desde su constitución, se olvidan de su condición sindicalista y actúan como si de un partido político se tratara. Marxismo y fabianismo, aunque de distinto modo, aspiraban ambos a desembocar en el socialismo. Ambos sistemas criticaban con fuerza al liberalismo reinante, que había iniciado su reflujo, y propugnaban la sustitución del capitalismo por otra alternativa económica, más acorde con sus propias ideas. Marx predicaba que el cambio debía ser revolucionario, mientras que la Sociedad Fabiana aspiraba a que esa evolución hacia el socialismo no fuera traumática y que se alcanzara de un modo gradual.
Hoy día todas estas organizaciones, nacidas teóricamente para la defensa del mundo del trabajo, se parecen más a una formación política que a una fuerza auténticamente sindical. A la vista está, que su comportamiento no es el mismo con un gobierno que con otro. Si se trata de un gobierno liberal-conservador, los sindicatos serán mucho más belicosos y exigentes que cuando se trata de un gobierno pretendidamente progresista. Sean o no verdaderas correas de transmisión de ciertos partidos políticos de izquierda, lo que si es cierto, al menos aquí en España, es que se comportan actualmente como si se tratara de un auténtico partido más de la izquierda.
No es de extrañar, ante tales hechos, que los trabajadores españoles desconfíen de las centrales sindicales mayoritarias, cuyo descrédito ante la ciudadanía es cada día mayor. Esto explica la baja afiliación que, en la actualidad y en plena recesión no va más allá de un exiguo 15 %, y tendiendo a disminuir. Esto invalida su pretensión de representar a la mayoría de los trabajadores españoles.
Desde fuera de los sindicatos, se tiene la percepción de que estas organizaciones se han convertido en auténticas y enormes burocracias que viven muy bien, a costa del resto de los ciudadanos, mediante las subvenciones nada baladíes que les otorga el Gobierno. Y, por si fuera esto poco, dan muestras también de un descarado clientelismo que asusta y un favoritismo ideológico con este Gobierno del paro y de la crisis, que les inhabilita para representar a nadie.
Ante tales circunstancias, es muy normal que sean muy pocos los que vean en UGT y CCOO a unas auténticas organizaciones dispuestas a defender, contra viento y marea, los intereses de los asalariados. Y si los que aún conservan su trabajo desconfían abiertamente de estos sindicatos de clase ¿qué no harán los autónomos, los parados y los que buscan desesperadamente su primer empleo, ya que carecen de la más mínima representatividad en los mismos? Se da la triste casualidad de que nuestros sindicatos protestan cuando España va bien y si va mal, como es nuestro caso, guardan tal silencio, que parecen tumbas etruscas.
José Luis Valladares Fernández
Acertado análisis sobre la cuestión sindical. Proporciona respuestas claras a uno de los comportamientos más infames que está habiendo ante la crisis: el silencio sumiso e interesado de los sindicatos ante la destrucción masiva y continua de empleo.
ResponderEliminarEnhorabuena.
Durante el franquismno se hablaba de Sindicatos Verticales en el sentido de que se consideraban un instrumento de la política económica del gobierno. Si los Sindicatos se crearon para la defensa de los derechos laborales de los trabajadores, ¿dónde están actualmente los principales Sindicatos (UGT y CC.OO)cuando nos estamos acercando a la escalofriante cifra de cuatro millones de parados?
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